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viernes, 23 de enero de 2009

¡Hemos encontrado al Mesías!

Son realmente hermosos los relatos sobre la forma en que Jesús fue reclutando a sus apóstoles. Cada uno de ellos recibió el llamado de Jesús, y quedó rendido, prendado ante la presencia de ese hombre, que además de mirar a los ojos, mira al alma que se estremece ante semejante ternura, de la que ya no puede alejarse nunca más.

Podemos imaginar por ejemplo, a los dos discípulos de Juan, que ante el anuncio de que es Él el Cordero de Dios, comienzan a seguirlo, con curiosidad y temor, con ansias llenas de espectativas, igual que nos pasaría a cualquiera de nosotros, si de pronto en la calle alguien nos muestra a determinada personalidad famosa que admiramos y quisiéramos conocer.

Y qué interesante resulta observar, que en este caso, son ellos los que lo siguen, sin conocerlo, con la única esperanza de verlo unos momentos más, y saber de Él. Pero a Jesús le basta el más pequeño movimiento del alma que demuestre su deseo de conocerlo, para que con alegría infinita le diga tiernamente “Ven, y lo verás” (Jn 1: 39).

Nunca sabremos lo que hablaron con el Maestro los dos discípulos, lo que vieron de la forma de vivir de Jesús. Quisiéramos imaginar, que luego de asearse, se sentaron a la sombra de un árbol, y se pusieron a conversar con Él, y mientras sus ojos devoraban la hermosa figura, sus oídos se embelesaban con las explicaciones que les daba, con las enseñanzas que fluían de sus labios, con el amor que se derramaba abundantemente a su alrededor…, hasta que según la escritura, se hicieron las cuatro de la tarde.

Habían pasado el día entero escuchándolo, el tiempo pasó volando, y mientras las mentes gritaban su deseo de quedarse, de seguir en esa maravillosa presencia, se levantaron y se retiraron dejando al Maestro descansar.

Qué hermoso es encontrarse con Jesús en algún recodo de la vida. Siempre suele suceder que alguien hace de Juan, y nos lo señala: “Vamos a tener una Hora Santa”, “Vamos a participar de una Misa”, “Tenemos una charla esta tarde”, y muchas otras formas en las que se nos muestra dónde podemos encontrar a Jesús, que desde hace tanto tiempo nos viene llamando de tantas maneras, y que nosotros no llegamos a percibir por todo ese ruido que el mundo provoca a nuestro alrededor.

Y luego, cuando escuchamos la invitación, cuando nos decidimos a “ir a ver dónde vive”, nos quedamos embelesados, mientras la idea estalla en nuestra mente con fuegos, estrellas y sonidos: “Hemos encontrado al Mesías” (Jn 1: 41), “hemos encontrado al Salvador”, y sentimos esas ganas de gritarlo a los cielos, de contarlo a todo el mundo, de contagiar a nuestros parientes y amigos, para que ellos también se sumerjan en ese océano de felicidad que nos llena el alma.

Hasta ahí, las experiencias son más o menos las mismas. Nos hemos encontrado con Cristo, lo hemos escuchado, y Él le ha hablado a nuestra alma, llenándola de ternura y calor. Él ha mirado nuestro corazón, y dulcemente se dedicó como tantas veces, a sanarlo, a secar nuestras lágrimas, a calmar nuestro dolor y apaciguar nuestras inquietudes. Él nos ha mostrado su amor.

La diferencia viene con la pregunta ¿Y ahora qué?. ¿Vamos a seguirlo por todos los caminos de Judea, Samaria y Galilea, o simplemente vamos a retornar a nuestra casa a continuar con la vida de siempre, sumidos en todo lo que nos aplastaba hasta ayer, conservando la presencia de Jesús como un recuerdo bonito pero inútil?

