La lectura del Evangelio para este domingo 17 de mayo, VI del Tiempo Pascual, corresponde al pasaje de Juan 15,9-17, y está centrado en explicarnos la magnitud del amor que Dios nos tiene.
El Señor nos dice que Él siente por nosotros el mismo amor que su Padre siente por Él, revelándonos así, que Él nos ama infinitamente, ya que no puede existir amor más infinito que el que puede sentir la Santísima Trinidad por sí misma. Nada otorga más complacencia a Dios Padre que el amor que por Él siente el Hijo, y ese es, nada menos, el amor que Jesús siente por los suyos.
Pero, ¿Cómo es el amor que siente el Padre por Jesús? Vale la pena hacer una comparación de esta lectura, con la conversación que tuvo Jesús con Felipe descrita en Juan 14, 6-17, cuando Felipe le pide que les muestre al Padre. La respuesta de Jesús es contundente: “Hace tanto tiempo que estoy con ustedes, ¿y todavía no me conoces, Felipe? El que me ve a mí ve al Padre. ¿Cómo es que dices: Muéstranos al Padre?”, entonces es real que Jesús nos ama con el mismo amor del Padre, puesto que son el mismo Dios en diferente persona. Y nos pide permanecer en Él.
¿Porqué esa insistencia de permanecer en Él?, pues simplemente porque Él, junto a las otras dos personas de la Santísima Trinidad son la más perfecta comunidad. La Santísima Trinidad es una comunidad tan perfecta, que las tres personas que la forman, constituyen un solo Dios. Misterio de los misterios para nosotros los humanos, que nos complacemos tanto en el individualismo y el egoísmo.
Para nosotros, los miembros y simpatizantes de esta Obra de Dios que se llama Apostolado de la Nueva Evangelización, esta revelación de de extrema importancia, ya que en ella el Señor nos está mostrando cuáles quiere que sean los lazos que nos unan a nosotros en torno a Él. No será el mucho conocimiento, el mucho estudio, el mucho trabajo, la posición social, el título profesional ni la posición en la empresa. Simplemente es el amor que Él siente por cada uno de nosotros.
Por amor se mantiene unida la Santísima Trinidad entre sí, y el Señor nos asegura que por ese mismo amor debemos mantenernos nosotros unidos en torno a Él, y para lograrlo, nos dice, es menester cumplir sus mandamientos. ¿Cuán difícil puede ser esto de cumplir sus mandamientos, y cuántos y cuáles son? Porque semejante unión como la de Jesús con su Padre, debe cumplir muchísimas exigencias…
Y el Maestro Bueno, nos lo aclara: “Este es mi mandamiento, que se amen los unos a los otros, como los he amado Yo.” No son muchos mandamientos, no son muchas exigencias, no son muchas expectativas. La doctrina de Jesús es la doctrina de la simpleza que nosotros los hombres nos empeñamos en complicar. Todo lo que necesitamos para permanecer en Él, dicho por el propio Jesús, es amar como Él nos ama.
¿Y entonces, cómo, qué podemos hacer para amar así? Haciendo como Él: Dándolo todo, entregándolo todo, poniéndolo todo en sus manos amorosas, con la seguridad de que Él no nos abandona ni nos descuida. Él es la perfección, es la belleza por excelencia, es la dulzura, la ternura, la fuente de inspiración para los más bellos poemas de amor, y también para los más extremos actos de heroísmo, de sacrificio, hasta el martirio en infinidad de ejemplos.
Pero… existe una marcada diferencia entre ese Dios perfecto de toda perfección y cualquier ser humano, como para poder sentir lo mismo. Cierto, y sabiéndolo, ya Jesús nos lo dijo: “Cualquier cosa que hicieran por estos pequeños, por mi lo hicieron”. Jesús sabe que es imposible conseguir la salvación individualmente, y por eso nos orienta tan claramente hacia la comunidad. Y ese es el secreto para conseguir sentir el mismo amor: la comunidad, pero la comunidad en torno a Cristo, la comunidad en la que cada uno de sus miembros se esfuerza por ser un Cristo, no para sí mismo, sino para los demás, que para uno encarnan a Cristo necesitado de amor.
Y no se deja esperar el salario que Dios regala abundantemente, y que Jesús en este Evangelio nos lo anuncia: “Les he dicho todas estas cosas para que mi alegría esté en ustedes y su alegría sea completa”. Nada puede producir más felicidad que vivir amando y siendo amado. Aquel que ama y siente que es amado a su vez, no puede dejar de vivir en alegría y en paz, aún en medio de las peores tribulaciones. ¿No lo demuestran tantos mártires cantando felices ante los leones o en medio del fuego?
El mundo actual, suele poner como ideal de realización a los jóvenes, al triunfador, y en contraposición pone a los perdedores. Pues bien, por esta única vez, vamos a tomar a un triunfador para compararlo con nuestra lectura de hoy.
El ideal del triunfador, es aquel que con infinitos esfuerzos, trabajo sin descanso, renuncias, trampas, traiciones, dureza y falta de escrúpulos, llega a ser parte del grupo de mayor poder. Es aquel cuyo nombre se mezcla con gobernantes, personalidades del momento. Es el que se sienta en su mesa, suspira satisfecho, y dice: Caramba, qué buena estuvo la cena con el Presidente hoy”.
