Queridos hermanos:
Unidos todos, Catalina nuestra Madre Espiritual, Francisco, nuestro Director General, y todos los hermanos de ANE Bolivia, les hacemos llegar este pedido urgente:
Debido a la gravísima situación por la que está pasando Bolivia, sumida en una crisis en la que nadie quiere de veras buscar el diálogo, en la que parecería que lo único que interesa es el conseguir cada bando la satisfacción de sus reclamos, en la que (cosa que nunca sucedió), ni siquiera la Iglesia Católica, considerada en Bolivia como la única institución verdaderamente confiable, ha podido reunir a los dirigentes para iniciar un diálogo en busca de soluciones, el señor Cardenal Julio Terrazas pidió a la población en general, unirse en una jornada de oración intensa, a la cual les rogamos adherir como miembros del Apostolado de la Nueva Evangelización, con toda la fuerza de nuestro corazón.
A continuación, les re envío la nota de referencia publicada en el periódico “Los Tiempos” de Cochabamba.
La Iglesia Católica invitó a toda la población del país, a unirse a la jornada de oración este domingo 27 de abril y a pedir paz y diálogo en Bolivia, ante la celebración el 4 de mayo próximo del referéndum autonómico en Santa Cruz y la confrontación que puede desatar este evento. Desde la localidad potosina de Tupiza, el cardenal Julio Terrazas pidió a los sectores a deponer actitudes para la construcción de la paz y la unidad de Bolivia. "El mensaje no debe ser una unidad de cementerios, ficticia, hecha con chicotes y amenazas. Queremos que Bolivia sea una familia, pero no sólo de palabra, sino que actuemos, que construyamos el amor, la justicia y la paz entre todos los bolivianos", dijo Terrazas el miércoles, durante la inauguración de la refacción del templo Nuestra Señora de la Candelaria en esa localidad de Potosí. Desde Santa Cruz, el obispo auxiliar de la Arquidiócesis de Santa Cruz, monseñor Braulio Sáez y los sacerdotes Hugo Ara y Mauricio Baccardit convocaron a la jornada de oración por la paz, que se efectuará mañana. Sáez, exteriorizó ayer su preocupación por el distanciamiento entre regiones, clases sociales, etnias y la polarización ideológica, que pueden derivar en confrontaciones con consecuencias imprevisibles de dolor y de muerte. Por su parte, el director de la Pastoral Social Cáritas (Pasoc), padre Mauricio Bacardit exhortó a dejar toda actitud beligerante y como cristianos, en esta Jornada de Oración, todos llenen su corazón de amor, de paz y de justicia. Para lograr la concienciación de la población, la Iglesia ha preparado cuñas radiales, spots televisivos y banners que estarán en las parroquias y en lugares estratégicos de la ciudad para promover la paz.
Agradecido por su participación en esta campaña, los abrazo en los Corazones Misericordiosos de Jesús y María
Richi
Televisión en vivo de Catholic.net
sábado, 26 de abril de 2008
viernes, 25 de abril de 2008
Reflexión para el domingo VI de Pascua (27/04/08)
Fuente: Catequesis semanal del ANE
Autor: Francisco Rico Toro
El pasaje que nos trae hoy el Evangelio es una continuación casi inmediata del que escuchamos la semana anterior: Jesús hablaba con sus discípulos durante la Última Cena, y les había dicho que el que crea en Él hará las mismas obras que Él hizo, y las hará aún mayores, porque ahora Él va junto al Padre (Cfr. Jn 14,12).
Sabemos que desde allí, nuestro Señor enviará al Espíritu Santo, que permanecerá junto a quienes en verdad le siguen (o junto a quienes le siguen en la Verdad).
Sin embargo, como vemos al inicio y al final de esta Lectura, hay una pequeña condición para que esas sublimes promesas puedan cumplirse en cada uno de nosotros: TENEMOS QUE AMARLE Y OBEDECERLE!
Como seguramente habremos escuchado ya antes, conocer a Jesús significa ―automáticamente amarlo, y el amarlo nos lleva a seguirlo; es decir, a ―guardar sus mandamientos, como nos lo pide Él hoy.
De este modo, conocerlo, amarlo y obedecerlo son, por así decirlo, tres etapas de un mismo proceso, que constituye el ejercicio pleno del discipulado, al que estamos llamados desde nuestro bautismo.