¿Vamos a dejar que el encuentro con Jesús haga con nosotros lo que hizo con Pedro, Andrés y todos los demás, cambiando sus vidas radicalmente y para siempre, o como el joven rico nos alejaremos tristemente agarrados a nuestros apegos mundanos, pero lejos de la fuente misma de la vida?

¡Quedémonos todo el día en la casa de Jesús! Sentémonos con Él a la sombra de un árbol en medio jardín y escuchemos lo que nos dice, porque es posible que como a Simón nos susurre un nuevo nombre que marque en nosotros la misión que nos quiere asignar para su Reino.

Vale la pena, porque estando junto a Jesús, todo es luz, paz y alegría, todo se transforma, y el alma llena de gozo encuentra aquello que ha venido buscando desde tanto tiempo atrás.

El secreto de todo, está en escucharlo atentamente, en creer de veras que lo que nos dice son palabras de vida, en que Él es el único camino, la única posibilidad, la fuente de todo bien.

Abrazando la cruz... ¡para tí mujer!

Fuente: Catholic.net
Autor: Ma Esther De Ariño



Me han dicho que sufres, y que sufres mucho. Que sabías que había dolor en el mundo pero nunca pensaste en que a ti te alcanzaría... ¡Y en qué forma!

Quisiera llegar a tu corazón, mujer que sufres.

En cualquier parte del mundo existe el dolor, y a ti, seas del lugar que seas, te ha alcanzado su dardo. No se quién eres...tal vez la luna ha besado ya tus cabellos dejando en ellos sus rayos de plata y tus ojos tienen la profundidad de la experiencia de una larga vida compuesta de muchas realidades y ya muy pocos sueños...
Tu corazón sufre lo que jamás imaginaste, la amargura sin igual que te ha proporcionado ese hijo o hija en el que pusiste todas tu esperanzas, al que meciste en tus brazos, el que apretaste contra tu corazón para que nadie lo hiriese ¡por el que tanto te sacrificaste! y ahora... tu sola mujer, puedes conocer toda la magnitud de tu dolor.

También puede ser que seas joven, muy joven. Aún esperas, mejor dicho, esperabas mucho de la vida... aún resuenan en tus oídos las notas de aquella marcha nupcial en la mañana radiante en que unías tu vida a la de aquel hombre, que ahora ya, ¡no tienes a tu lado!... o tal vez, y permíteme que te diga que así es más profunda tu tragedia, lo tengas junto a ti y sin embargo la inmensidad de un abismo os separa... tal vez teniéndolo a tu lado te sientes infinitamente sola.

No lo se, quizá tengas el gran dolor de una madre que ve la cuna vacía... Oh, mujer, yo no lo se pero tu si sabes cual es tu historia y por qué te duele tanto el corazón, por qué hay veces que te pesa tanto la vida...

Yo no me atrevo a entrar en tu alma pero me acerco a ti con respeto y cariño. Quisiera llevar hasta ti, no el remedio a tus penas, pero si un poco de serenidad y paz, aún a pesar de tu dolor. Quiero pedirte que seas valiente y que no pierdas tu fe. Si te acercas a un Cristo clavado en una Cruz se abrirán tus ojos, pues no hay dolor como su dolor y que como bien dicen los teólogos de la Verdad: era suficiente solo una gota de sangre, la más ligera humillación, un solo deseo que hubiera brotado de su corazón, para la redención completa de la Humanidad y sin embargo...¡contémplalo! está en la Cruz para que sepas que su corazón te comprende, que pasó por todos tus dolores y más y ese Cristo es tu Dios que muere en un Cruz para que cuando sufras lo tengas muy presente.

Míralo bien. Dile que le das tu corazón herido para que de tus espinas florezcan rosas fragantes que deseas poner en sus llagados pies ¡clavados en la Cruz para esperarte! Se valiente.

