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viernes, 3 de julio de 2009

¡Qué paisanos que tenía Jesús!

Al irse Jesús de allí, volvió a su tierra, y sus discípulos se fueron con él. Cuando llegó el sábado, se puso a enseñar en la sinagoga y mucha gente lo escuchaba con estupor. Se preguntaban: «¿De dónde le viene todo esto? ¿Y qué pensar de la sabiduría que ha recibido, con esos milagros que salen de sus manos? Pero no es más que el carpintero, el hijo de María; es un hermano de Santiago, de José, de Judas y Simón. ¿Y sus hermanas no están aquí entre nosotros?» Se escandalizaban y no lo reconocían. Jesús les dijo: «Si hay un lugar donde un profeta es despreciado, es en su tierra, entre su parentela y en su propia familia.» Y no pudo hacer allí ningún milagro. Tan sólo sanó a unos pocos enfermos imponiéndoles las manos. Jesús se admiraba de cómo se negaban a creer.” (Mc 6,1-6)


Una lectura de 9 líneas, que nos muestra ese particular cinismo con que acostumbramos los seres humanos a juzgarnos unos a otros, y en este caso especial, cómo la consecuencia es siempre la pérdida del juzgador. “Y no pudo hacer allí ningún milagro” La gente de Nazaret seguramente que se quedó muy satisfecha por haber callado la sabiduría que reconocían, (pero no disfrutaban), que salía de los labios del Señor, y nunca se enteraron de todas las otras maravillas que seguramente Jesús quería realizar en su tierra natal.


La simple lectura, o la escucha distraída de la Biblia, como suele suceder en gran parte de los católicos que asisten a la celebración de la Santa Misa cada domingo (como un favor que hacen a Dios o un acto social semanal de tradición), suele ser tomada como la repetición de una novela que ya hemos leído. Sabemos de qué se trata, qué hizo Jesús, y por lo tanto, ya ni la escuchamos.


Y así salimos de la Misa, sin alimento ni efecto de ninguna clase. Ni nos damos cuenta de que en las lecturas, el Señor está derramando semillas de vida eterna a manos llenas, destinadas a germinar y convertir la aridez de nuestros días en campos verdes llenos de flores, paz y felicidad.


La Palabra de Dios, es infinita, puesto que el Verbo de Dios, o sea Jesús mismo, es infinito. Pero nos perdemos sus efectos maravillosos, igual que los paisanos de Jesús, porque creemos conocerlo todo por alguna lectura aislada que hicimos o alguna película en la que vimos pasar la vida de Jesús por dos horas llenas de sentimientos que desaparecen en cuanto se enciende la luz.


Es que la Biblia no ha sido escrita en latín, ni griego, ni español o inglés. La biblia ha sido escrita inspirada por el Espíritu Santo, en el idioma del Espíritu Santo, y solo puede ser entendida y comprendida cuando se la lee con el espíritu, con el alma atenta y el corazón abierto, porque es esa la vía, más segura que tenemos para poder comprender a Dios.


Es doloroso ver cómo mientras se lee el Evangelio o el sacerdote da la homilía, nuestra actitud es totalmente lejana, ausente, irrespetuosa. Es como si la semilla cayera en el camino dominical. Cae en la tierra seca y polvorienta de nuestras pequeñeces, y permanece allá hasta ser pisada y olvidada en nuestro caminar en búsqueda precisamente de aquello que esas semillitas nos ofrecen en abundancia.


El Evangelio de este domingo, está como pintado para ser aplicado colocándonos nosotros en el papel de los paisanos de Jesús, que solemos decir entre risas y chistes: “Ese padrecito no sabe hablar”, “me cansa ir a oír hablar al curita ese”, o como tantos y tantos jóvenes que están sentados frente al altar, pero sus mentes están atrás, a los costados, o en sus cabellos mojados

¿Y las semillas? ¡Como si no se hubieran sembrado! ¿Y las respuestas de Jesús a nuestros pedidos, a nuestras oraciones? ¡Como si no se nos hubieran dado!, ¿Y todas las maravillas que Jesús quisiera hacer en nosotros? ¡Como si no se hubieran necesitado!


Qué triste fue la actitud mezquina y despectiva de los habitantes de Nazaret, pero de verdad, qué parecida a muchas de nuestras actitudes de cada día ¿no?


