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sábado, 25 de julio de 2009

Aplicando el Evangelio del domingo

Los milagros de hoy

El seguir a Jesús debió ser algo sumamente agotador en esa época. Debemos pensar en el calor de Israel, incrementado muchas veces por la aglomeración de tanta gente (contando solo los hombres eran 5.000), todos tratando de estar cerca al Maestro, para poder escuchar lo que decía o tocarlo, o lograr que Él los tocara, todos apretujados, empujándose, hablando a gritos, las mujeres agarrando a los niños, los niños tratando de respirar aire fresco, el polvo que se levantaba, ¡Un lío tremendo!

Toda esa gente reunida con la curiosidad y la esperanza de recibir o presenciar algún milagro que les soluciones problemas de salud o dificultades de cualquier tipo. El objetivo de la mayoría era presenciar alguno de los milagros del Señor, pues ya habían oído a los apóstoles hablar de ellos en sus predicaciones por los pueblos de la región.

¿Cuántos de nosotros no hacemos lo mismo? Nos deleitamos de las cosas del mundo, hasta que alguna enfermedad, alguna desgracia o alguna necesidad imposible de solventar, nos hacen darnos cuenta de nuestra impotencia y nuestra pequeñez, y entonces elevamos los ojos al cielo implorando por un milagro… Y generalmente, se da, aunque muchas veces no en la forma y con la rapidez que nosotros queremos.

La fuerza que Jesús utiliza para realizar los milagros, es el amor. Sin ella, sin el amor como origen y destino, el milagro no se puede dar. De ahí que la mejor manera que tenemos para evitar los milagros en nuestras vidas, es anidar en nuestros corazones el odio, el egoísmo, el orgullo, la mentira o la indiferencia. Así no se nos dan milagros, a todos ellos los podemos nombrar como extintores de milagros.

Lo interesante de este Evangelio, es que Juan nunca lo nombra como milagro, sino como “signo, señal”, y en efecto, Jesús y sus obras, son el signo por excelencia, de que Dios tiene sus ojos puestos en nosotros, y que quiere que a través de Jesús veamos su rostro de Padre amante y cuidadoso.

Así como el Padre necesitó de Jesús para mostrarnos su amor, así también Jesús necesitó de un muchacho para realizar el milagro. Para que el amor obre maravillas, es preciso partir siempre de lo que tenemos. Nuestros panes y pescados (aquello que tenemos en el corazón), por más pequeños que sean, por más débiles que nos parezcan frente al tamaño de nuestras necesidades o nuestras enfermedades, siempre serán suficientes para que Jesús los multiplique, y lo hará con tanta largueza, que sobrarán también canastos que podrán solucionar las necesidades de otros hermanos. Jesús espera sentado en la montaña a que se los ofrezcamos, para realizar su milagro.

El peligro que corremos, es que una vez saciada nuestra hambre, Jesús nos pide recoger todo lo que sobra, aclarando que “no se pierda nada”, o sea, que lo recibido, sea guardado con cuidado, que no quede tirado en el suelo, que no nos olvidemos de sus regalos, porque son alimento, son vida que debemos atesorar, no vaya a ser que pronto estemos otra vez muertos de hambre en medio del desierto.

Es muy necesario recordar esta parte de la reflexión, porque lo que suele suceder, es que una vez pasada la necesidad, una vez realizado el milagro, y cuando volvemos a respirar con tranquilidad, seremos tentados a volver a lo de antes, a la vida que nos llevó a la angustia y las penas que vivimos antes, olvidando otra vez a Jesús, su amor y sus enseñanzas. Por eso Él dijo: “Cuando vuelva el Hijo del Hombre, ¿Encontrará fe en la tierra?” (Lc 18:8)

Circula en Internet un relato que me pareció oportuno copiar a contiunuación:

Teresa tenía 8 años cuando oyó a sus padres que hablaban de su hermanito Andrés. Todo lo que supo era que su hermanito estaba muy enfermo y que no tenían dinero para la operación.

Teresa oyó decir a su padre: "Sólo un milagro puede salvar a Andrés".

Teresa fue a su habitación y contó cuidadosamente las monedas que había ahorrado. Se fue a la farmacia y le dijo al farmacéutico: "Mi hermano está muy enfermo y quiero comprar un milagro. ¿Cuánto cuesta un milagro?" "Lo siento, pero aquí no vendemos milagros. No puedo ayudarte", le contestó.

El hermano del farmacéutico que estaba allí en aquel momento se agachó y le preguntó a la niña: "¿Qué clase de milagro necesita tu hermanito?" No lo sé. Mi madre dice que necesita una operación y quiero pagarla con mi dinero.

"¿Cuánto dinero tienes?" le preguntó. “Tengo un dólar y cinco centavos”. Estupendo, qué coincidencia, sonrió el hombre, eso es exactamente lo que cuesta un milagro para los hermanitos. Cogió el dinero de la niña y le dijo: "Llévame a tu casa. Veamos si tengo la clase de milagro que necesitas".

Ese hombre, el hermano del farmacéutico, era el Doctor Carltom Armstrong, un cirujano. Y operó al niño gratis. "Esa operación, susurraba la madre, ha sido un verdadero milagro. Me pregunto cuánto habrá costado." Teresa sonreía, ella sí sabía lo que había costado, un dólar y cinco centavos, más la fe de una niña.

¡Ánimo!, Tengamos siempre listas nuestras moneditas con la sencillez, la humildad y la fe de esta niña, y estemos seguros de que nuestro milagro se realizará.

Videos Provida: Película "Dinero con sangre"