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miércoles, 16 de junio de 2010

El que ama mucho


Autor: Colaborador anónimo

Nuestra Santa Madre Iglesia, con la sabiduría del Espíritu Santo, nos guía en el camino de la verdad y la vida, que es Jesús, en la liturgia de la palabra de cada domingo. En la correspondiente al pasado domingo 13, encontramos, en sus lecturas y oraciones, los pasos y reflexiones necesarios para encontrarnos con la esperanzadora Misericordia de Dios, vencedora del pecado, a saber:

1.- La inmensa bondad del Creador de todas las cosas, de nuestra vida misma, que nos las ha dado gratuitamente y que, respetando nuestra libertad por Él concedida sólo nos pide amar;

2.- La gratitud que debemos mostrar a nuestro Creador, porque, reuniendo en Sí todo el Poder y la Gloria, se abaja a nosotros;

3.- La necesidad de reconocernos pecadores, ver hacia dentro, a nuestro interior, examinarnos para vernos tal como somos, impuros, necesitados de Dios para transformarnos en puros; así como la obligación de abstenernos de analizar o detenernos a ver los pecados del prójimo.

4.- Al reconocernos pecadores, por un profundo y detenido examen de conciencia, sentir dolor por ellos, por nuestra falta de santidad e ir, humildes y penitentes, como el publicano en el templo, clamando perdón a nuestro Creador, con el firme propósito de no volverlos a cometer.

5.- Ratificar la esperanza fundada de que, si en verdad nos arrepentimos y pedimos perdón, de Dios obtendremos siempre su infinita Misericordia.

6.- Hacernos conscientes de que nada que hagamos nos puede llevar a pensar que somos mejores que otros o merecer más amor de Dios que otros, porque, lo impuro no puede, por sí solo, transformarse en puro y Dios ama a buenos y malos y hace llover para justos y pecadores.

7.- Decidir nuestra conversión cada día, cambiar el rumbo nuestro, nuestra voluntad, para no ser nosotros los que vivimos, sino permitir , como dice San Pablo, que sea Cristo quien en nosotros viva, haciendo Su Voluntad y no la nuestra, renunciando a nosotros mismos.

En el Evangelio destacaremos tres diferentes actitudes:

a).- La del Fariseo que ignora sus muchos pecados, que se desentiende de los hermanos que más lo necesitan (los que no conocen a Dios), que se cree perfecto por cumplir los múltiples mandatos de la Ley Judaica, que emite juicios sobre aquella a quien consideró mujer de mala vida y sobre nuestro Señor a quien tachó de falso profeta, pero que habiendo invitado a Jesús a su casa se desentiende de las más elementales normas de cortesía y caridad como besar al huésped, ungirlo con aceite, ayudarle con las abluciones.

b).- La de aquella mujer de quien sólo se nos dice era de “Mala Vida”, pero podríamos pensar que era simplemente una persona como cualquiera de nosotros que no cumple con las normas sociales y religiosas de nuestro tiempo, pero cuya actitud doliente revela el conocimiento de sus pecados, de “esa mala vida” y el arrepentimiento por ello, a grado tal que ni siquiera se puso delante de Jesús llorando, enjugando y lavando sus pies, besándolos y ungiéndolo con el perfume, lo cual le mereció de nuestro Señor la absolución de sus pecados “porque ha amado mucho”. Esto nos recuerda que la caridad perdona muchos pecados. Nos queda clara la inmensa misericordia de Dios ante el arrepentimiento y el dolor por los pecados. Las palabras de Jesús “al que poco se le perdona poco ama” nos invitan a hacer un examen de conciencia y descubrir, con dolor, las muchas maneras en que hemos ofendido a Dios y al prójimo; revisar si a veces actuamos como fariseos que se ocupan de ver los pecados y defectos de los demás, y pensar en los propios para actuar como el publicano en el templo que desde muy lejos del altar y sin levantar la vista, de rodillas, contrito y entristecido clamaba perdón.

c).- La de Jesús. Que inmensa dicha saber que Dios nos ama, así, como somos, impuros y pecadores; saber que Dios está pronto a perdonarnos cuando exclamemos como el hijo pródigo “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, ya no merezco llamarme hijo tuyo…” y Él, misericordioso, ni siquiera nos permite terminar la frase del perdón para ordenar que se nos ponga el anillo, la capa, las sandalias y que se sirva el banquete para el hijo. No hay pecado que el Rey de Reyes no perdone, excepto el pecado contra el Espíritu Santo (no arrepentirse). Arrepintámonos pues y, con la confianza en nuestro Creador acerquémonos a la confesión con la firme intención de no volver a ofender a nuestro Dios.

Bien nos dice San Pablo en su carta a los Gálatas (2da. Lectura) que nada que hagamos nosotros por nosotros mismos nos hará santos, porque no es el cumplimiento de la Ley como hemos merecido la gracia, sino por creer en Jesús. Pero creer en Él no es confesarlo solamente con la boca sino también con el corazón, porque cuando creemos en Jesús con el corazón entonces no sólo lo reconocemos como Dios sino que también hacemos lo que Él ha dispuesto, y en ese mismo sentido nuestra Madre Santísima nos recuerda con su inmenso cariño de madre en las Bodas de Cana “Hagan todo lo que Él les mande”; Y nuestro Padre Dios, con similar intención, en el Tabor, al referirse a Su Hijo Amado, Su Elegido, nos invita a seguirlo, como María, diciéndonos ¡escúchenlo!.

Nos vamos dando cuenta de que solos, sin la ayuda de Dios, no podemos llegar a amar como Él nos ama; que si bien nuestro espíritu es fuerte, también lo es que nuestra carne es débil. En nuestra recta conciencia, con humildad debemos reconocer constantemente nuestra debilidad y la grandeza del Señor; que requerimos constantemente de su Santo Espíritu en la oración, en la lectura de las Sagradas Escrituras, en la Eucaristía, en las obras de misericordia; tener conciencia de que necesitamos a Jesús como los sarmientos a la vid, en unión permanente, tomados de su mano. Siendo impuros de origen, por más sacrificios y renuncias que hagamos, por sí solos nuestros esfuerzos no pueden transformarnos en puros ni obtener así el perdón de los pecados. Necesitábamos una víctima sin mancha ni defecto, y la inmensa misericordia de nuestro Dios nos dio el más grande regalo de su amor como expresa la Iglesia antes de la proclamación del Evangelio: “Dios nos amo y nos envió a su Hijo, como víctima de expiación por nuestros pecados” (1 JN 4, 10 ). Él, sólo Él, Puro desde la eternidad, nos ha conseguido gratuitamente el perdón de nuestros pecados.

Videos Provida: Película "Dinero con sangre"