Así pues vemos que, el ―conocer‖ al Señor, resulta esencial, es el paso inicial para poder alcanzar todo ese cúmulo de bendiciones que Dios desea derramar sobre nosotros, por medio de su Santo Espíritu, para que podamos hacer ―las mismas obras que Él hizo.
Pero… ¿por qué no estamos ―convirtiendo a los pecadores, sanando a los enfermos, ―liberando a los cautivos o resucitando a los muertos? ¿Por qué no estamos, en definitiva, continuando con la misión que Cristo nos ha encomendado, y cumpliendo con la Voluntad del Padre?
Si recordamos bien, la semana anterior Jesús le decía a Felipe: “Hace tanto tiempo que estoy con ustedes, ¿y todavía no me conoces…?” y allí encontramos el núcleo de toda esta difícil cuestión…
El problema está en que, ese ―conocerlo, no quiere decir simplemente ―saber de Él, como quien está informado sobre algo pero al final de cuentas lo conoce sólo ―de oídas…
Como también habremos escuchado antes (y quizás incluso lo hayamos repetido nosotros mismos en más de una ocasión), es necesario cultivar una ―relación personal con Jesús, una amistad estrecha con Él, y esa es la tarea pendiente de la gran mayoría de los bautizados:
Vamos a Misa los domingos, hemos escuchado ya, probablemente, la casi totalidad de lo que nos dicen de Jesús los cuatro evangelistas; los más memoriosos incluso recordaremos con claridad muchos pasajes del Evangelio (aunque quizás todavía no podamos citarlos con la precisión de nuestros hermanos separados).
Sin embargo, vemos que aún no le conocemos…
No le conocemos, digo, porque seguimos queriendo estar en el centro de nuestras propias vidas, juzgando con nuestros propios criterios, buscando afanosamente nuestros propios intereses, pretendiendo en fin, que todo se acomode a nuestros personales gustos y deseos.
El Evangelio de hoy, muy conciso, muy breve, nos trae palabras preciosas, altamente motivadoras y profundamente esperanzadoras.
Jesús nos dice:
―Yo rogaré al Padre y les dará otro Protector que permanecerá siempre con ustedes…
―No los dejaré huérfanos, sino que volveré...
―… ustedes me verán, porque yo vivo y ustedes también vivirán…
―…comprenderán que yo estoy en mi Padre y ustedes están en mí, y yo en ustedes.
El Señor nos trae hoy palabras gloriosas, extraordinarias, gratificantes, pero también, sumamente graves:
―Dentro de poco el mundo ya no me verá… –nos dice-.
- Vendrá el Espíritu Santo, pero resulta que a Él, a ese Espíritu de Verdad (Defensor, Abogado, Protector…) como hoy nos advierte Jesús, ―el mundo no lo puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce.
Una vez más, recordando lo que les había dicho el Señor (y por medio de sus habituales contraposiciones, de sus acostumbradas antítesis), San Juan nos pone en una disyuntiva: Seremos de Cristo, o seremos del mundo, no hay medias tintas; no hay más chance para seguir yendo de aquí para allá, porque eso significa estar más allá que aquí, y en esas circunstancias no podremos recibir su Santo Espíritu.
La decisión no es fácil, y nunca nadie nos dijo que lo fuera. En teoría, las cosas se presentan tan sencillas que no hay dónde perderse: ¡HAY QUE OPTAR POR JESUCRISTO Y DARLE LA ESPALDA AL MUNDO!, diremos todos al unísono; pero es en la práctica, o más bien en el conjunto de TODAS las prácticas diarias, donde se presenta el problema: Tenemos que decidir, varias veces al día, si en verdad seremos de Cristo o del mundo.
Es por eso que en más de una ocasión los mismos Apóstoles, contrariados, le dijeron al Señor que sus palabras eran muy duras, que seguirle costaba demasiado, que necesitaban que aumentara su fe… ¡Cuánto más lo necesitaremos nosotros, en la medida en que, por simple lógica, no tenemos esa amistad estrecha que ellos tenían con Él!
