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lunes, 21 de julio de 2008

Editorial: ¿Quién es la cizaña?

Una tentación muy común, y en la que solemos caer con demasiada facilidad, es aquella de tomar la actitud de los trabajadores de la parábola del trigo y la cizaña. Nos creemos discípulos por el simple hecho de estar trabajando en el campo del Señor, y cuando vemos que aparecen plantitas de dudosa apariencia, de inmediato, con el celo encendido, nos disponemos a separar la cizaña del trigo.

Es que somos medio discípulos, y no existe nada más peligroso que un medio discípulo. Conocemos al dueño del campo, sabemos quién es, pero no conocemos su sabiduría, no entendemos a su corazón, que lleno de amor mira con horror la posibilidad de que en medio de la cizaña sea cortada una plantita de trigo, que con tanto amor colocó en la tierra.

Es fácil conocer el poder de Dios (con una palabra resucita a un muerto), pero es difícil conocer la sabiduría de Dios, sus cuidados, sus providencias, sus ternuras, sus mil formas de transformar con el correr del tiempo la cizaña malvada, en trigo productivo. ¿No fuimos acaso cizaña cuando deambulábamos en medio de los placeres del mundo?

Y comenzamos esta reflexión mencionando a la tentación, porque tenemos muchísima facilidad para clasificar a los demás. Fulanito es un santo, menganito es un pecador, los de aquel grupo no son buenos, los de aquel otro no hacen tal o cual cosa, en fin, no tenemos problemas en diferenciar trigo de cizaña, sin darnos cuenta de que todos estamos en este mundo, como producto del amor de Dios, sabio e infinito, misericordioso y clemente. ¿Cómo podríamos pues distinguir una cosa de otra, si a veces nos pasamos la vida entera tratando de conocernos a nosotros mismos? ¡Conocemos a Dios, pero no conocemos su Corazón!

En esta parábola, Jesús nos pide ser pacientes y caritativos unos con otros, nos invita a mirarnos a todos como plantas de un mismo terreno, y nos advierte de que al final, se nos reconocerá por los frutos que le entreguemos, pero frutos agradables a los ojos de Él mismo, no a nuestros ojos, que no saben ver con el filtro de la sabiduría de Dios.

Al habernos creado como seres sociales, nos asigna también el papel de la levadura. Cada uno de nosotros es levadura en medio de la harina del mundo, destinada a fermentar y convertir así la masa en pan, en alimento a ser consumido a favor de los demás. Por eso es que deberíamos ser muy cuidadosos en vigilar la clase de fermento que somos, en lugar de andar tratando de encontrar los defectos que tiene la harina que el Señor nos entrega.

De esta parábola, debemos recoger la paciencia del sembrador, que durante todo el tiempo, riega y cuida a todas las plantas por igual, y que muy claramente nos pide no tratar de separar trigo de cizaña, porque Él bien sabe de nuestras pequeñeces, de nuestra facilidad en equivocarnos, de la rapidez con la que etiquetamos a los demás, y del daño que así podemos causar en el resto de su sembradío, porque puede resultar que nos preocupemos mucho de separar al buen trigo como nuestro, y que un día tengamos que quedarnos contemplando nuestras propias espinas lastimando al trigo.

Es buena idea, desconfiar siempre de nuestras capacidades, de nuestros dones, de nuestras posibilidades, porque esa especial manera que tenemos los seres humanos (de todos los niveles), de ver siempre con aumento hacia adentro, y con disminución hacia fuera, ese deseo permanente de colocar un embudo como regla social, nos hace especialmente permisivos con nosotros mismos, y especialmente exigentes con los demás. ¡Es tan fácil acomodarse en nuestros gustos, y exigir que les gusten a los demás!, y eso es así, porque conocemos a Dios, pero no conocemos su sabiduría, que deberíamos buscarla en los pliegues de la ternura de su Corazón.

