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viernes, 12 de febrero de 2010

Meditando el Evangelio

Domingo VI del Tiempo Ordinario

Los pobres

Como habíamos explicado el domingo anterior, durante este Ciclo “C”, estamos siguiendo el Evangelio de san Lucas, y este domingo VI del Tiempo Ordinario, vemos su relato acerca de las bienaventuranzas (Lc 6,17.20-26).

Las bienaventuranzas están relatadas también en el Evangelio de san Mateo, en el capítulo quinto, y entre ambos relatos, existen algunas diferencias. Mateo enumera ocho bienaventuranzas, mientras que Lucas menciona solo cuatro, y a ellas añade cuatro maldiciones o “malaventuranzas”.

Además, Mateo ubica este pasaje de la vida del Señor al pié de una montaña, mientras Lucas nos habla de terreno llano, una planicie. Pero esas son pequeñeces, puesto que a nosotros nos interesa el meollo, la sustancia del mensaje, que es lo que quedará como alimento espiritual de esta semana.

Por otra parte, como veremos más adelante, las bienaventuranzas centralizan y reúnen toda la doctrina de Cristo. Por ésta razón, es muy posible que el Señor, que lo que buscaba era la sencillez del mensaje, haya utilizado a las bienaventuranzas en varias ocasiones para dar a conocer su doctrina, y que tanto Mateo como Lucas nos estén contando dos ocasiones distintas, lo que de por sí reafirma la importancia de este mensaje.

Lo primero que podemos notar, es que el discurso de Jesús no es un discurso político ni que busque acariciar a sus oyentes. Jesús busca precisamente la paradoja, la contradicción de la persona con las creencias del mundo, para de allí sacar enseñanzas que permitan pintar el verdadero panorama del Reino de Dios.

De no ser así, ¿Por qué anunciar felicidad precisamente a aquellas personas que no tienen motivo alguno de ser felices? Jesús anuncia el Reino para los pobres, para los perseguidos, los encarcelados, los que sufren.

Y también ¿Por qué anunciar desgracia para aquellos que lo tienen todo, que disfrutan de todo, y de quienes todos hablan bien? Las “malaventuras”, son para los ricos, los que poseen todo, los que no pasan hambre, o sea, los que lo tienen todo para estar felices.

¿Es que acaso quiere decir que ser rico es malo? ¿O quizá disfrutar y ser feliz nos acarrea la maldición de Dios? ¿Es que Dios quiere que los cristianos vivamos tristes y sufrientes?

No pocas veces los cristianos hemos confundido esta paradoja presentada por el Señor, y hemos otorgado una dimensión física a este mensaje, como si la doctrina de Cristo fuera de este mundo, mensurable o visible. No otra cosa es esperar que un día se declare por la tv., el gobierno de Jesús como emperador de la Tierra, y a punto de nombrar su gabinete de ministros de entre los santos del cielo.

Lo que busca el Señor, es instaurar el Reino del Padre en los corazones de cada uno de los seres humanos. Que la criatura recobre esa “imagen y semejanza” que perdió con Adán, y que el mundo se convierta en ese jardín paradisíaco donde reine la paz y el amor.

Seguramente que el Señor ama con especial predilección a los pobres, a los sufrientes, los enfermos y todos los que padecemos en esta vida, porque el dolor nos hermana a Él, siempre y cuando sea ofrecido en sacrificio salvífico al Padre, en unión a su propio sacrificio y su sufrimiento.

Pero con seguridad que Jesús ama con igual ternura a los que lo poseen todo, a los que disfrutan de posición económica y comodidades, siempre y cuando sepan compartir parte de lo que tienen para aliviar a los desposeídos, a los marginados, los despreciados.

El amor de Dios es un don, un regalo inmerecido y gratuito, y está presente en todos los instantes de nuestra vida. Nosotros no lo merecemos debido a todas nuestras imperfecciones, y por eso, no es un amor automático. Tiene algunos requerimientos: Hay que desearlo ardientemente, hay que pedirlo humildemente, y hay que repartirlo generosamente. De otra manera, el amor de Dios es un regalo desperdiciado, depreciado, devaluado, y pasa por nosotros sin dejar ningún rastro.

Se trata de la dimensión espiritual. Se trata de sentir la ausencia de Dios a causa de nuestras miserias, se trata de estar conscientes de nuestra pobreza de gracia, de esta imposibilidad humana de mantenernos rectos en el camino de los mandamientos, y la bienaventuranza es la oferta precisamente para aquellos que se sienten pobres, débiles y pequeños ante Dios.

La primera bienaventuranza, la de los pobres, resulta así ser la más importante, y la que consigue todas las demás bendiciones, porque es la que mueve el corazón humano a recurrir a los pies del único que todo lo tiene y todo lo puede.

Las bienaventuranzas nos muestran a un Dios lleno de bondad y de amor, un Dios que nos quiere como un padre a sus hijos, confiados en su poder y conscientes de nuestra debilidad, seguros de su guía y tomados de su mano para caminar, hermanados entre nosotros y unidos en una gran familia en la que Dios es principio y fin.

Lo que quería demostrar Cristo con esta paradoja, es que todo lo que Él padeció, todo lo que sufrió, todo que quiso enseñarnos, que todo proviene de un Dios que nos ama profundamente y a pesar de todas las máscaras que nos ponemos contantemente, y nos plantea estas paradojas, estas contradicciones, para que al hacerlas carne en nosotros, podamos agrietar el corazón y así recibir la salvación.

Una persona que no se agrieta, que no mira en su interior, es una persona que nunca está dispuesta a dejar que el Espíritu Santo realice milagros en su vida porque no tiene nada que recriminarse. Es una persona que puede llegar a conocer muy bien las Escrituras pero no se mueve a cambio, porque que no acepta la pobreza interior como una gracia de salvación.

Y esta pobreza espiritual está puesta en primer lugar, porque ¿Qué consuelo puede necesitar aquel que confía solo en sí mismo? ¿Qué alimento puede esperar si su alma está satisfecha? ¿Qué consuelo puede necesitar si vive contento con lo que es y con lo que cree tener? ¿Qué necesidad tiene del Espíritu Santo si vive acomodado en su fama y lo que dice de él la gente?

Con estas preguntas, sí podemos encontrar iluminación en las Bienaventuranzas, y comprender la urgencia de postrarnos de rodillas y pedir con desesperación que el Espíritu de Dios que Cristo nos dejó para consolarnos e iluminarnos, nos haga el milagro de quebrantar nuestro corazón de piedra, para que Él pueda ingresar y cambiarlo todo, iluminando lo que está oscuro, limpiando lo que está sucio, alegrando lo que está triste, enderezando lo que está torcido, guiando lo que está perdido.

Pidamos pues al Señor, que con este alimento de su Palabra, nuestra semana encuentre un porqué y un para qué, y que al llegar el próximo domingo, nos encuentre hambrientos y sedientos de más amor, más alegría y más de su Palabra.

Videos Provida: Película "Dinero con sangre"