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viernes, 4 de septiembre de 2009

¡Effetá!

Cristo vino al mundo para mostrar a los seres humanos el verdadero rostro de Dios. Es el Verbo de Dios hecho hombre, y pasó su vida cumpliendo todo lo que de Él se dice en el Antiguo Testamento, para explicarnos cómo es que el Padre ama a sus creaturas.

Una gran cantidad de veces, se valió para ello, de milagros de todo tipo. Curaciones, liberaciones, exorcismos, multiplicaciones, perdones, y un gran etcétera, con los cuales Él mismo se revelaba como Hijo del Padre, pero siempre aclarando que lo hacía por encargo y por amor del Padre.

En el Evangelio de este domingo, san Marcos nos relata la curación de un hombre que era sordo, y a consecuencia de ello, también era tartamudo. Esta curación produjo en toda la gente que lo seguía un efecto de admiración y asombro, que los hacía repetir: “Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos.

“Effetá” (Ábrete), fue la palabra con la que el Señor produjo el milagro. Se abrieron los oídos del sordo, y se destrabó su lengua al instante. Y el hombre maravillado y lleno de gozo comenzó a hablar y a dar gracias a Dios. Jesús se había compadecido de su desgracia, y le cambió la vida para siempre.

Este milagro, nos lleva a pensar cuántas veces nosotros mismos hemos estado en la misma condición, y cuántos de nosotros aún lo estamos. El Señor nos habla de mil maneras, pero no llegamos a captar lo que nos dice, y de tanta sordera, ya hasta nos olvidamos de que teníamos que escucharlo.

Hoy nuestra sordera es producida por el estruendo del mundo que nos rodea. Gritos y gritos que nos invitan a las estupideces más grandes, como si fueran los mejores atractivos, a los crímenes más impensados, como si fueran nuestro “derecho a decidir”, a una soledad absoluta aunque estemos rodeados de gente tan sorda como nosotros mismos.

Hoy, nos da vergüenza cuando nos invitan a hablar de Dios en público. Estamos sordos a Jesús que nos dice: “Te necesito, preséntame a tu familia, a tus amigos”. Ya se ha hecho normal el decir que todo lo que va contra la religión es “progresista”, mientras el progreso nos aprieta el cuello con su zapato sin alma, y toda defensa de los valores es arcaico, retrógrado o inculto.

Estamos sordos a esos niños que mueren cada quince segundos por falta de agua y alimentos, estamos sordos al grito desesperado que surge del vientre de María con cada aborto, y cuando se trata de defenderlos, nos ataca la tartamudez de la vergüenza, del miramiento y la timidez.

Estamos sordos al Espíritu Santo que se derrama con abundancia en cada misa, en cada lectura del Evangelio, en cada homilía a veces dicha sin ánimo y sólo por cumplir. Estamos sordos al niño que limpia las ventanas del auto en las esquinas, a la niña que duerme bajo el puente haciendo callar a su bebé con una bolsita de clefa por cena.

Estamos sordos al compañero de oficina que vive angustiado por el pan que no le alcanza para su familia, estamos sordos al vecino que pasa día tras día en busca de un trabajo, de la vecina que no sale a la ventana para no mostrar los “adornos” que le dejó la última farra de su marido. Estamos sordos al vientre de la hija adolescente que comienza a crecer, estamos sordos a la madre anciana que se sienta sola a comer cada día.

¡Cuánto dolor en el mundo, y lo peor, cuánta indiferencia! Con razón hay muchos gobiernos que están haciendo sacar los crucifijos de las oficinas y los colegios, pues Cristo crucificado es un revés a su indiferencia y nuestra sordera y nuestra mudez los autorizan a ello.

Meditando el Evangelio de Marcos 7: 31-37 de hoy, no nos queda otra cosa que rogar al Señor que pronuncie esa palabra para todo el mundo “Effetá” a nuestros ojos, “Effetá” a nuestros oídos, “Effetá”a nuestras lenguas, pero sobre todo “Effetá” a nuestras almas tibias y acomodadas.

Quizá así nos daríamos cuenta de que los gritos de la soledad, la amargura, la desesperación, el dolor, el arrepentimiento, todo el sufrimiento que con tanta facilidad ablandó el corazón de Cristo, está en realidad en el cuarto de al lado, pero no lo escuchamos, porque tenemos un tapón enorme que se llama YO.

Ya el Señor lo dijo: “Cuando el Hijo del hombre vuelva, ¿Encontrará fe sobre la tierra?” Lc 18:8

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