Por eso, en el cumplimiento de nuestra misión evangelizadora común a todos los cristianos, pongamos especial cuidado en vivir el amor de Cristo cada día con más perfección, en transmitir ese amor con la largueza con que lo recibimos nosotros mismos, hasta que veamos un “nosotros”, cuando queramos ver un “yo”

Mozo de equipaje

Fuente: Catholic.net
Autor: José Martín Descalzo

El otro día vinieron a entrevistarme unos estudiantes de periodismo para no sé qué revista juvenil, y me preguntaron: "Y tú, ¿no te cansas nunca de dar alientos a los demás?" Les dije que sí, que me cansaba por lo menos tres veces al día. Lo que ocurría es que también por lo menos cinco veces al día sentía la necesidad de no convertir en estéril mi vida y aún no había encontrado otra tarea mejor que esa.

Y cuando los muchachos se fueron, me puse a pensar en un viejo amigo mío que era mozo de equipajes de Valladolid. Debía de tener más o menos la edad que yo tengo ahora, pero entonces a mí me parecía muy viejo. Pero lo asombroso era su permanente alegría. No sabía hacer su trabajo sin gastarte una broma, y cuando te hacía un favor, parecía que se lo hubieses hecho tú a él. Un día le pregunté: "Y tú, ¿cuándo te vas de vacaciones?" Se rió y me dijo: "Me voy un poco en cada maleta que subo para los que se van hacia la playa."

Él sonreía, pero fui yo quien se marchó desconcertado. Nunca había pensado en lo dramático de esa vocación de alguien que se pasa la vida ayudando a viajar a los demás, pero él se queda siempre en el andén, viendo partir los trenes donde los demás se van felices, mientras él sólo saborea el sudor de haberles ayudado en esa felicidad.

¿Sólo el sudor? No se lo dije a mi amigo el mozo de equipajes porque se hubiera reído de mí y me hubiera explicado que el sudor le quedaba por fuera, mientras por dentro le brotaba una quizá absurda, pero también maravillosa, satisfacción.
Desde entonces pienso que todos los que sienten vocación de servicio –sea la que sea su profesión- son un poco mozos de equipajes. Y que todos sienten esa extraña mezcla de cansancio y alegría. Al fin me parece que en la vida no hay más que un problema: vives para ti mismo o vives para ser útil. Vivir para ser útil es caro, hermoso y fecundo.

Claro, desde luego. Todos somos egoístas. Al fin y al cabo, ¿qué queremos todos sino ser queridos? Por mucho que nos disfracemos, nuestra alma lo único que hace es mendigar amor. Sin él vivimos como despellejados. Y se vive mal sin piel. Por eso el mundo no se divide en egoístas y generosos, sino en egoístas que se rebozan en su propio egoísmo y en otros egoístas que luchan denodadamente por salir de sí mismos, aun sabiendo que pagarán caro el precio de preferir amar a ser amados.

Recuerdo haber escrito hace años un extraño poema en el que me imaginaba que, por un día, Cristo se dedicaba a hacer los milagros que a él le gustaban y no los puramente prácticos que la gente le pedía. Y que, en un camino de Palestina, una muchacha hermosísima se presentaba ante Él planteándole la más dolorosa de las curaciones: ella era tan bella, que todos la querían, pero ella no quería a nadie. Deseada por todos, arrastraba una belleza inútil e infecunda. Y le pedía a Cristo el mayor de los milagros: que la concediera el don de amar. Cristo, entonces, la miraba con emoción y compasión y le preguntaba: "¿Sabes que si amas tendrás que vivir cuesta arriba?" La muchacha respondía: "Lo sé, Señor, pero lo prefiero a este gozo muerto, a esta felicidad inútil." Ahora Cristo le sonreía y le decía: "Ea, levántate y ama, muchacha. Entra en el mundo terrible de los que han preferido amar a ser amados." Y la muchacha se alejaba con el alma multiplicada, dispuesta a nadar felizmente a contracorriente de la vida.

La fábula seguramente es disparatada, pero verdaderísima. Porque –los recientes enamorados lo saben- amar a la corta es dulcísimo; a la larga, cansado; más a la larga, maravilloso.