Por eso Jesús mismo nos exhortaba a que nos esforzáramos para poder ingresar por la puerta angosta, y nos llamaba ―pequeño rebaño, pues sin duda la gran mayoría no sólo que no se esfuerza, sino que incluso no sabe que tiene que hacerlo, o ha renunciado de antemano a intentarlo siquiera…
Sin embargo, al final de este Evangelio Jesús nos vuelve a dar ánimo diciendo: “El que guarda mis mandamientos después de recibirlos, ése es el que me ama. (y) El que me ama a mí será amado por mi Padre, y yo también lo amaré y me manifestaré a él.”
Autor: Francisco Rico Toro
El pasaje que nos trae hoy el Evangelio es una continuación casi inmediata del que escuchamos la semana anterior: Jesús hablaba con sus discípulos durante la Última Cena, y les había dicho que el que crea en Él hará las mismas obras que Él hizo, y las hará aún mayores, porque ahora Él va junto al Padre (Cfr. Jn 14,12).
Sabemos que desde allí, nuestro Señor enviará al Espíritu Santo, que permanecerá junto a quienes en verdad le siguen (o junto a quienes le siguen en la Verdad).
Sin embargo, como vemos al inicio y al final de esta Lectura, hay una pequeña condición para que esas sublimes promesas puedan cumplirse en cada uno de nosotros: TENEMOS QUE AMARLE Y OBEDECERLE!
Como seguramente habremos escuchado ya antes, conocer a Jesús significa ―automáticamente amarlo, y el amarlo nos lleva a seguirlo; es decir, a ―guardar sus mandamientos, como nos lo pide Él hoy.
De este modo, conocerlo, amarlo y obedecerlo son, por así decirlo, tres etapas de un mismo proceso, que constituye el ejercicio pleno del discipulado, al que estamos llamados desde nuestro bautismo.
Así pues vemos que, el ―conocer‖ al Señor, resulta esencial, es el paso inicial para poder alcanzar todo ese cúmulo de bendiciones que Dios desea derramar sobre nosotros, por medio de su Santo Espíritu, para que podamos hacer ―las mismas obras que Él hizo.
Pero… ¿por qué no estamos ―convirtiendo a los pecadores, sanando a los enfermos, ―liberando a los cautivos o resucitando a los muertos? ¿Por qué no estamos, en definitiva, continuando con la misión que Cristo nos ha encomendado, y cumpliendo con la Voluntad del Padre?
Si recordamos bien, la semana anterior Jesús le decía a Felipe: “Hace tanto tiempo que estoy con ustedes, ¿y todavía no me conoces…?” y allí encontramos el núcleo de toda esta difícil cuestión…
El problema está en que, ese ―conocerlo, no quiere decir simplemente ―saber de Él, como quien está informado sobre algo pero al final de cuentas lo conoce sólo ―de oídas…
Como también habremos escuchado antes (y quizás incluso lo hayamos repetido nosotros mismos en más de una ocasión), es necesario cultivar una ―relación personal con Jesús, una amistad estrecha con Él, y esa es la tarea pendiente de la gran mayoría de los bautizados:
Vamos a Misa los domingos, hemos escuchado ya, probablemente, la casi totalidad de lo que nos dicen de Jesús los cuatro evangelistas; los más memoriosos incluso recordaremos con claridad muchos pasajes del Evangelio (aunque quizás todavía no podamos citarlos con la precisión de nuestros hermanos separados).
Sin embargo, vemos que aún no le conocemos…
No le conocemos, digo, porque seguimos queriendo estar en el centro de nuestras propias vidas, juzgando con nuestros propios criterios, buscando afanosamente nuestros propios intereses, pretendiendo en fin, que todo se acomode a nuestros personales gustos y deseos.
El Evangelio de hoy, muy conciso, muy breve, nos trae palabras preciosas, altamente motivadoras y profundamente esperanzadoras.
Jesús nos dice:
―Yo rogaré al Padre y les dará otro Protector que permanecerá siempre con ustedes…
―No los dejaré huérfanos, sino que volveré...
―… ustedes me verán, porque yo vivo y ustedes también vivirán…
―…comprenderán que yo estoy en mi Padre y ustedes están en mí, y yo en ustedes.
El Señor nos trae hoy palabras gloriosas, extraordinarias, gratificantes, pero también, sumamente graves:
―Dentro de poco el mundo ya no me verá… –nos dice-.
