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sábado, 11 de abril de 2009

Sábado Santo

¡Vayan a avisar a sus hermanos!

Sábado Santo, ya vamos llegando a la Pascua de Resurrección. Estamos tratando de vivir esta Semana Santa paso a paso, conforme a las lecturas de cada una de las ceremonias que nos propone la Iglesia, y (por lo menos me sucede a mi), estamos encontrando un número significativo de cosas nuevas. Reflexiones sobre aspectos que seguramente hemos vivido año tras año, y que pasaban desapercibidos, como ocultos en las lecturas de cada día.

Sin lugar a dudas, toda esta riqueza que estamos atesorando en el corazón, marcará esta Semana Santa, como una especial, en la que el Espíritu Santo nos guía mediante nuestra madre la Iglesia, para prepararnos a nuestro Pentecostés, que con la gracia de Dios, podría también ser de especial importancia en nuestro camino de conversión.

Hoy para María, es un día de un gran silencio. El silencio del Hijo muerto, que le atenaza la garganta. Las imágenes de ese cuerpo torturado y sangrante que depositaron en sus manos, y que Ella se puso a limpiar con el borde de su manto, con la misma delicadeza con la que había limpiado a Jesús en la gruta de Belén.

Pero, si en Belén no llegaba a comprender cómo era posible que el Dios Altísimo se hubiera rebajado a ese pedacito de carne tierno y rosado, ahora se le escapaban roncos gritos de dolor viendo ese Rostro amado cubierto de sangre. Ansiaba desesperadamente que esos ojos en los que antes veía la inmensidad del amor hecho hombre, se abrieran una vez más para contemplarla chispeantes y felices.

Todo se agolpaba en el alma de María. Aún temblaba de desesperación, y sin embargo resonaba en su alma la promesa de la resurrección del Hijo Bienamado. ¿Qué hacer? Quería al mismo tiempo lavar esas heridas, acariciar ese cuerpo muerto, gritar su impotencia, y al mismo tiempo conservar la calma que hablara a los apóstoles de la esperanza y la fe. ¿Qué hacer, por Dios, qué hacer?

Pobre Madre Dolorosa, cuya imagen inmortalizada por Miguel Ángel nos desgarra el alma. ¿Dónde estuviste ese sábado Madre mía, para correr a tu lado? ¿Cómo averiguarlo, cómo acompañarte, aliviarte, calmar tu soledad?

El propio Jesús, ya previó este sábado silencioso, y para no dejarnos solos en la angustia, así como proveyó en Juan un hijo que sostenga a María, proveyó para nosotros a nuestra Madre, la Iglesia Católica, para que nos oriente, nos proteja y nos guíe en los silencios del mundo y la vida, en los momentos en los que caminando en busca del Señor, nos encontremos con que la tumba está vacía, y no sepamos qué hacer.

La figura de María logró concentrar a los discípulos en silenciosa espera en el cenáculo de Jerusalén. Todos ellos, agrupados en torno a la Madre Virginal vivieron las horas de luto y desolación, igual que hacemos ahora nosotros, que en la comunidad del Cuerpo Místico de Cristo, nos reunimos alrededor de María, acogiéndonos a Ella, para que así Ella misma se consuele ante tanta necesidad por la que atravesamos los hijos que Jesús le encomendó desde la cruz.

María, la Madre que sufre, la Madre que espera, la Madre humilde, espera en el Cenáculo nuestro retorno, sabiendo que en la tumba encontraremos al Ángel que nos repetirá gozoso: "No os asustéis. ¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? No está aquí. Ha resucitado”

La noticia es demasiado feliz. Hay demasiada grandeza en el Señor vuelto de la tumba, y a nosotros también el ángel nos dice hoy: “No temas, Él ha resucitado, corre a avisarles a tus hermanos, que Jesús está vivo, y que ya se adelanta a esperarnos en Galilea.

Si, ¡Jesús está vivo! Corramos pues, María nos está esperando angustiada, vayamos a borrar de su rostro ese rictus de dolor. Jesús ha resucitado Madre, la tumba está vacía, y Él nos espera en la Galilea de nuestros corazones, vayamos María, ya no sufras más, pues ya nadie puede hacerle daño, ¡Resucitó el Señor de los señores!

Hoy pues, junto a la Iglesia, preparemos nuestros corazones, para disfrutar de veras la alegría y el gozo de nuestro Salvador, cuyo Nombre está puesto sobre todo nombre. Jesús es el vencedor de la muerte, Él venció al mundo que hace pocos días lo crucificaba y lo insultaba. Jesús es el ganador, y se adelantó para vernos en Galilea, en su tierra humilde y despreciada por los miembros del Sanedrín, allá donde Él creció bajo la amorosa protección de María, su Madre, nuestra Madre.

El mundo de hoy, no ha cambiado mucho. Igual que hacen dos mil años, hay gobernantes ensoberbecidos y hombres necios e ignorantes, que quisieran volver e Cristo crucificado, humillado y cubierto de sangre. Hoy también lo agreden, lo insultan, lo escupen y lo crucifican. Hoy, el apelativo de Cristiano, se está convirtiendo en insulto, en señal de atraso y fanatismo. Por eso, también hoy nuestra Madre María, y nuestra Madre la Iglesia, son miradas con desprecio en ingratitud.

