La Paz sea con ustedes
Las primeras palabras del Señor a sus apóstoles que estaban reunidos en el Cenáculo en Jerusalén, fueron: “La paz esté con ustedes”. ¡Qué Señor maravilloso este, que no puede evitar mostrar su amor y su ternura.
La paz de Jesús, es el adelanto más seguro del cielo, pues no se trata de la paz que comprendemos por ausencia de guerras o de peleas, sino de la paz de espíritu, el reposo del alma, que en presencia del Salvador, se inclina ante su majestad, y entrega sus fatigas, sus luchas internas, sus temores y sus miedos más profundos.
La paz que Jesús nos deja, no quiere decir que desaparecerán los problemas diarios de la vida, de ninguna manera, ni que se curarán nuestros enfermos, que desaparecerán las angustias económicas, que los seres humanos nos volveremos ángeles volando por los aires. La paz de Cristo, es la certeza de que esos problemas, esas enfermedades, esa pobreza o esa injusticia, pueden ser contempladas desde otros ángulos de vista, y que siempre es posible sacar cosas buenas de nuestras tragedias.
La paz de Cristo es el amor compartido, es la entrega sincera y sencilla, es el reconocimiento de mis limitaciones unido a la admiración por las posibilidades de mis hermanos, y la seguridad de que unidas ambas en nombre del Salvador, significan la solución, la luz al final del camino. Ese fue el deseo de Jesús, ese es el deseo que tiene Él por cada uno de nosotros, cada mañana, en cada Misa, en cada trabajo, al salir y al llegar a nuestra casa, al levantarnos y al acostarnos.
Si hacemos un minuto de silencio en la noche, y reflexionamos en nuestro día, seguramente podremos escuchar su voz llena de cariño: “La paz sea contigo, alma amada, descansa en Mí”.
Una pregunta interesante, es porqué, si Jesús había realizado el milagro más grande jamás visto (había resucitado al tercer día de muerto), entonces, ¿por qué conservó las llagas de los clavos y la lanzada en el costado? Su cuerpo, ya era glorioso, Él estaba camino al trono que le reservaba su Padre, entonces, ¿por qué mantener esas huellas tan terribles?
Es que Él quiere mostrarnos, que aún glorioso, aún siendo Rey del Universo, sigue siendo el mismo Jesús, manso y humilde que recorrió los caminos de Galilea, Él no se ha alejado de nosotros, de nuestros duros corazones, que –como lo estamos viendo en estos días- siguen sin creer que su misión fue aceptada y aprobada por el Padre del cielo.
Con cuánto amor dejó en herencia su Santo Espíritu, que por medio de los apóstoles y sus sucesores nos administran el perdón a nuestros pecados, y sin embargo, seguimos viendo a diario cómo los humanos nos ufanamos en denigrar cada día con más placer su Nombre y su Imagen en su Iglesia.
¿Qué pasa con los seres humanos? ¿Por qué nos ensañamos precisamente con el único que habla de amor, de concordia, de tolerancia y de paz, como si atacar a quien no daña a nadie nos produjera algún beneficio?
¿Es que acaso Jesús tiene que mostrarnos a cada uno de nosotros los agujeros de sus manos como si fuera conveniente para Él y no para nosotros, que nos demos cuenta de que solo en su enseñanza está la paz de la que habla todo el mundo?
¿Qué nuestra Iglesia tiene muchos curas alejados de su apostolado? Sí, es cierto. ¿Qué nuestra Iglesia está llena de errores, porque está manejada por nosotros los humanos, que también estamos llenos de errores? Sí, es cierto. ¿Qué existen muchas personas consagradas a Dios, que se sirven del Evangelio para sus propios fines en lugar de servir al Evangelio con devoción y santidad? Sí, es cierto.
¿Qué existen muchas personas lastimadas en su buena fe, por sacerdotes que no deberían llamarse tales, y que esa es una llaga que sangra fuertemente en nuestra alma católica? Sí, es cierto. El Señor Jesús, quiso dejar su Iglesia en esas manos humanas, miserables y sucias, en tus manos y en las mías junto a las de todos los sacerdotes, religiosos y consagrados del mundo, en las manos de todos los laicos, incluso en las de aquellos que atacan a su propia Iglesia con saña de lobos hambrientos.
Pero lo importante no son esas preguntas. Eso es sentarse sobre la inmundicia y ponerse a jugar con ella, porque lo cierto es que las únicas casas que no tienen basura, son las que están deshabitadas. Las preguntas importantes, aquellas que no se hacen los atacantes de la Iglesia, aquellas que jamás aparecerán en Discovery Channel, en el New York Times ni en ningún medio de comunicación, son las siguientes:
Y tú, como católico:
¿Qué has hecho hasta hoy, para que tu párroco no tuerza su camino? ¿Alguna vez mitigaste su soledad, escuchaste sus problemas, lo aconsejaste en sus dudas, lo apoyaste en sus debilidades? ¿Alguna vez preguntaste por esos seminaristas que pasan los fines de semana en el seminario porque no tienen dónde salir? ¿Procuraste hacerte amiga o amigo de una monjita, de esas que pasan sus días en medio de enfermos e indigentes absorbiendo dolor y amargura día tras día?
¿Porqué los medios de comunicación no publican cuántos miles de sacerdotes, consagrados y laicos pasan todas sus vidas junto a los leprosos o en los pabellones de sida? ¿Quiénes dedican sus vidas a acompañar a todos esos ancianos abandonados en todo en mundo, a alimentarlos, a lavarlos, a curarlos, y principalmente, a darles un poco de cariño, una mano para agarrar en el instante de la muerte?
¿Por qué no se publica la vida de tantos y tantos jóvenes que gastan su juventud en los pueblitos más lejanos, en las condiciones más extremas, en soledad y pobreza, donde el único acontecimiento del día es la celebración de la Santa Misa? ¿Porqué nadie habla de las veces que ese curita anciano se sienta solo a la mesa mientras el día decae y él sabe que solo le espera el frío y el silencio? ¿Dónde quedan las ansiedades de ese joven o las angustias de ese anciano?
Y como estas, muchas preguntas más, que seguramente cada uno de los lectores tiene. Son preguntas que salen del corazón lastimado de quienes amamos a nuestra Iglesia, porque somos parte de ella, porque de ella recibimos la guía y la luz del Espíritu santo, preguntas que en su conjunto, son un grito acallado por quienes siguen el ejemplo del humilde carpintero de Nazareth, que supo ser hombre aún siendo Dios.
No vaya a ser, que al fin de cuentas, sea en Buen Pastor el que salga en defensa de su rebaño, y que –como en el Evangelio de hoy- les diga: “Mete tu dedo en mis manos, mete tu mano en mi costado…” Seguramente fue un momento terrible para el pobre Tomás.
Personalmente, yo no quisiera recibir la respuesta, y ruego a Dios con todas mis fuerzas, porque no venga un día en el que Jesús me mire a los ojos y me diga: “Yo no te conozco”.
Sí, amo a mi Iglesia, porque es un regalo de Cristo, y haré todo lo que esté a mi alcance, para seguir amándola por lo que es, no por los defectos que puedan tener los humanos que la componemos, porque de veras, en la balanza hay muchísimo más de belleza que de basura.