La parábola de los dos hijos que Jesús planteó a los escribas del Templo, fue un planteamiento muy claro para evaluar las conductas, tanto del que dijo que no y al final fue, como del que dijo que sí, pero no fue a trabajar en la viña de su padre. Y la infinita riqueza de las parábolas de Jesús consiste en que tienen también infinitas maneras de aplicación.
Por nombrar alguna, diremos que recalca la obediencia a la orden del Padre, aún en contra de la propia voluntad. Nos plantea la reflexión de ver cuántas veces cada uno de nosotros ha recibido el mismo encargo, y siempre terminamos por no cumplir, con alguna disculpa y… hasta la próxima oportunidad.
Pero esta vez queremos detenernos en otra actitud. Aquella del que cumple la orden del Padre, pero no sin antes negarse a cumplirla. No nos detengamos en el hijo, puesto que ya los escribas calificaron su actitud. Por palabras del mismo Jesús, nos consideramos hijos del Padre. Así lo repetimos a diario cuando rezamos el Padrenuestro, y por eso es muy posible que más de una vez hayamos cumplido con sus pedidos en medio de refunfuños, gruñidos y enojos, y al final, nos sentimos con la tranquilidad del “deber cumplido” ¿no?
La pregunta es: ¿Cómo queda el corazón de ese Padre, que no hace otra cosa que amarnos, cuando con toda crudeza le decimos que no, aunque al final lo hagamos, de mal humor, y a medias? Todos los que somos padres, conocemos el sabor amargo de la negativa de un hijo, cuando tratamos de guiarlo en contra de su voluntad equivocada. Y creo que podemos imaginar a ese Dios amante, paciente y misericordioso, viviendo esa misma amargura, ese mismo dolor, cuando nos negamos a hacer algo, aunque luego lo hagamos a regañadientes.
Peor aún resulta de reflexionar sobre el corazón del Padre, cuando recibe un sí de nuestra parte, que finalmente no se cumple. “Lo voy a perdonar Señor” decimos, mientras seguimos pensando en hacerle sentir nuestro enojo de mil maneras. “Voy a mejorar mi carácter, ya no protestaré tanto ni maltrataré a mis hijos cuando no cumplan algo” repetimos, y a la primera oportunidad, nos falta boca para tratar de inútil, torpe, tonto al que vuelve a romper otro vaso de la vajilla, o se sale sin pedir permiso por enésima vez.
¿Qué pasará por el corazón del Padre, que escucha con alegría nuestras promesas en cada comunión, y segundos más tarde nos mira salir de la Misa con las mismas miserias que llevamos al ingresar? ¿Cómo será el dolor de Dios, cuando nos envía sus pedidos, sus encargos, y nos susurra sus deseos a través de las lecturas o la homilía, y no escuchamos, porque estamos absortos en el vecino, en los vestidos o los zapatos? Abruma pensar que ese Padre Amoroso, nos deja caer una lluvia de bendiciones al terminar cada Misa e instantes después, las dejamos con indiferencia en las puertas del templo.
Vistas las cosas de esta manera, es menester que consideremos que las actitudes de ambos hijos, son muy propias de nosotros los pecadores, y que tenemos la inclinación tanto a negarnos, así como a aceptar sabiendo que no vamos a cumplir.
¡Cuál es el modelo entonces? ¿A quién deberíamos tomar como ejemplo para seguir, y así estar seguros de contentar a nuestro Padre? Pues está muy claro, al Hijo que pasó su vida cumpliendo el encargo del Padre. A Aquel que entregó su vida en manos de sus hermanos, simplemente por amor, por su donación total y por conocer a fondo el corazón del Padre al que obedecía.
Aquel que en el momento más difícil, en la tentación más dura, en la angustia más espantosa, cubierto de sudor de sangre, dijo con humildad. ”Hágase tu voluntad y no la mía”. Ese es el Hijo que siempre está dando contento y gloria a su Padre. Es Jesús, ¡bendito sea!, que asume el papel de Buen Pastor, para vigilar por nuestras caídas y nuestras levantadas, para perdonarnos, lavarnos y volver a presentarnos ante el Padre, con la misma confianza y la misma esperanza de que sí, esta vez sí cumpliremos, y aceptaremos con alegría y fe cada una de las órdenes de nuestro Padre, que espera por nosotros en la puerta de la casa.