¿Cansado por qué? Cansado porque siempre nos sale entre las costillas el viejo egoísta que somos y nos grita tres veces cada día que nadie va a agradecernos nuestro amor –es mentira, pero el viejo egoísta nos lo dice-; porque saca además aquel viejo argumento del ¿y a ti quien te consuela? Un falso planteamiento: porque el problema no es si nuestro amor nos reporta consuelo, sino si el mundo ha mejorado algo gracias a nuestro amor.

Pero claro que es difícil aceptar que nuestro veraneo está en esas maletas de esperanza que hemos subido en el tren de los demás. Para ello hace falta creer en serio en los demás. Y eso sólo lo hacen a diario los santos. Por eso, si yo fuera Papa canonizaría corriendo a mi amigo el mozo de equipajes de Valladolid.

Tomado de: Razones para la Alegría

Eucaristía y silencio

Fuente: Catholic.net
Autor: P Antonio Rivero LC

La vida crece silenciosamente en el oscuro seno de la tierra y en el seno silencioso de la madre. La primavera es una inmensa explosión, pero una explosión silenciosa.

Dios fue silencioso durante muchos siglos, y en ese silencio se gestaba la comunicación más entrañable: el diálogo entre Padre, Hijo y Espíritu Santo.

¿Qué es el silencio?

Es esa capacidad interior de saber estar reposado, calmado, controlando y encauzando los sentidos internos y externos. Es esa capacidad de callar, de escuchar, de recogerse. Es esa capacidad de cerrar la boca en momentos oportunos, de calmar las olas interiores, de sentirse dueño de sí mismo y no dominado o esclavo de sus alborotos.

Uno de los males de la actualidad es el aburrimiento, que se origina de la incapacidad del hombre de estar a solas consigo mismo. El hombre de la era atómica no soporta la soledad y el silencio, y para combatirlos echa mano de un cigarrillo, una radio, la televisión, y para evadirse del silencio se echa ciegamente en brazos de la dispersión, la distracción y la diversión.

¿Para qué sirve el silencio?

Es muy útil para reponer fuerzas, energías espirituales, calmarse, para encontrarnos con nosotros mismos, para conocernos mejor, más profundamente.

Es imprescindible para ser creativos. Todo artista, científico, pensador, necesita desplegar en su interior un gran silencio para poder generar percepciones, ideas, creaciones. Los grandes genios del arte y de la literatura fueron hombres que dedicaban mucho tiempo al silencio. Y de esos momentos de silencio brotaron las grandes obras. Es lo que llamamos el silencio creador, fecundo, productivo.

Es condición indispensable para escuchar y encontrarnos con Dios. Jamás le escucharemos si estamos sumergidos en el oleaje de la palabrería, dispersión, agitación. El encuentro con Dios se da en el silencio del alma. Así lo dice santa Teresa de Jesús: “Pues hagamos cuenta que dentro de nosotros está un palacio de grandísima riqueza, todo su edificio de oro y piedras preciosas –en fin, como para tal Señor-, y que sois vos parte de que aqueste edificio sea tal, como a la verdad lo es (que es ansí, que no hay edificio y de tanta hermosura como un alma limjpia y llena de virtudes, y mientras mayores, más resplandecen las piedras), y que en este palacio está este gran Rey y que ha tenido por bien ser vuestro Padre y que está en un trono de grandísimo precio, que es vuestro corazón” (Camino de perfección, 28, 9).

Y san Juan de la Cruz nos susurra al oído: “El alma que le quiere encontrar ha de salir de todas las cosas con la afición y la voluntad, y entrar dentro de sí mismo con sumo recogimiento. Las cosas han de ser para ella como si no existiesen...Dios, pues, está escondido en el alma y ahí le ha de buscar con amor el buen contemplativo, diciendo: ¿A dónde te escondiste?” (Cántico espiritual, 1, 6).

¡El valor del silencio!

Las grandes decisiones en la vida nacieron de momentos de silencio.

Necesitamos del silencio para una mayor unificación personal. La mucha distracción produce desintegración y ésta acaba por engendrar desasosiego, tristeza, angustia.