Quisiera que grabaras en tu memoria pero sobre todo en tu corazón estas palabras hermosas y llenas de gran sabiduría: "No es el sufrir sino la manera de sufrir, lo que dignifica". Es preciso tratar bien a las espinas ¡más sufre el que las pisa que el que las besa!. Pasa por la vida heroicamente y poniendo tu alma adolorida en el Corazón de Nuestro Señor Jesucristo, hallarás el consuelo que jamás imaginaste.

Quiero que seas valiente y que sonrías...Se que eso cuesta mucho pero aún voy a atreverme a pedirte más: que si hay alguien o algo que tienes que perdonar, que perdones. Perdona a quién robó tu calma, tu felicidad, a quién no tuvo reparo en destrozar tu vida, tus sueños, a quién te hundió en la soledad y el abandono. A quién te hizo mucho daño...¡perdónalo!.

Arranca de tu corazón hasta la más leve sombra de rencor y verás cuánta más luz hay en tu vida. Verás que así te sientes más buena y mucho más valiente para caminar con tu cruz. No lleves tu pesada cruz arrastras, abrázala contra tu corazón, esa cruz pesa mucho ya lo se, pero abrazada a ella ya es diferente y serás la mujer fuerte de la que nos habla el Evangelio, una mujer nueva y total.

¡Que el Señor nos de fuerza a todos, cuando el dolor nos alcanza, para abrazar nuestra cruz!

Si hoy Dios me llamara...

Fuente: Catholic.net
Autor: P. Fernando Pascual LC


Podría ocurrir hoy mismo. Tengo el corazón en muchas cosas, un deseo grande de hacer esto o lo otro, muchos planes para este día. Pero quizá este sea mi último día, el día que me aleja de este mundo. Los planes, los deseos, los proyectos, quedarían, para siempre, arrinconados.

Si hoy Dios me llamara... Muchos no sabemos ni cómo ni cuándo llegará ese día, pero sabemos que la muerte es posible para todos, sanos o enfermos, jóvenes o ancianos, ricos o pobres, malos o buenos.

Si hoy Dios me llamara, ¿qué haría, en qué pensaría, de qué me arrepentiría, que suplicaría?

Buscaría aprovechar las últimas horas, los últimos minutos, en pedir perdón. Perdón a Dios, a quien tantas veces he fallado, a quien tantas veces he olvidado, ha quien tantas veces he negado. Perdón a Dios que no dejó de amarme, de buscarme, de curarme, de esperarme.

Luego, pediría perdón a tantas personas a las que no supe amar, ni ayudar, ni comprender, ni escuchar. A quienes esperaron de mí un poco de consuelo. A quienes buscaron en mí un poco de alegría. A quienes llamaron a mi puerta para pedir el pan que aliviase su miseria. A quienes suplicaron que les atendiera, que les escuchara, que les ofreciera algo de mi tiempo para hacer llevadera la cruz pesada que llevaban en sus vidas.

Luego, intentaría dar las gracias a una multitud de corazones buenos que me tendieron su mano, que me ofrecieron una palabra de aliento, que me aconsejaron y me apartaron del mal camino, que me soportaron en mis peores momentos, que me levantaron tras la caída, que me curaron en mis fiebres y mis heridas.

Luego, quedaría la hora de volver la mirada a Dios. Por Él nací, por Él descubrí la Redención, por Él fue marcado en el bautismo, por Él pude recibir mil veces el Sacramento de la misericordia, por Él estuve al lado de Cristo Eucaristía.

La muerte será el momento del encuentro definitivo con un Dios que nos ha revelado su amor de Padre, para siempre, sin misterios. Un Dios que es Padre y que es Justicia: pesará mi corazón y verá si está ya maduro para llorar el propio pecado y suplicar humildemente su misericordia.

No sé si estoy listo para ese momento, con ese leve equipaje para el viaje. Ese equipaje que consiste en la docilidad, la apertura, la sencillez de corazón, la humildad para volver a pedir perdón, la esperanza ante la llegada del Esposo. Sé sólo que llegará ese día, y podría ser hoy, en unos minutos, en unas horas.

