“Al irse Jesús de allí, volvió a su tierra, y sus discípulos se fueron con él. Cuando llegó el sábado, se puso a enseñar en la sinagoga y mucha gente lo escuchaba con estupor. Se preguntaban: «¿De dónde le viene todo esto? ¿Y qué pensar de la sabiduría que ha recibido, con esos milagros que salen de sus manos? Pero no es más que el carpintero, el hijo de María; es un hermano de Santiago, de José, de Judas y Simón. ¿Y sus hermanas no están aquí entre nosotros?» Se escandalizaban y no lo reconocían. Jesús les dijo: «Si hay un lugar donde un profeta es despreciado, es en su tierra, entre su parentela y en su propia familia.» Y no pudo hacer allí ningún milagro. Tan sólo sanó a unos pocos enfermos imponiéndoles las manos. Jesús se admiraba de cómo se negaban a creer.” (Mc 6,1-6)
Una lectura de 9 líneas, que nos muestra ese particular cinismo con que acostumbramos los seres humanos a juzgarnos unos a otros, y en este caso especial, cómo la consecuencia es siempre la pérdida del juzgador. “Y no pudo hacer allí ningún milagro” La gente de Nazaret seguramente que se quedó muy satisfecha por haber callado la sabiduría que reconocían, (pero no disfrutaban), que salía de los labios del Señor, y nunca se enteraron de todas las otras maravillas que seguramente Jesús quería realizar en su tierra natal.
La simple lectura, o la escucha distraída de
Y así salimos de
Es que
Es doloroso ver cómo mientras se lee el Evangelio o el sacerdote da la homilía, nuestra actitud es totalmente lejana, ausente, irrespetuosa. Es como si la semilla cayera en el camino dominical. Cae en la tierra seca y polvorienta de nuestras pequeñeces, y permanece allá hasta ser pisada y olvidada en nuestro caminar en búsqueda precisamente de aquello que esas semillitas nos ofrecen en abundancia.
El Evangelio de este domingo, está como pintado para ser aplicado colocándonos nosotros en el papel de los paisanos de Jesús, que solemos decir entre risas y chistes: “Ese padrecito no sabe hablar”, “me cansa ir a oír hablar al curita ese”, o como tantos y tantos jóvenes que están sentados frente al altar, pero sus mentes están atrás, a los costados, o en sus cabellos mojados
¿Y las semillas? ¡Como si no se hubieran sembrado! ¿Y las respuestas de Jesús a nuestros pedidos, a nuestras oraciones? ¡Como si no se nos hubieran dado!, ¿Y todas las maravillas que Jesús quisiera hacer en nosotros? ¡Como si no se hubieran necesitado!
Qué triste fue la actitud mezquina y despectiva de los habitantes de Nazaret, pero de verdad, qué parecida a muchas de nuestras actitudes de cada día ¿no?
¿Y con referencia a nuestra comunidad, llámese familia, grupo, apostolado, oficina, el ambiente en que Jesús nos ha puesto? Justo es comenzar aceptando que no estamos donde estamos por ser buenos, inteligentes, trabajadores o superhéroes, sino simplemente porque Cristo así lo quiso. Él no nos quiere junto a Él porque somos buenos, sino para que seamos buenos.
Si partimos de esa premisa a la luz de este Evangelio, entonces podemos ver que no se trata de que conocemos a los que nos rodean, y que ya sabemos dónde y cómo cojean. Se trata de que si nos esforzamos por verlos con los ojos de Jesús, encontraremos en cada uno de nuestros hermanos, joyas preciosas que nos permitirán agradecer y alabar a Dios por haberlos puesto junto a nosotros.
Los paisanos de Jesús asistían a la sinagoga cada semana, igual que nosotros asistimos al templo. Oraban a Dios asiduamente, igual que nosotros. Conocían las celebraciones religiosas, igual que nosotros. Daban sus limosnas y donaciones igual que nosotros, habían convivido con Jesús muchos años, igual que nosotros. Sin embargo, ellos no quisieron ver al Hijo de Dios que pasaba a su lado lleno de amor y de gracia repartiendo milagros, perdón, curaciones y liberación, no hicieron el esfuerzo para verlo con ojos de humildad, con los ojos del corazón abierto y hambriento… ¿igual que nosotros?