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viernes, 11 de septiembre de 2009

Aplicando el Evangelio

Y tú, ¿quién dices que soy yo?

Este domingo XXIV del Tiempo Ordinario, nos propone reflexionar sobre el Evangelio de Marcos, capítulo 8, versículos del 27 al 35. Luego de la depuración de sus seguidores ante el anuncio de que comerían su cuerpo y beberían su sangre, Jesús y sus discípulos van camino de Betsaida a Cesarea de Filipo.

Ya Jesús ve la necesidad de emprender el definitivo viaje a Jerusalén, donde culminaría su misión, así que decide comenzar a revelar el destino que le esperaba, y para ello se vale de un interrogatorio que comienza de forma trivial, como sin importancia: ¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?

Trasladada esa pregunta a nuestros días, tendría una respuesta demasiado amarga para Jesús, que es inmisericordemente atacado en cuanto medio de comunicación existe, que está siendo expulsado de las oficinas y los colegios, y hasta que merece la burla y la ridiculización en charlas familiares.

Pero luego viene la pregunta de fondo. Aquella a la cual apuntaba el Señor: ¿Y ustedes, quién dicen que soy? Prepárense lectores, pues esta misma pregunta se la hace Jesús, parado en el altar de la iglesia cada domingo mírele directamente a los ojos, sienta la ternura paternal en ellos, analícese y escuche: ¿Y tú, quién dices que soy yo?

Y Jesús hace esta pregunta, porque a Él no le interesan las respuestas tipo cliché, no le interesa lo que dicen los demás. Se han escrito miles y miles de libros sobre Jesús, su vida y sus enseñanzas, y de allá podríamos recoger muchísimas respuestas, cada una más bella o poética que la otra para agradar al Maestro, pero lo que a Jesús le interesa es lo que está dentro del corazón, lo que es íntimo, porque Él quiere la intimidad con nosotros.

Seguramente que la mayoría de nosotros nos uniremos a la respuesta de Pedro: “Tú eres el Mesías”, aunque nuestras actitudes, nuestros pensamientos, nuestras vidas estén predicando a gritos lo contrario. Lo lamentable, es que nosotros los humanos, somos demasiado endebles, demasiado débiles, y vivimos cambiando de posición, y como Pedro también pasamos de un extremo a otro en un santiamén.

Vale la pena detenernos en esta reflexión en Pedro. Pedro el impetuoso, Pedro el temeroso, Pedro el valiente, Pedro el que niega, Pedro el arrepentido, Pedro el que ama, Pedro el grande, Pedro el pequeño.

Parecería que Pedro es nuestro retrato pintado en el Evangelio, tan humano y tan frágil. En esta lectura, vemos a Pedro que habla los pensamientos de Dios cuando responde “Tú eres el Mesías” y minutos después, habla con palabras de Satanás cuando reprende a Jesús, tratando de imponerle su propia visión sobre el cumplimiento de su misión.

Primero lo reconoce como Mesías, el Ungido, el Hijo de Dios, e instantes después, lo lleva aparte a reprocharle lo que había dicho sobre su pasión. ¡Cómo nos tan fácil aceptar unas cosas, y tan difícil soportar otras! A Pedro le encantó pensar en el Mesías, pero no quiso aceptar el precio que ello representaba. Nos encanta estar en el tabor, pero por nada del mundo queremos estar en el Gólgota.

Y Jesús, con esa sabiduría tan terminante les explica que el que quiera seguirlo debía antes hacer algunas cosas. Para seguir a Cristo, no es nomás cuestión de decidirlo, sino que es un proceso, un camino que se debe recorrer por etapas, y Jesús las enumera.

En primer lugar, hay que negarse a sí mismo. Es necesario renunciar al yo. La característica principal de la personalidad de Jesús, es su sentido de donación. Él no quiere nada para sí. Todo lo da, todo lo entrega, hasta su vida misma en la cruz, y para nosotros, la forma de renunciar a si mismo, es eliminando el “yo”, por el “nosotros”. Jesús nos quiere en una comunidad.

Hay que tomar la cruz. Todos tenemos una cruz en esta vida, todos tenemos algo que nos doblega, nos abruma y nos aplasta bajo su peso. No se trata de soportar la cruz en medio de lamentos, de iras, de juramentos ni de luchas. El tomar la cruz, significa el abrazarla con la misma ternura que Jesús abrazó la suya, en silencio y en oración de comunión y obediencia al Padre.

Jesús no tomó la cruz pensando en que ese gesto lo inmortalizaría en la historia, ni por obligación, ni por compasión. Él la tomó por amor, porque sabía que así salvaría a la raza humana, porque de esa manera estaba saldando una deuda entre el ser humano y Dios. Jesús abrazó su cruz con amor infinito, y por los demás. Eso significa “tomar su cruz”

Y termina diciendo el Señor: “Y que me siga”. Seguirlo significa ir por donde Él va, caminar por las mismas baldosas de piedra rumbo al Calvario, caerse y levantarse una y otra vez, y mirando al Padre seguir caminando en silencio y orando. Seguirlo significa ofrecerse a sí mismo en bien de los demás, sin pedir nada a cambio, sin esperar recompensa alguna, solamente por amor y con amor.

Ahora sí podemos comprender al pobre Pedro, que reconocía al Mesías en la persona de Jesús, y se dolía al pensar todo lo que su amado maestro vaticinaba para sí mismo. Ahora sí nos damos cuenta de todo lo que nos falta por delante en el camino de la santidad, sobre todo contemplando nuestra fragilidad.