Si hoy Dios me llamara, le pediría que la Sangre de su Hijo me lavase de tanta mancha y me permitiera, al menos en estos últimos instantes, tener un corazón arrepentido y dispuesto a acoger, como barro dócil, su abrazo eterno y lleno de cariño.

¿Pecados pequeños?

Fuente: Catholic.net
Autor: P. Fernando Pascual

Un conferencista que participaba en un congreso dedicado al tema del pecado original quiso explicar la diferencia entre “pecados grandes” y “pecados pequeños”.

Los “pecados grandes” son esos pecados visibles, claros, con una malicia indiscutible: asustan nada más verlos. Un adulterio, un crimen, un robo, un aborto, una traición a un amigo, insultar y humillar a los propios padres... Cuando alguna vez sentimos el deseo de cometer un “pecado grande”, notamos su gravedad, sentimos el deseo de evitarlo, nos da vergüenza pensar sólo en la posibilidad de cometerlo. La conciencia, si tuvimos la desgracia de ceder a la tentación de un “pecado grande”, en seguida empieza a recriminarnos por haber sido tan miserables.

Los “pecados pequeños”, en cambio, son “faltas” sin importancia, de “administración ordinaria”, cosas que no incomodan ni avergüenzan. Permitirme llegar un poco tarde al trabajo simplemente por pereza; usar el teléfono de la oficina para conocer el resultado de un partido de fútbol; tomar un poco de dinero del monedero de un familiar para comprar una revista del corazón o de deportes; llegar a misa lo justo para que “valga”, porque en la televisión estaban dando un “reality show” apasionante...

Los “pecados pequeños” se caracterizan por eso: no inquietan, no desatan un drama en la conciencia. Sabemos que no está muy bien eso de decir medias verdades (o mentiras sin importancia), o el dejar para después (un después que llega a veces muy tarde) escribir a un amigo que necesita una palabra de aliento. Pero conviene no “exagerar” y, total, no hacemos daño a nadie, ni cometemos un pecado mortal.

Aquí se esconde el gran peligro del pecado pequeño: verlo como algo que depende completamente de mí, de lo cual respondo sólo ante mí mismo. Yo lo escojo o yo lo rechazo, sin que me parezca que debo rendir cuentas a nadie, sin que se enfade mucho Dios ni quede muy dañada mi fidelidad cristiana. Como se dice por ahí, “yo me lo guiso y yo me lo como”; además, parece que no provoca indigestión alguna...

De este modo, insensiblemente, empezamos a organizar nuestra vida no según el amor a Dios y al prójimo, ni según el heroísmo y la integridad que debería caracterizar a todo cristiano. Desde luego, seguimos en guardia para evitar los “pecados grandes”, incluso tal vez tenemos la costumbre de confesarnos lo más pronto posible si tenemos la desgracia de cometer un pecado mortal. Pero esos pecados pequeños corroen poco a poco la conciencia y nos acostumbran a aceptar un modo de vivir que no es evangélico, que nos aparta del amor pleno, que nos lleva a caminar según el aire de nuestros gustos o caprichos.

Necesitamos pedir ayuda a Dios para reaccionar ante este peligro. No sólo porque quien se acostumbra a la mediocridad de los pecados pequeños está cada vez más cerca de cometer un “pecado grande”. Sino, sobre todo, porque no hay cristianismo auténtico allí donde no hay una opción profunda y amorosa por vivir los mandamientos en todas sus exigencias (hasta las más “pequeñas”, cf. Mt 5,18-19).

No se trata sólo de no hacer el mal (y ya es mucho), sino, sobre todo, de aceptar la invitación a amar, a servir, a olvidarse de uno mismo, a dar la vida (en las pequeñas fidelidades de cada hora, en lo ordinario, en lo “sin importancia”) por nuestros hermanos...

Videos Provida: Película "Dinero con sangre"