Pues debemos saber, que lo que Jesús nos muestra hoy, es la manera de llegar a ser el “Triunfador de los triunfadores”. ¿Personalidades? Poca cosa para nosotros, ¿Círculo de poder? Apenas nos alcanza para nada, porque desaparece ante cualquier enfermedad. ¿Mucho dinero acumulado? Cuestión de esperar a la próxima crisis. El Triunfador de triunfadores, es amigo personal de Jesús, Rey de Reyes porque Él dijo: “Yo los llamo mis amigos”, y no hay enfermedad ni crisis que nos afecte, porque dice: “El Padre les concederá todo lo que le pidan en mi Nombre”.
Lo único difícil, es que para llegar a eso, es necesario que nos bajemos de nuestros caballos de orgullo, egoísmo y vanidad. Es necesario que nos quitemos nuestras máscaras de conocimiento, santidad y sabiduría, y seamos como nuestro Maestro Bueno, mansos y humildes de corazón, reconociéndonos necesitados de Cristo para lograrlo, y aceptando que nada es nuestro, ningún logro nos tiene como origen, todo viene de Jesús que nos ama.
Entonces sí, desde el suelo de nuestra miseria, de nuestra nada, podremos empezar a tomarnos de las manos, a soportarnos unos a otros, a apoyarnos unos en otros, y comenzar a cumplir el mandato con el que termina el evangelio de hoy:
“Ámense los unos a los otros: esto es lo que les mando”.
Televisión en vivo de Catholic.net
sábado, 16 de mayo de 2009
martes, 12 de mayo de 2009
Madurar en Dios
Fuente: Catholic.net
Autor: P. Fernando Pascual LC
Hay quienes maduran a base de golpes. Tras un mal paso, después de una traición, al descubrir la propia debilidad, uno empieza a darse cuenta de muchas cosas...
Quedan, sí, heridas, porque el pasado no perdona y “pasa” siempre su factura. Pero al menos aprendimos a no ser ingenuos, a no ser presuntuosos, a no apoyarnos en el dinero, a no empezar el segundo vaso de vino, a dejar lejos la curiosidad de ver qué se siente si...
Hay, sin embargo, otro camino para madurar. Consiste en vivir en un diálogo continuo, sereno, confiado, constante, con Dios.
La vida, en este segundo camino, es vista como una llamada, como un don, como un viaje entre mil compañeros y con un destino común: el cielo.
El caminante madura desde la escucha continua del mensaje divino. Toma entre sus manos el Evangelio. Descubre la invitación a rezar continuamente, a dejar de lado la obsesión por el dinero, a cuidar las miradas, a controlar los pensamientos, a dejar espacio al servicio, al perdón, a la acogida, a la esperanza.
El Evangelio sirve como hoja de ruta y como mensaje que llega a lo más hondo del alma: hay un Dios que me ama, que me busca, que me espera, que desea mi bien. Hay un Dios que me pide que aprenda a amar a mis hermanos, a los que se encuentran a mi lado.
Hay un Dios que también me ayuda si he dado un mal paso, si he cometido un pecado, si me dejé vencer por el egoísmo, si cedí a las insidias de la soberbia.
Es un Dios que no me quita placeres buenos, pues nunca será bueno algo hecho de modo egoísta. Al contrario, me ofrece una alegría mucho más rica, porque viene del mismo Dios que se hace presente en la historia de cada uno de sus hijos.
Dios me invita, en este día, a caminar hacia la madurez verdadera. Con ella será posible dar el paso más profundo, más completo, más hermoso que pueda realizar cualquier ser humano: amar a Dios y amar al prójimo, sin medida, sin miedos, con alegría, con esperanza. Viviré así como imagen, como semejanza, de un Dios que podemos definir con una simple palabra: Amor.
Autor: P. Fernando Pascual LC
Hay quienes maduran a base de golpes. Tras un mal paso, después de una traición, al descubrir la propia debilidad, uno empieza a darse cuenta de muchas cosas...
Quedan, sí, heridas, porque el pasado no perdona y “pasa” siempre su factura. Pero al menos aprendimos a no ser ingenuos, a no ser presuntuosos, a no apoyarnos en el dinero, a no empezar el segundo vaso de vino, a dejar lejos la curiosidad de ver qué se siente si...
Hay, sin embargo, otro camino para madurar. Consiste en vivir en un diálogo continuo, sereno, confiado, constante, con Dios.
La vida, en este segundo camino, es vista como una llamada, como un don, como un viaje entre mil compañeros y con un destino común: el cielo.
El caminante madura desde la escucha continua del mensaje divino. Toma entre sus manos el Evangelio. Descubre la invitación a rezar continuamente, a dejar de lado la obsesión por el dinero, a cuidar las miradas, a controlar los pensamientos, a dejar espacio al servicio, al perdón, a la acogida, a la esperanza.
El Evangelio sirve como hoja de ruta y como mensaje que llega a lo más hondo del alma: hay un Dios que me ama, que me busca, que me espera, que desea mi bien. Hay un Dios que me pide que aprenda a amar a mis hermanos, a los que se encuentran a mi lado.
Hay un Dios que también me ayuda si he dado un mal paso, si he cometido un pecado, si me dejé vencer por el egoísmo, si cedí a las insidias de la soberbia.
Es un Dios que no me quita placeres buenos, pues nunca será bueno algo hecho de modo egoísta. Al contrario, me ofrece una alegría mucho más rica, porque viene del mismo Dios que se hace presente en la historia de cada uno de sus hijos.
Dios me invita, en este día, a caminar hacia la madurez verdadera. Con ella será posible dar el paso más profundo, más completo, más hermoso que pueda realizar cualquier ser humano: amar a Dios y amar al prójimo, sin medida, sin miedos, con alegría, con esperanza. Viviré así como imagen, como semejanza, de un Dios que podemos definir con una simple palabra: Amor.
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