Pero no es cuestión de desanimarse. Sabemos que la carga es ligera y el yugo liviano, sabemos que adoramos a un Dios ansioso por perdonar, que no deja de amar, y que lleva en sus llagas la muestra de su amor por redimirnos.

¡Vamos, Jesús va por delante, señalándonos el camino con el rastro que deja su cruz en las baldosas, no nos rezaguemos, porque con Él va la salvación y la felicidad!

martes, 8 de septiembre de 2009

María, Causa de nuestra alegría

Fuente: Catholic.net

Autor: Pedro García, misionero claretiano

Se ha observado muchas veces dentro de nuestro entorno religioso que las almas amantes de la Virgen María gozan y esparcen una alegría especial. Es un hecho comprobado y que nadie puede negar. La Virgen arrastra a multitudes hacia sus santuarios. Ante su imagen se congregan las gentes con flores, con velas, y rezan y cantan con fervor y entusiasmo inigualable. Y sobre ese ambiente flota un aire de paz y de alegría que no se da en otras partes. ¿Por qué será?... Una respuesta nos sale espontánea de los labios, y no nos equivocamos: ¡Pues, porque están con la Madre!...

Si esta es la razón más poderosa. Entonces, si queremos vivir alegres, y ser además apóstoles de la alegría para desterrar de las almas la tristeza, ¿por qué no contamos más con María?...

Partamos de la realidad familiar. Se trata de un hogar bien constituido. La madre ha sido siempre el corazón de ese hogar y los hijos se han visto siempre también amparados por el calor del corazón más bello que existe. ¿Puede haber allí tristeza?...

Aún podemos avanzar un poco más en nuestra pregunta, y plantear la cuestión de otra manera diferente.

Se trata de un hijo que viene con un fracaso espantoso, del orden que sea. No sabe dónde refugiarse. Pero llega a la casa y se encuentra con la madre que le está esperando. ¿Cabrá allí la desesperación? ¿Dejarán de secarse las lágrimas de los ojos? ¿Volverán los labios a sonreír?...

Todas estas cuestiones están de más. Sabemos de sobra que el amor de una madre no falla nunca. Y al no fallar su amor, al lado de ella la tristeza se hace un imposible.

Esto que nos pasa a todos en el seno del hogar cuando contamos con la bendición de una madre, es también la realidad que se vive en la Iglesia. Dios ha querido que en su Iglesia no falte la madre, para que en esa casa y en ese hogar del cristiano, como es la Iglesia, no sea posible la tristeza, pues se contará en ella con el ser querido que es siempre causa de alegría.

Por eso Cristo, moribundo en la Cruz, declaró la maternidad espiritual de María, nos la dio por Madre, y nosotros la aclamamos gozosos: ¡Madre de la Iglesia!.

Por eso el pueblo cristiano, con ese instinto tan certero que tiene --como que está guiado por el Espíritu Santo-- llama a María Causa de nuestra alegría.

Unos jóvenes ingeniosos, humoristas y cristianos fervientes, hicieron suyo un eslogan publicitario, que aplicaron a María y lo cantaban con ardor:

- Y sonría, sonría, con la protección de la Virgen cada día.

Habían cambiado el nombre de una pasta dentífrica por el nombre más hermoso, el de la Virgen. ¡Bien por la imaginación de nuestros simpáticos muchachos!...

Esos jóvenes cantaban de este modo su ideal y pregonaban por doquier, de todos modos y a cuantos quisieran oírles, su amor a la más bella de las mujeres.

Amar a la Virgen es tener el alma llena de juventud, de ilusiones, de alegría. Un amar que lleva a esparcir siempre en derredor ese optimismo que necesita el mundo.

Amar y hacer amar a la Virgen alegra forzosamente la vida. La mujer es el símbolo más significativo del amor, el ser más querido del amor, el difusor más potente del amor.

Y mujer como María no hay, la mujer más bella salida de la mano de Dios.

María, al dar amor, llenará de alegría, de canciones y de flores el mundo; porque, donde existe el amor, no mueren ni menguan nunca la felicidad, la belleza, el cantar...

Alegría y cantar de los que el mundo moderno está tan necesitado.

Alegría la más sana. Cantar el más puro a la más pura de las mujeres.

Con María, las caras aparecen radiantes, con la sonrisa siempre a flor de labios, como un rayo primaveral.

Ser apóstol de María es ser apóstol de la felicidad.

Llevemos María al que sufre soledad, y le haremos sonreír.

Llevemos María al tímido, y lo convertiremos en decidido y emprendedor.

Llevemos María al triste, y el que padece comenzará a disfrutar.

Llevemos María al anciano, y lo veremos volver a los años felices de la juventud.

Llevemos María al pecador, y veremos cómo el culpable vuelve muy pronto a su Dios.

Llevemos María a nuestro propio hogar, y veremos lo que será nuestra familia con dos madres juntas, que no son rivales celosas, sino dos amigas inseparables.

Llevemos María a nuestros amigos, ¡y sabremos lo que es amarnos con una mujer como Ella en medio del grupo!...

Hemos dicho antes que la piedad cristiana, siempre conducida por el Espíritu Santo, llama a la Virgen: Causa de nuestra alegría.

No puede ser de otra manera. Porque María nos trae y nos da siempre a Jesús, el que es el gozo del Padre, el pasmo de los Angeles, la dicha colmada de los Santos.

Como los jóvenes aquellos, junto con la plegaria, tenemos siempre en los labios el nombre de María, y sabemos decirnos:

- Sonría, sonría, con la protección de la Virgen cada día...

Videos Provida: Película "Dinero con sangre"