- Vendrá el Espíritu Santo, pero resulta que a Él, a ese Espíritu de Verdad (Defensor, Abogado, Protector…) como hoy nos advierte Jesús, ―el mundo no lo puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce.
Una vez más, recordando lo que les había dicho el Señor (y por medio de sus habituales contraposiciones, de sus acostumbradas antítesis), San Juan nos pone en una disyuntiva: Seremos de Cristo, o seremos del mundo, no hay medias tintas; no hay más chance para seguir yendo de aquí para allá, porque eso significa estar más allá que aquí, y en esas circunstancias no podremos recibir su Santo Espíritu.
La decisión no es fácil, y nunca nadie nos dijo que lo fuera. En teoría, las cosas se presentan tan sencillas que no hay dónde perderse: ¡HAY QUE OPTAR POR JESUCRISTO Y DARLE LA ESPALDA AL MUNDO!, diremos todos al unísono; pero es en la práctica, o más bien en el conjunto de TODAS las prácticas diarias, donde se presenta el problema: Tenemos que decidir, varias veces al día, si en verdad seremos de Cristo o del mundo.
Es por eso que en más de una ocasión los mismos Apóstoles, contrariados, le dijeron al Señor que sus palabras eran muy duras, que seguirle costaba demasiado, que necesitaban que aumentara su fe… ¡Cuánto más lo necesitaremos nosotros, en la medida en que, por simple lógica, no tenemos esa amistad estrecha que ellos tenían con Él!
Por eso Jesús mismo nos exhortaba a que nos esforzáramos para poder ingresar por la puerta angosta, y nos llamaba ―pequeño rebaño, pues sin duda la gran mayoría no sólo que no se esfuerza, sino que incluso no sabe que tiene que hacerlo, o ha renunciado de antemano a intentarlo siquiera…
Sin embargo, al final de este Evangelio Jesús nos vuelve a dar ánimo diciendo: “El que guarda mis mandamientos después de recibirlos, ése es el que me ama. (y) El que me ama a mí será amado por mi Padre, y yo también lo amaré y me manifestaré a él.”
Tu actitud es más importante que los hechos
Fuente: Catholic.net
Autor: P. Mariano de Blas LC
Las actitudes son más importantes que los hechos. La forma de reaccionar frente a la vida puede transformar dicha vida. El afrontar los problemas sanamente puede convertirlos en soluciones.
Dar razón para vivir, para sufrir y aún para morir, porque hasta el dolor y la muerte pueden aceptarse por una motivación tan formidable como es el amor. “Se es fiel sólo por amor, se es auténticamente feliz sólo en el amor, se es idéntico sólo amando”. El amor es la respuesta, es el por qué, es la primera y la última palabra.
Todavía tenemos derecho de sonreír, de esperar, de amar, de ser felices. Los que se hunden en el pesimismo alegan sus razones, razones que no quieren cambiar. Pero el amor es más grande. Y cualquier ser humano, si quiere, puede amar, y así redimirse. Dios es amor. El hombre debe hacer un esfuerzo gigantesco por arrancarse lo inhumano: el odio, la desesperación, el egoísmo brutal, la envidia diabólica, el materialismo seductor. Y debe, por otra parte, luchar por revestirse de lo divino. Lo divino es el amor.
Reto a cualquier indiferente, a cualquier amargado y cansado de vivir a que ame un solo día con todas sus fuerzas a Dios, a su familia, a su prójimo y aún a los animales, plantas y cosas. Si le va bien, que lo practique durante una semana. Si la semana se le vuelve celestial, que se decida a amar toda la vida. Al fin y al cabo la felicidad total y eterna del cielo consistirá en amar y ser amado infinitamente y para siempre.
Fuente: Catholic.net
Autor: P. Mariano de Blas LC
Las actitudes son más importantes que los hechos. La forma de reaccionar frente a la vida puede transformar dicha vida. El afrontar los problemas sanamente puede convertirlos en soluciones.
Dar razón para vivir, para sufrir y aún para morir, porque hasta el dolor y la muerte pueden aceptarse por una motivación tan formidable como es el amor. “Se es fiel sólo por amor, se es auténticamente feliz sólo en el amor, se es idéntico sólo amando”. El amor es la respuesta, es el por qué, es la primera y la última palabra.
