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sábado, 27 de junio de 2009

Talitá Kumi

Hoy consideramos en el Evangelio del domingo XIII del Tiempo Ordinario, dos milagros de Jesús. Uno la resurrección de la hija de Jairo, y el otro la sanación de la hemorroísa, esa pobre mujer que durante doce años había padecido flujos de sangre y había gastado toda su fortuna en médicos que no pudieron hacer nada por ella.

Vemos en estos milagros, cómo se manifiesta la gracia y el amor de Cristo, pero no como simples actos de magia, en los que una persona hace algo fuera de lo común. Aparte de los hechos, de por si inexplicables, vemos que Jesús los realiza siempre, llevando los hechos hacia el plano espiritual.

Para Jesús, nada en la vida del ser humano es simplemente físico o material, sino que por el contrario, las cosas materiales no son sino reflejos, efectos de una intensísima vida espiritual. Todos aceptamos que Jesús es Rey de reyes, y verdaderamente es así, pero es Rey en el plano espiritual, y su reinado (cuando es aceptado plenamente por nosotros), tiene efectos físicos observables indudables. Por eso es que la fe de palabra, es fácilmente distinguible de la fe que Él mismo le pide a Jairo en este Evangelio.

Así es que vemos a la hemorroísa, hundida material y socialmente por una enfermedad que para cualquier época es vergonzosa, pero que además estaba catalogada por la ley de Moisés como “impureza”, se acerca a escondidas a Jesús, pensando que con solo tocar su ropa quedaría curada.

El Señor, que se dirigía ya a la casa de Jairo a sanar a su hija, siente el toque de la mujer; Fue un toque diferente, sintió que “una fuerza había salido de Él” según relata este mismo pasaje el evangelista San Lucas 8: 46.

Qué tierno Señor tenemos, que detiene su marcha en medio de un gentío que lo apretujaba. Podemos imaginar nos el calor, el polvo, los gritos, los sudores de toda esa gente gritando, empujando y apretando a Jesús, y sin embargo, Él se detiene, porque sintió un toque diferente, una llamada de auxilio, un grito desesperado de una mujer perdida entre la multitud.

Jesús se detiene siempre. Para Él no existe nadie más importante que yo, no hay dolor más desgarrador que el mío. El me ama desde siempre, y su corazón sufre junto con el mío, aunque debo reconocer que siempre existen dolores más grandes y más fuertes que el que me duele a mí.

Lo que es digno de observar en esta escena, es que Jesús podía haber dejado que la fuerza suya fluya simplemente, y seguir caminando, puesto que ya el flujo había cesado, la mujer estaba curada. Pero lo que a Jesús le interesa, no es la salud en sí.

Jesús se detiene y empieza a preguntar quién lo había tocado, obligando a la mujer a identificarse, porque lo que le interesa a Jesús es el encuentro con Él. Jesús busca que se crucen las miradas, busca que ella mire el amor en sus ojos, que sienta la paz que deja su sonrisa, la ternura de sus caricias. Realmente, la sanación física no es nada más que el efecto visible que deja el encuentro cara a cara con Él, “frente a frente, y de corazón palpitante”, como tan bellamente describía Juan Pablo II. Jesús quiere sentir tu corazón, mirar tu alma a través de tus ojos, y sanar tu alma de la enfermedad y la muerte del pecado. Lo demás, es circunstancial.

Cuántas cosas tan vergonzosas ocultamos en nuestra alma, peores aún que los flujos de la hemorroísa, que cada domingo, cuando Él se hace presente en la Santa Misa, no nos atrevemos siquiera a acercarnos a tocar su manto con la esperanza de quedar sanados, y nos ocultamos entre el gentío avergonzados y temerosos.

Como católicos, debemos dejar que estas lecturas dominicales, afecten nuestras vidas y nos lleven a cambiar estas actitudes de falta de fe y de comprensión. La Palabra de Dios es luz y vida, y la Iglesia católica nos la entrega así domingo a domingo, para que la guardemos en nuestro corazón, y la apliquemos a nuestras vidas, y así logremos hacer como pidió Jesús al Padre en su Oración Sacerdotal del capítulo 14 de San Juan, de permanecer en Él para que Él permanezca en nosotros.

Gracias a la curación de la hemorroísa, ahora sabemos que aunque nuestra condición sea de pobreza total, aunque nuestras culpas sean vergonzosas e indeclarables, aunque creamos que el Señor no tiene tiempo de vernos, aunque pensemos que nuestra situación ya no tiene remedio, Él siempre está atento a que aunque sea toquemos su manto para quedar curados y aliviados.

Ninguna situación en el mundo podría ser más irremediable que la de Jairo. Su servidor se lo largó a boca de jarro: “Tu hija ya a muerto, ya no molestes al Maestro”. Estas palabras, de alguna manera también podrían decirse a nosotros: “Tu pecado no tiene perdón”, “Ya es demasiado tarde”, “Lo que has hecho, es demasiado terrible”, y muchas cosas más.

Si esa es nuestra situación, y nos encontramos ante algo superior a nuestra capacidad humana, entonces es momento de ponernos en el lugar de Jairo, mirar suplicantes a Jesús que está a nuestro lado, y que está escuchando atentamente nuestro llanto, nuestra desesperación y nuestra impotencia. Escuchemos atentamente lo que nos dice, y actuemos en consecuencia:

“No tengas miedo, solamente ten fe” ¡Qué maravilloso eres Jesús, qué poderoso, qué tierno, qué amable eres! Yo se que si confío a Ti mi pena, si dejo en tus manos mi pecado, si todo (empezando por el perdón que necesito), lo dejo a tu Corazón amante, Tú no tardarás en decirle a mi alma: “Talitá Kumi” que quiere decir: “Levántate niña, te lo digo Yo”, porque para Ti que eres amor, mi alma siempre será una niña, La niña, esa que Tú amas intensamente.

Videos Provida: Película "Dinero con sangre"