Por eso Jesús, el nombre sobre todo nombre, es nuestro modelo, nuestra meta, y el objetivo de nuestro corazón.
Por nombrar alguna, diremos que recalca la obediencia a la orden del Padre, aún en contra de la propia voluntad. Nos plantea la reflexión de ver cuántas veces cada uno de nosotros ha recibido el mismo encargo, y siempre terminamos por no cumplir, con alguna disculpa y… hasta la próxima oportunidad.
Pero esta vez queremos detenernos en otra actitud. Aquella del que cumple la orden del Padre, pero no sin antes negarse a cumplirla. No nos detengamos en el hijo, puesto que ya los escribas calificaron su actitud. Por palabras del mismo Jesús, nos consideramos hijos del Padre. Así lo repetimos a diario cuando rezamos el Padrenuestro, y por eso es muy posible que más de una vez hayamos cumplido con sus pedidos en medio de refunfuños, gruñidos y enojos, y al final, nos sentimos con la tranquilidad del “deber cumplido” ¿no?
La pregunta es: ¿Cómo queda el corazón de ese Padre, que no hace otra cosa que amarnos, cuando con toda crudeza le decimos que no, aunque al final lo hagamos, de mal humor, y a medias? Todos los que somos padres, conocemos el sabor amargo de la negativa de un hijo, cuando tratamos de guiarlo en contra de su voluntad equivocada. Y creo que podemos imaginar a ese Dios amante, paciente y misericordioso, viviendo esa misma amargura, ese mismo dolor, cuando nos negamos a hacer algo, aunque luego lo hagamos a regañadientes.
Peor aún resulta de reflexionar sobre el corazón del Padre, cuando recibe un sí de nuestra parte, que finalmente no se cumple. “Lo voy a perdonar Señor” decimos, mientras seguimos pensando en hacerle sentir nuestro enojo de mil maneras. “Voy a mejorar mi carácter, ya no protestaré tanto ni maltrataré a mis hijos cuando no cumplan algo” repetimos, y a la primera oportunidad, nos falta boca para tratar de inútil, torpe, tonto al que vuelve a romper otro vaso de la vajilla, o se sale sin pedir permiso por enésima vez.
¿Qué pasará por el corazón del Padre, que escucha con alegría nuestras promesas en cada comunión, y segundos más tarde nos mira salir de la Misa con las mismas miserias que llevamos al ingresar? ¿Cómo será el dolor de Dios, cuando nos envía sus pedidos, sus encargos, y nos susurra sus deseos a través de las lecturas o la homilía, y no escuchamos, porque estamos absortos en el vecino, en los vestidos o los zapatos? Abruma pensar que ese Padre Amoroso, nos deja caer una lluvia de bendiciones al terminar cada Misa e instantes después, las dejamos con indiferencia en las puertas del templo.
Vistas las cosas de esta manera, es menester que consideremos que las actitudes de ambos hijos, son muy propias de nosotros los pecadores, y que tenemos la inclinación tanto a negarnos, así como a aceptar sabiendo que no vamos a cumplir.
¡Cuál es el modelo entonces? ¿A quién deberíamos tomar como ejemplo para seguir, y así estar seguros de contentar a nuestro Padre? Pues está muy claro, al Hijo que pasó su vida cumpliendo el encargo del Padre. A Aquel que entregó su vida en manos de sus hermanos, simplemente por amor, por su donación total y por conocer a fondo el corazón del Padre al que obedecía.
Aquel que en el momento más difícil, en la tentación más dura, en la angustia más espantosa, cubierto de sudor de sangre, dijo con humildad. ”Hágase tu voluntad y no la mía”. Ese es el Hijo que siempre está dando contento y gloria a su Padre. Es Jesús, ¡bendito sea!, que asume el papel de Buen Pastor, para vigilar por nuestras caídas y nuestras levantadas, para perdonarnos, lavarnos y volver a presentarnos ante el Padre, con la misma confianza y la misma esperanza de que sí, esta vez sí cumpliremos, y aceptaremos con alegría y fe cada una de las órdenes de nuestro Padre, que espera por nosotros en la puerta de la casa.
Por eso Jesús, el nombre sobre todo nombre, es nuestro modelo, nuestra meta, y el objetivo de nuestro corazón.