¿Y con referencia a nuestra comunidad, llámese familia, grupo, apostolado, oficina, el ambiente en que Jesús nos ha puesto? Justo es comenzar aceptando que no estamos donde estamos por ser buenos, inteligentes, trabajadores o superhéroes, sino simplemente porque Cristo así lo quiso. Él no nos quiere junto a Él porque somos buenos, sino para que seamos buenos.


Si partimos de esa premisa a la luz de este Evangelio, entonces podemos ver que no se trata de que conocemos a los que nos rodean, y que ya sabemos dónde y cómo cojean. Se trata de que si nos esforzamos por verlos con los ojos de Jesús, encontraremos en cada uno de nuestros hermanos, joyas preciosas que nos permitirán agradecer y alabar a Dios por haberlos puesto junto a nosotros.


Los paisanos de Jesús asistían a la sinagoga cada semana, igual que nosotros asistimos al templo. Oraban a Dios asiduamente, igual que nosotros. Conocían las celebraciones religiosas, igual que nosotros. Daban sus limosnas y donaciones igual que nosotros, habían convivido con Jesús muchos años, igual que nosotros. Sin embargo, ellos no quisieron ver al Hijo de Dios que pasaba a su lado lleno de amor y de gracia repartiendo milagros, perdón, curaciones y liberación, no hicieron el esfuerzo para verlo con ojos de humildad, con los ojos del corazón abierto y hambriento… ¿igual que nosotros?

Dios perdona siempre


Fuente: Catholic.net

Autor: P. Mariano de Blas LC

Todos recordamos aquella escena en la que una gran muchedumbre traía a una mujer sorprendida en adulterio. Venían con piedras en las manos, dispuestos a apedrearla. Jesús les dijo, retándoles: “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”. Y ese Jesús, al ver que nadie le tiraba piedras, le dice: “¿Nadie te ha condenado, mujer? Yo tampoco te condeno”.

Agradecemos inmensamente a San Lucas que nos haya hecho este reportaje trágico y estupendo al mismo tiempo, que podría titularse: “Cómo condenan los hombres. Cómo perdona Dios”.

Por experiencia sabemos que los hombres no perdonan ni olvidan; pero es un alivio oír de labios de Jesús aquellas palabras: “Yo tampoco te condeno”; porque todos sentimos en lo más hondo del alma la necesidad grande y dolorosa de que Dios nos perdone.

No es difícil aparentar ante los demás ser hombre de bien o mujer honesta, pero ante Dios, no queramos guardar las apariencias, porque no podemos. En el fondo, Dios nos asusta. Y algunas veces nos preguntamos seriamente: ¿Podrá Dios perdonarme a mí? Hay algunos que ya no se lo preguntan, sino que se dicen a sí mismos con una tremenda seriedad: “Yo no tengo perdón de Dios”. Es la misma frase que debió decir Judas cuando vio que su traición le costó la vida a Jesús: “He pecado entregando sangre inocente”. ¡Muy bien dicho!.

Entró en el templo y arrojó 30 monedas en la cara de los sacerdotes y escribas. ¡Muy bien hecho! Judas todavía conservaba algo bueno. Esa frase y esas monedas fueron dos hechos grandes dignos de un buen hombre. Pero en ese momento en que pudo cambiar totalmente su vida, se atravesó en su mente una desesperada y terrible convicción: ¡No tengo perdón de Dios, no tengo perdón de Dios! Y fue y se ahorcó.

En vez de volver a ver a Cristo, a pedir perdón, nos vamos ahorcando poco a poco en la desesperación. Seguimos los mismos pasos y los mismos pensamientos: “He pecado muchas veces, ya no me puede perdonar Dios”.

Quizá también tiramos las monedas a la cara del demonio o de una persona, pero nos falta el paso más importante, el mismo que le faltó a Judas, el que salvó a Pedro: las lágrimas de arrepentimiento.

El error del traidor fue pensar que Cristo no lo quería perdonar, que era demasiado. Pero se equivocó. Aquella misma noche Cristo lo había invitado a su mesa, a cenar con Él. Le lavó los pies con delicadeza y lo llamó amigo en el mismo momento que lo vendía.

Pedro hizo algo más grave que Judas: renegó tres veces de Él, del mismo Dios, pero no desesperó; aquella mirada de Cristo se lo aseguró. Mientras Judas se suicidaba abriéndose las entrañas, así lo dice el Evangelio, el rudo pescador de Galilea lloraba como un niño a las puertas de la casa de Caifás.

Han pasado 20 siglos de historia desde aquel día. Han existido muchos seguidores de Judas y Pedro. ¿A quién de los dos prefieres imitar?