Hay diversas clases de silencio.

Jesús nos dijo: “cierra las puertas”. Cerrar las puertas y ventanas de madera es fácil. Pero aquí se trata de unas ventanas más sutiles, para conseguir ese silencio.

Está, primero, el silencio exterior, que es más fácil de conseguir: silencio de la lengua, de puertas, de cosas y de personas. Es fácil. Basta subirse a un cerro, internarse en un bosque, entrar en una capilla solitaria, y con eso se consigue silencio exterior.

Pero está, después, el silencio interior: silencio de la mente, recuerdos, fantasías, imaginaciones., memoria, preocupaciones, inquietudes, sentimientos, corazón, afectos. Este silencio interior es más difícil, pero imprescindible para oír a Dios e intimar con Él.

Los enemigos del silencio son la dispersión, el desorden, la distracción, la diversión, la palabrería, la excesiva juerga, risotadas, la velocidad, el frenesí, el ruido.

¿Qué relación hay entre eucaristía y silencio?

El mayor milagro se realiza en el silencio de la eucaristía. Las más íntimas amistades se fraguan en el silencio de la eucaristía. Las más duras batallas se vencen en el silencio de la eucaristía, frente al Sagrario. La lectura de la Palabra que se tiene en la misa debe hacerse en el silencio del alma, si es que queremos oír y entender. El momento de la Consagración tiene que ser un momento fuerte de silencio contemplativo y de adoración. Cuando recibimos en la Comunión a Jesús ¡qué silencio deberíamos hacer en el alma para unirnos a Él! Nadie debería romper ese silencio.

Las decisiones más importantes se han tomado al pie del silencio, junto a Cristo eucaristía. ¡Cuántas lágrimas secretas derramamos en el silencio! Juan Pablo II cuando era Obispo de Cracovia pasaba grandes momentos de silencio en su capillita y allí escribía sus discursos y documentos. ¡Fecundo silencio del Sagrario!

Así lo narra Juan Pablo II en su libro “¡Levantaos! ¡Vamos!”: “En la capilla privada no solamente rezaba, sino que me sentaba allí y escribía...Estoy convencido de que la capilla es un lugar del que proviene una especial inspiración. Es un enorme privilegio poder vivir y trabajar al amparo de este Presencia. Una Presencia que atrae como un poderoso imán...” .

Preguntemos a María si el silencio es importante. El silencio de la Virgen no es un silencio de tartamudez e impotencia, sino de luz y arrobo...Todos hablan en la infancia de Jesús: los ángeles, los pastores, los magos, los reyes, Simeón, Ana la Profetisa...pero María permanece en su reposo y sagrado silencio. María ofrece, da, recibe y lleva a su Hijo en silencio. Tanta fuerza e impresión secreta ejerce el silencio de Jesús en el espíritu y corazón de la Virgen que la tiene poderosamente y divinamente ocupada y arrebatada en silencio.

El matrimonio puede ser visto como un contrato o como una alianza

Fuente: Catholic.net
Autor: Salvador Casadevall

Los contratos son revocables, se hacen a medida de la conveniencia de las partes. Vemos con frecuencia que los famosos que cambian con ligereza de cónyuge que ya fijan lo que le corresponderá a cada uno a la hora de separarse. Ya fijan de ante mano lo que cada uno se va a llevar: esto es un contrato.
Son dos personas se conocieron, se juntaron y convinieron algo.
Y el día que una de las partes o las dos por pura conveniencia, pueden decidir romper esta unión, a igual que se hace con cualquier contrato de cualquier índole.

Los que creemos que el matrimonio es una alianza, creemos que las alianzas no se pueden romper así como así.
Esto significa que cuando uno se casa no formula un contrato a medida, sino que entra en una institución. La institución del matrimonio.

Así como hubo una alianza entre el pueblo hebreo y Dios, entre Cristo y su Iglesia también la hay entre un hombre y una mujer, cuando deciden hacer un solo camino.
El mismo camino que emprendió el pueblo judío y la nueva Iglesia cristiana.
Un camino de hombre lleno de infidelidades.
Infidelidades, que si duelen pueden ser perdonadas.
Y en realidad, toda vida de hombre es un camino lleno de infidelidades perdonadas.