Todavía tenemos derecho de sonreír, de esperar, de amar, de ser felices. Los que se hunden en el pesimismo alegan sus razones, razones que no quieren cambiar. Pero el amor es más grande. Y cualquier ser humano, si quiere, puede amar, y así redimirse. Dios es amor. El hombre debe hacer un esfuerzo gigantesco por arrancarse lo inhumano: el odio, la desesperación, el egoísmo brutal, la envidia diabólica, el materialismo seductor. Y debe, por otra parte, luchar por revestirse de lo divino. Lo divino es el amor.
Reto a cualquier indiferente, a cualquier amargado y cansado de vivir a que ame un solo día con todas sus fuerzas a Dios, a su familia, a su prójimo y aún a los animales, plantas y cosas. Si le va bien, que lo practique durante una semana. Si la semana se le vuelve celestial, que se decida a amar toda la vida. Al fin y al cabo la felicidad total y eterna del cielo consistirá en amar y ser amado infinitamente y para siempre.
Autor: P. Mariano de Blas LC
Las actitudes son más importantes que los hechos. La forma de reaccionar frente a la vida puede transformar dicha vida. El afrontar los problemas sanamente puede convertirlos en soluciones.
Dar razón para vivir, para sufrir y aún para morir, porque hasta el dolor y la muerte pueden aceptarse por una motivación tan formidable como es el amor. “Se es fiel sólo por amor, se es auténticamente feliz sólo en el amor, se es idéntico sólo amando”. El amor es la respuesta, es el por qué, es la primera y la última palabra.
Todavía tenemos derecho de sonreír, de esperar, de amar, de ser felices. Los que se hunden en el pesimismo alegan sus razones, razones que no quieren cambiar. Pero el amor es más grande. Y cualquier ser humano, si quiere, puede amar, y así redimirse. Dios es amor. El hombre debe hacer un esfuerzo gigantesco por arrancarse lo inhumano: el odio, la desesperación, el egoísmo brutal, la envidia diabólica, el materialismo seductor. Y debe, por otra parte, luchar por revestirse de lo divino. Lo divino es el amor.
Reto a cualquier indiferente, a cualquier amargado y cansado de vivir a que ame un solo día con todas sus fuerzas a Dios, a su familia, a su prójimo y aún a los animales, plantas y cosas. Si le va bien, que lo practique durante una semana. Si la semana se le vuelve celestial, que se decida a amar toda la vida. Al fin y al cabo la felicidad total y eterna del cielo consistirá en amar y ser amado infinitamente y para siempre.
Fuente: Catholic.net
Autor: P. Mariano de Blas LC
Las actitudes son más importantes que los hechos. La forma de reaccionar frente a la vida puede transformar dicha vida. El afrontar los problemas sanamente puede convertirlos en soluciones.
Dar razón para vivir, para sufrir y aún para morir, porque hasta el dolor y la muerte pueden aceptarse por una motivación tan formidable como es el amor. “Se es fiel sólo por amor, se es auténticamente feliz sólo en el amor, se es idéntico sólo amando”. El amor es la respuesta, es el por qué, es la primera y la última palabra.
Todavía tenemos derecho de sonreír, de esperar, de amar, de ser felices. Los que se hunden en el pesimismo alegan sus razones, razones que no quieren cambiar. Pero el amor es más grande. Y cualquier ser humano, si quiere, puede amar, y así redimirse. Dios es amor. El hombre debe hacer un esfuerzo gigantesco por arrancarse lo inhumano: el odio, la desesperación, el egoísmo brutal, la envidia diabólica, el materialismo seductor. Y debe, por otra parte, luchar por revestirse de lo divino. Lo divino es el amor.
Reto a cualquier indiferente, a cualquier amargado y cansado de vivir a que ame un solo día con todas sus fuerzas a Dios, a su familia, a su prójimo y aún a los animales, plantas y cosas. Si le va bien, que lo practique durante una semana. Si la semana se le vuelve celestial, que se decida a amar toda la vida. Al fin y al cabo la felicidad total y eterna del cielo consistirá en amar y ser amado infinitamente y para siempre.
¿Ser pobre o ser rico?