Confía en Dios y acertarás. Hace mucho tiempo que Cristo te espera. Es una cita de perdón, para decirte con un amor tan inmerecido como cierto: “Yo tampoco te condeno, ve y no vuelvas a pecar...”

Pedro y Judas representan a dos clases de hombres; todos pecamos como ellos: Judas vendiéndolo, Pedro negándolo. Pero Judas se ahorcó de un árbol y Pedro lloró confiadamente su pecado. Esa es la diferencia.

jueves, 2 de julio de 2009

Homenaje a un padre anciano

Viejito amado:
Los seres humanos casí nunca tenemos el don de la expresión oral coherente e inspirada, normalmente expresamos nuestros pensamientos y sentimientos cuando los ponemos por escrito, espero que esto se cumpla esta vez.
Me permito escribirte en nombre de mis hermanos y el mio y se que lo que aquí se exprese está en el corazón de cada uno de tus nosotros.
Todos estamos ya mayores, canando hace mucho y como todo en la vida empezamos a mirarla de diferente manera pues las experiencias te van formando y transformando, las buenas experiencias así como las malas van dejando su huella y el pasar de los años nos convierten en seres más reflexivos y menos impulsivos, las buenas cosas que Dios nos regalo empiezan a aflorar desde lo profundo de nuestro entendimiento, nos volvemos contemplativos de Su increíble creación y apreciamos todo con singular admiración.
En esas reflexiones y viendo el mundo con ese detenimiento y a veces con tristeza e impotencia, es que uno llega a comprender la grandeza de seres como TÚ. Cuando eramos jovenes ni nos deteniamos a pensar el valor de tu forma de ser y quizas, la mayoria de las veces, criticabamos tus actitudes, tu forma de criarnos y educarnos; sin entender como ahora de todos los beneficios que estabas acumulando en nosotros. No seremos las mujeres y hombres más exitosos dentro los parámetros humanos pero eso si somos los más ricos dentro de los que Dios más aprecia. Nuestra familia criada y crecida en un ambiente donde se combinaban el amor y la educación, la tenemos ahora madura y unida, pues de lo único que se alimento fue de amor, no hubierón sentimientos ni necesidades mezquinas o ruines para tenerla como está.
Y eso gracias a ti y a nuestra viejita, que seguramente por inspiración de Nuestro Señor nos han llevado por los caminos correctos que solo conducen a mantener a una família unida y amorosa como la nuestra.
Gracias por todo viejito amado, tú eres la luz que ha guiado nuestras vidas con tu ejemplo de rectitud y honestidad, tú eres la piedra fundamental de toda está descendencia tuya y de la viejita, que quizas este desperdigada por este continente pero latiendo y viviendo las experiencias alegres y no tan alegres de cada uno de sus miembros, participando activamente en la lejanía de esos acontecimientos y orando día a día por cada querido ser perteneciente a esta grande y hermosa familia.
Dios y la Virgen te bendigan y protejan siempre, que este día sea pleno de Ellos y que nuestro amor te llegue de todas las formas posibles, para alegrar ese valiente y hermoso corazón.
Te amamos, mil felicidades viejo hermoso.
Tus hijos, yernos, nueras y nietos

De la mano de San Pablo

Por monseñor José Ignacio Munilla Aguirre

PALENCIA, sábado, 27 junio 2009 (ZENIT.org).- Publicamos el artículo que ha escrito monseñor José Ignacio Munilla Aguirre, obispo de Palencia, al concluirse el Año de San Pablo.

* * *

Coincidiendo con la Solemnidad de San Pedro y San Pablo, hace un año se inauguraba el Jubileo del Año Paulino, convocado por Benedicto XVI con motivo del dos mil aniversario del nacimiento del "Apóstol de los gentiles". Llegado el momento de su clausura, damos gracias a Dios porque, pasados estos doce meses, nos hemos familiarizado más con la vida y el legado espiritual de San Pablo, cuyas Cartas escuchamos con tanta asiduidad en las Eucaristías dominicales.

A lo largo de este año, se ha realizado un notable esfuerzo a distintos niveles, para dar a conocer su figura y su doctrina: homilías dominicales, publicación de biografías, conferencias divulgativas, congresos académicos, cursillos formativos sobre sus diversas Cartas, peregrinaciones tras las huellas de San Pablo por la llamada Ruta Paulina, películas, etc. De una forma especial, cabe destacar las veinte catequesis impartidas por el Papa, en los habituales encuentros que mantiene los miércoles con los peregrinos que acuden a Roma. La editorial de la Conferencia Episcopal Española (Edice), ha publicado estas bellísimas y profundas catequesis en un libro titulado Aprender de San Pablo, que bien pudiera servirnos para dejar grabado en nosotros el legado de este Año Paulino que ahora finaliza. Mención aparte merece la incorporación de las iglesias or todoxas a este Jubileo convocado por el Papa, tal y como anunció el Patriarca Ecuménico de Constantinopla, Bartolomé I.