Hoy la prolongación de la vida lleva que uno, al casarse entre los 25 y 35 años, tenga por delante 50 años de vida conyugal.
A lo largo de esos años habrá muchas etapas, algunas quizás hasta programadas o esperadas o pensadas, pero también muchas imprevistas.
Cada cambio es etapa de una crisis.

Bienvenidas las crisis si son para crecer.
Crisis no significa necesariamente que se ponga en juego la estabilidad del matrimonio, sino la ocasión para repensar, reformular y reorganizar afectivamente una vida donde han ido ingresando los hijos: esos hijos crecen y llega un momento en que se van. Y volvemos a encontrarnos solos como el día que empezamos.
En el medio habremos tenido que practicar la humildad para perdonar y pedir perdón.

Dado que hoy se habla tanto del matrimonio como una alianza de amor, la gran pregunta que nos podemos formular es: ¿Qué es el amor?
Es un sentimiento, ciertamente, pero no es sólo un sentimiento.
Es una voluntad, ciertamente, pero no es solamente voluntad.

El amor es la fuente donde puede brotar un proyecto de vida en común, como cualquier proyecto de entrega incondicional, es el deseo con voluntad de amar que anida en el corazón.
Sólo cuando se llega al corazón, de donde nacen las decisiones más profundas que hacen a la vida, se palpa la realidad del amor desde el corazón.
Amor recibido y devuelto, o amor dado que nos viene de vuelta en un ir y venir que nunca se sabe el cómo empezó. Amé y recibí, fue y volvió.

Es entender que cuando uno está dispuesto y desea amar, está dispuesto a aceptar los lazos del amor: saber que cuando yo contraigo matrimonio me enlazo con alguien, cuando engendro hijos me hago servidor de ellos. Responsable de ellos.
El eje de la felicidad de los hijos pasa por tener un papa y una mama que se quieren y que los quieran y los cuiden.
La peor de las carencias es la ignorancia. Es la ignorancia de saber esto.
Comprender tarde es no comprender.

Hay muchos tipos de amor, pero todos hilvanados por un mismo hilo conductor.
Decirle a alguien “te amo” no es lo mismo que pensar “te deseo” o “me siento atraído por ti” aunque el deseo y la atracción existan.
El verdadero camino del amor inteligente es el que desde un enamoramiento inicial se profundiza y crece para lograr la convivencia de a dos..

En el hacer un sólo camino hay un verdadero enjambre de estados de ánimo; sentirse absorbido, estar encantado, dudar, tener celos, desear físicamente, percibir las dificultades de entendimiento, decepcionarse, volver a entusiasmarse, volver a reconciliarse, volver a querer, volver a empezar.

Recuerdo que una vez le pregunté a mi amigo Monseñor Domingo Castagna que debía hacer uno cuando el amor se acaba. Y él con su cara de santo, los amigos ya lo hemos santificado, me contestó sonriendo: Salvador, hay que volver a empezar, hay que volver a amar.
Ya lo saben, cada vez que haya un distanciamiento, hay que volver a empezar.

El hombre, como animal que es, es un permanentemente descontento, a veces se calma, pero la más de las veces, siempre quiere más.
Por eso el conocimiento del amor le conduce poco a poco hacía lo mejor,
El amor es lo más importante de la vida. Mueve todo.

Aprender a amar con la razón es recuperarse del primer deslumbramiento.
Es pasar de un puro sentimiento, a un caminar con el otro, creando y viviendo una historia propia.

Sentimiento y razonamiento irán juntos para siempre.
Ambas cosas ayudaran a entender y superar sus diferencias, ya que están decididos a convivir.

Ya que están decididos en hacer un sólo camino.
Dos formas personales de ser, pero un sólo camino.

Cada uno seguirá siendo como es, pero irán tomados de la mano haciendo un solo camino.

Videos Provida: Película "Dinero con sangre"