Fuente: www.reinadelcielo.org
Autor: Oscar Schmidt
Un tema delicado, sin dudas. Contradictorio al menos en apariencia, difícil de poner en palabras que conformen a todo el mundo. Para algunos, vale aquello de que “mas fácil es que pase un camello por el ojo de una cerradura, de que entre un rico al Reino de los Cielos”. Para otros vale aquello de que “la riqueza o pobreza de un alma está en el aspecto espiritual del término, no en el material”. De una forma u otra las Sagradas Escrituras dan referencias que podrían alimentar variadas interpretaciones, especialmente cuando el interesado tiene algún particular ángulo que desea priorizar.
De tal modo, los que se consideran a si mismos como “ricos” tratarán de encontrar en este escrito justificación a su riqueza. Y los que se consideran “pobres” buscarán encontrar aquí consuelo y promesa de “salvación automática”. Ni lo uno, ni lo otro. No es ese el espíritu de las diversas palabras que Jesús nos ha dejado sobre este delicado tema en los Evangelios.
El primer paso es comprender si riqueza material es sinónimo de casi segura condenación del alma. Recordamos el caso del joven rico que quiere seguir al Señor, y Jesús le pone como requisito el dejar atrás bienes y honores, y él tristemente deja alejarse al Salvador, mientras se queda atado a su riqueza. También el caso del rico que no da ni los restos de su comida al pobre que pide en la puerta de su casa. En muchas oportunidades Jesús nos ha marcado el peligro espiritual que acarrean los bienes materiales. Si, pareciera que es un hueco muy estrecho como para que pase el camello famoso.
Pero meditando sobre este asunto recordé a aquellos que fueron los mejores amigos de Jesús en la tierra. Ellos fueron muy probablemente tres hermanos: María Magdalena, Marta y Lázaro, hijos de Teofilo. Quizás la familia más rica de la Palestina de aquella época, en propiedades en Jerusalén, en Betania, y en muchos otros lugares. La casa de Betania era el lugar de descanso preferido de Jesús cuando subía a Jerusalén. A Lázaro y sus hermanas pedía Jesús muchos favores materiales cuando llegaban a El casos desesperantes de gente que necesitaba ayuda. Y los hermanos siempre respondían, fieles al Mesías que ellos habían reconocido en aquel Hombre de Galilea.
Si, los hijos de Teofilo eran ricos, riquísimos, pero supieron merecer la amistad del Señor. Jesús lloró cuando vio la tumba de Lázaro, y de hecho hizo de su resurrección el más impresionante milagro, en fecha ya cercana al Gólgota. Su hermana, María Magdalena, tuvo el honor de ser la primera persona que lo viera Resucitado. Vaya honor, ¿verdad? Nada está narrado por casualidad en los Evangelios, de tal modo que tan particular amistad entre la familia más rica del lugar, y Jesús, tiene que tener un significado profundo.
Leyendo un hermoso libro titulado “La Palabra continúa” encontré esta frase: “El rico que da con amor y caridad verdadera, es el que se hace amar y no envidiar del pobre”. De este modo, aceptar la propia riqueza proveniente de un trabajo honesto de los padres, o del propio digno esfuerzo, no es pecado si se la acepta para hacer buen uso de ella. Por supuesto que la riqueza basada en dinero logrado por malas artes no tiene mucha cabida frente a Dios. Pero la riqueza heredada o lograda con trabajo digno, es una manifestación de la Voluntad de Dios sobre nosotros. El asunto es qué espera Dios que hagamos con esos dones, porque sin dudas que es mucho el bien que, como Lázaro y sus hermanas, se puede hacer desde una buena posición económica y social, adquirida legítimamente.
Vistas así las cosas, el camello puede pasar por el ojo de la cerradura, pero con una responsabilidad y un esfuerzo que hacen la tarea muy difícil. La riqueza parece de esta forma asimilarse a una prueba ciclópea para el alma, más allá de que configura un gran don, una gracia que Dios concede. La gran pregunta de vida que las personas ricas deben hacerse es qué hacer con los bienes que Dios ha puesto en sus manos.
Si la riqueza nos enfrenta a semejantes pruebas espirituales, ¿es acaso la pobreza un don de Dios? Realmente lo es, es una ayuda muy grande que Dios da para encontrar verdadera humildad y sencillez en el corazón, puertas fundamentales para el camino a la santidad. ¿Es entonces pobreza sinónimo de salvación? Sin dudas que no. Un sacerdote amigo me decía que si bien es notable la soberbia de los ricos, es también impactante la soberbia de los pobres.