Sólo los enamorados enamoran

La fuerza de San Pablo nace de su profunda experiencia interior: "Vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Ga 2, 20). Fundado en la conciencia de saberse amado incondicionalmente por Cristo, Pablo vive con radicalidad los consejos evangélicos: "Por mi parte, muy gustosamente me daré y me desgastaré totalmente por vosotros" (2 Co 12, 15). La consecuencia lógica de todo esto es que la figura de Pablo "arrastró" en su tiempo -y lo sigue haciendo en el presente- a muchísimas personas, al seguimiento de Cristo: "Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo" (1 Co 11, 1).

He aquí una de las intuiciones que más ha sido subrayada en este Año Paulino que llega a su fin: La Nueva Evangelización sólo podrá ser acometida con éxito por quienes estén "enamorados de Cristo". Las características del momento en que vivimos acentúan más, si cabe, esta convicción. La secularización interna de la Iglesia se caracteriza por un estilo de vida relajada, "alérgico" a cualquier sacrificio y renuncia, que se expresa con un discurso plano, en el que sólo se desarrollan los puntos de consenso con la cultura dominante. La experiencia nos demuestra que por este camino, todos los proyectos pastorales están condenados a la esterilidad.

San Pablo no buscó gratuitamente conflictos, pero tampoco los rehuyó cuando se presentaron. Nunca cedió a la tentación de procurar una falsa armonía con su entorno, sino que "combatió" decididamente con la espada de la palabra. En su ministerio apostólico no faltaron incomprensiones y disputas, tal y como él mismo reconoce: "Tuvimos la valentía de predicaros el Evangelio de Dios entre frecuentes luchas... Como sabéis, nunca nos presentamos con palabras aduladoras" (1 Ts 2, 2. 5).

Sin embargo, no podemos olvidar que la clave del ministerio de San Pablo no está en su espíritu combativo; sino que, más bien hemos de decir que, la clave del espíritu combativo de Pablo se explica por su "encuentro" con el Resucitado: "Todo lo juzgo como pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús. Por Él lo perdí todo, y todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo" (Flp 3, 8). Lo que motiva a San Pablo es el hecho de ser amado por Cristo, de donde se deriva un celo apostólico inagotable. El espíritu de lucha que muestra el Apóstol de los gentiles en sus Cartas, así como su capacidad de sufrimiento, es proporcional a su amor por Cristo.

La sabiduría de la cruz, cumbre del amor

La vida de San Pablo es un ejemplo práctico del mensaje evangélico que nos introduce en la sabiduría de la cruz: "Nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para nosotros (...), fuerza de Dios y sabiduría de Dios" (1 Co 11, 23). Aunque pueda parecer paradójico, la cruz es "sabiduría" para los judíos, porque revela el auténtico rostro de Dios, que el Antiguo Testamento sólo había podido mostrar parcialmente. Al m ismo tiempo, la cruz es "sabiduría" frente a la filosofía griega, demasiado segura de sí misma y de su lógica.

Gracias a Jesucristo, la cruz se ha convertido en la llave humilde que nos abre al misterio de la gracia divina. Así lo ha experimentado San Pablo a lo largo de toda su vida: "«Te basta mi gracia, porque mi fuerza se manifiesta en la flaqueza». Por tanto, con sumo gusto seguiré gloriándome en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo (...) porque cuando soy débil, entonces soy fuerte" (2 Co 12, 10).

Este es el regalo que nos da San Pablo como conclusión de su Año Jubilar: la sabiduría de la cruz, reveladora del amor. La cruz es el camino que certifica y autentifica el amor... ¡No te tengamos miedo a la cruz, porque sería tanto como tenerle miedo al amor! Es imposible acercarse a la figura de San Pablo sin re cibir una invitación a la conversión. ¡Glorifiquemos a Dios por la vida de Saulo de Tarso, testigo del amor apasionado de Dios por cada uno de nosotros y de la respuesta ardiente de quienes se dejan alcanzar por la llamada divina!

Videos Provida: Película "Dinero con sangre"