Me quedé mucho tiempo pensando en sus palabras, hasta que comprendí que se refería al resentimiento y desprecio por aquellos que tienen algo que uno no tiene, sea un bien material, cultural, o incluso espiritual. Ser pobre y vivir amargado por ello, es tan malo espiritualmente como ser rico y no hacer uso de lo recibido para el bien de los demás. En ambos casos se cae en una vida alejada del amor que Dios espera de nosotros.
La pobreza debe ser llevada con humildad también, al igual que la riqueza, haciendo de las carencias un agradecimiento a que Dios no nos somete a la prueba de la abundancia. Difícil tarea, ¿verdad? Suena más difícil que la tarea del rico, de hacer buen uso de lo recibido. Sin embargo, creo yo que, espiritualmente hablando, la tiene más difícil el rico que el pobre. Pero en cualquier caso queda en cada alma el saber como hacer de la situación que nos toca vivir, una oportunidad única de honrar a Dios con amor y verdadera humildad de corazón.
Si ser pobre o si ser rico, son cuestiones de este mundo material en que vivimos, cuestiones muy alejadas del destino de verdadera realeza que nos espera. Riquezas en este mundo, caminos que nos alejan de la genuina riqueza, si no sabemos utilizarlas para beneficio de los demás. Pobrezas y miserias en este mundo, un sufrimiento que puede ayudarnos a encontrar la estrecha senda al Reino, si las aceptamos con alegría de corazón y hacemos de ello un motivo de unión a la Pobreza del Resucitado.
Jesús tuvo una unión muy intensa con pobres, enfermos e indefensos, y una amistad profunda con algunos ricos pero bondadosos. Pero, por sobre todas las cosas, no olvidemos que los que lo enviaron a la Cruz fueron los ricos del lugar que no aceptaron que el Señor viniera a alterar su poder y comodidad, sus riquezas materiales, su dominio sobre los pobres. Y tú, rico o pobre, ¿qué haces con ello?
Autor: Oscar Schmidt
Un tema delicado, sin dudas. Contradictorio al menos en apariencia, difícil de poner en palabras que conformen a todo el mundo. Para algunos, vale aquello de que “mas fácil es que pase un camello por el ojo de una cerradura, de que entre un rico al Reino de los Cielos”. Para otros vale aquello de que “la riqueza o pobreza de un alma está en el aspecto espiritual del término, no en el material”. De una forma u otra las Sagradas Escrituras dan referencias que podrían alimentar variadas interpretaciones, especialmente cuando el interesado tiene algún particular ángulo que desea priorizar.
De tal modo, los que se consideran a si mismos como “ricos” tratarán de encontrar en este escrito justificación a su riqueza. Y los que se consideran “pobres” buscarán encontrar aquí consuelo y promesa de “salvación automática”. Ni lo uno, ni lo otro. No es ese el espíritu de las diversas palabras que Jesús nos ha dejado sobre este delicado tema en los Evangelios.
El primer paso es comprender si riqueza material es sinónimo de casi segura condenación del alma. Recordamos el caso del joven rico que quiere seguir al Señor, y Jesús le pone como requisito el dejar atrás bienes y honores, y él tristemente deja alejarse al Salvador, mientras se queda atado a su riqueza. También el caso del rico que no da ni los restos de su comida al pobre que pide en la puerta de su casa. En muchas oportunidades Jesús nos ha marcado el peligro espiritual que acarrean los bienes materiales. Si, pareciera que es un hueco muy estrecho como para que pase el camello famoso.
Pero meditando sobre este asunto recordé a aquellos que fueron los mejores amigos de Jesús en la tierra. Ellos fueron muy probablemente tres hermanos: María Magdalena, Marta y Lázaro, hijos de Teofilo. Quizás la familia más rica de la Palestina de aquella época, en propiedades en Jerusalén, en Betania, y en muchos otros lugares. La casa de Betania era el lugar de descanso preferido de Jesús cuando subía a Jerusalén. A Lázaro y sus hermanas pedía Jesús muchos favores materiales cuando llegaban a El casos desesperantes de gente que necesitaba ayuda. Y los hermanos siempre respondían, fieles al Mesías que ellos habían reconocido en aquel Hombre de Galilea.
Si, los hijos de Teofilo eran ricos, riquísimos, pero supieron merecer la amistad del Señor. Jesús lloró cuando vio la tumba de Lázaro, y de hecho hizo de su resurrección el más impresionante milagro, en fecha ya cercana al Gólgota. Su hermana, María Magdalena, tuvo el honor de ser la primera persona que lo viera Resucitado. Vaya honor, ¿verdad? Nada está narrado por casualidad en los Evangelios, de tal modo que tan particular amistad entre la familia más rica del lugar, y Jesús, tiene que tener un significado profundo.
Leyendo un hermoso libro titulado “La Palabra continúa” encontré esta frase: “El rico que da con amor y caridad verdadera, es el que se hace amar y no envidiar del pobre”. De este modo, aceptar la propia riqueza proveniente de un trabajo honesto de los padres, o del propio digno esfuerzo, no es pecado si se la acepta para hacer buen uso de ella. Por supuesto que la riqueza basada en dinero logrado por malas artes no tiene mucha cabida frente a Dios. Pero la riqueza heredada o lograda con trabajo digno, es una manifestación de la Voluntad de Dios sobre nosotros. El asunto es qué espera Dios que hagamos con esos dones, porque sin dudas que es mucho el bien que, como Lázaro y sus hermanas, se puede hacer desde una buena posición económica y social, adquirida legítimamente.
Vistas así las cosas, el camello puede pasar por el ojo de la cerradura, pero con una responsabilidad y un esfuerzo que hacen la tarea muy difícil. La riqueza parece de esta forma asimilarse a una prueba ciclópea para el alma, más allá de que configura un gran don, una gracia que Dios concede. La gran pregunta de vida que las personas ricas deben hacerse es qué hacer con los bienes que Dios ha puesto en sus manos.
Si la riqueza nos enfrenta a semejantes pruebas espirituales, ¿es acaso la pobreza un don de Dios? Realmente lo es, es una ayuda muy grande que Dios da para encontrar verdadera humildad y sencillez en el corazón, puertas fundamentales para el camino a la santidad. ¿Es entonces pobreza sinónimo de salvación? Sin dudas que no. Un sacerdote amigo me decía que si bien es notable la soberbia de los ricos, es también impactante la soberbia de los pobres.
Me quedé mucho tiempo pensando en sus palabras, hasta que comprendí que se refería al resentimiento y desprecio por aquellos que tienen algo que uno no tiene, sea un bien material, cultural, o incluso espiritual. Ser pobre y vivir amargado por ello, es tan malo espiritualmente como ser rico y no hacer uso de lo recibido para el bien de los demás. En ambos casos se cae en una vida alejada del amor que Dios espera de nosotros.
La pobreza debe ser llevada con humildad también, al igual que la riqueza, haciendo de las carencias un agradecimiento a que Dios no nos somete a la prueba de la abundancia. Difícil tarea, ¿verdad? Suena más difícil que la tarea del rico, de hacer buen uso de lo recibido. Sin embargo, creo yo que, espiritualmente hablando, la tiene más difícil el rico que el pobre. Pero en cualquier caso queda en cada alma el saber como hacer de la situación que nos toca vivir, una oportunidad única de honrar a Dios con amor y verdadera humildad de corazón.
Si ser pobre o si ser rico, son cuestiones de este mundo material en que vivimos, cuestiones muy alejadas del destino de verdadera realeza que nos espera. Riquezas en este mundo, caminos que nos alejan de la genuina riqueza, si no sabemos utilizarlas para beneficio de los demás. Pobrezas y miserias en este mundo, un sufrimiento que puede ayudarnos a encontrar la estrecha senda al Reino, si las aceptamos con alegría de corazón y hacemos de ello un motivo de unión a la Pobreza del Resucitado.
Jesús tuvo una unión muy intensa con pobres, enfermos e indefensos, y una amistad profunda con algunos ricos pero bondadosos. Pero, por sobre todas las cosas, no olvidemos que los que lo enviaron a la Cruz fueron los ricos del lugar que no aceptaron que el Señor viniera a alterar su poder y comodidad, sus riquezas materiales, su dominio sobre los pobres. Y tú, rico o pobre, ¿qué haces con ello?
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