Pero pese a los insultos, las prohibiciones, los desprecios, la soberbia y el escarnio, nosotros, sus hijos tan queridos, nos acurrucamos a su lado (al de María, a través de la Iglesia), porque Ella como Madre, y nosotros como hijos, sabemos que pese a quien pese, Cristo está vivo y nos espera en Galilea, para seguir llevándonos a la presencia de su Padre a todos, incluidos los que gritaban en el Calvario.

También hay esperanza para ellos.¡Gloria a Dios!

viernes, 10 de abril de 2009

¡Ha muerto!

¡Ha muerto!

Como lo propusimos al comenzar nuestras reflexiones sobre Semana Santa, hoy Viernes Santo, nos ubicamos en nuestro sitial de privilegio. Estamos al lado de María, Madre de Dios y Madre nuestra. En un acto de amor filial impotente y dolorido, pongámonos de rodillas junto a Ella.

En un silencio respetuoso, contemplemos el cuerpo deshecho de Jesús colgado del madero. Meditemos sobre los móviles que lo llevaron a entregar su vida en semejante forma. ¡Cristo ha muerto en la cruz!

Que este silencio que les proponemos, sirva para repasar uno a uno los momentos vividos por el Hombre que no hizo otra cosa que dar y predicar amor.

Preguntémonos (a nombre de toda la humanidad): ¿Qué hemos hecho con nuestro Dios? ¿Hasta dónde puede llegar la ceguera cruel del ser humano? ¿Qué más se puede esperar de los que orgullosamente nos nombramos como “reyes de la creación”, “especie superior de la tierra”?

Quizá lleguemos a la conclusión “científica” de que fue producto de la mentalidad atrasada de esa época, quizá lleguemos a conformarnos concluyendo que el hombre siempre ha sido así, y que la naturaleza es cruel, o que fue la consecuencia de haberse estrellado contra el poder político de la época. Cualquier cosa se puede decir; basta encender la televisión, abrir cualquier periódico, ir a cualquier librería, o navegar en la red, pero hablando en serio, y en el secreto del corazón de cada uno siempre surgirá un grito desgarrado de dolor por la estupidez y el orgullo del hombre, y queda invariablemente en la boca el sabor amargo de la injusticia y el horror.

Contemplemos en silencio… Los invito a detener la lectura por un minuto. Miremos a Jesús en la cruz.

Pero ya han pasado 2000 años desde ese aciago y a la vez maravilloso día en el que Jesús de Nazareth, el Hijo de María y José, el Hijo del Hombre, el Hijo de Dios, entregó su vida en manos de su Padre luego de cumplir en su totalidad la misión que Él le había encomendado: Salvar a la humanidad.

Él mismo lo dijo en sus últimos alientos: “Todo está consumado”, que llevado al lenguaje de nuestro tiempo significa: Misión cumplida. Jesús cumplió a cabalidad. Todo lo que de Él se había profetizado, se llevó a cabo. No se ahorró ni un ápice de dolores, humillaciones y vejaciones hasta lograr abrir para el ser humano las puertas del paraíso que Adán había cerrado muchos años antes.

Todo nos lleva hoy a pensar en dolor y llanto. Sin embargo, las primeras palabras de la liturgia de hoy, al mismo tiempo de prepararnos para el drama del Calvario, nos abren la esperanza de que las profecías que se cumplieron, sólo fueron pasos de algo más profundo, de un final feliz: “Ahora llega para mi servidor la hora del éxito; será exaltado, y puesto en lo más alto. Así como muchos quedaron espantados al verlo, pues estaba tan desfigurado, que ya no parecía un ser humano así también todas las naciones se asombrarán, y los reyes quedarán sin palabras al ver lo sucedido, pues verán lo que no se les había contado y descubrirán cosas que nunca se habían oído”. (Isaías 52:13-15)

Es inevitable que como los apóstoles nos quedemos mudos y perplejos ante la figura de Jesús muerto en la cruz, pero se queda en nuestro corazón la esperanza segura, de que para el amor no existe la muerte. Él se levantará, Él saldrá de lo profundo de la tierra, y será coronado de gloria y majestad para que a su nombre toda rodilla se doble en el cielo y la tierra.

Esa promesa, que también se cumplió hacen dos mil años, y que pasado mañana festejaremos con alegría y gozo, también se aplica al presente, y con la misma seguridad.

Para el mundo de hoy, Cristo está muerto. Millones que lo niegan, en países que evangelizaron el mundo, hoy se debate sobre la mejor manera de matar a niños y enfermos “improductivos”, líderes de naciones, que orgullosamente dicen que la Iglesia se equivoca porque el paraíso no está en el cielo, sino que ellos están construyéndolo en la tierra, miles y miles de escuelas y oficinas donde se considera un insulto colocar un crucifijo porque “ofende”, ejércitos que se congratulan por haber perdido la grandeza de un soldado de rodillas encomendando su vida a Dios, millones incontables de hombres y mujeres que diluyen la Semana Santa bronceando sus cuerpos semi desnudos en las playas…y así, un sin fin de escenas (cada uno de ustedes podría aumentar algunas cosas más)…que seguramente vio Jesús desde lo alto del Calvario, y que lo llevaron a gritar “Dios Mío, Dios Mío, ¿Porqué me has abandonado?”

Pero Cristo regresa de la tumba, y eso sí que es definitivo. Esperemos un poco más. Dios está vivo, y Él sabe muy bien, que cada corazón humano ansía y busca la paz y la felicidad, aunque ande corriendo por el fango del pecado y la banalidad, y si Jesús aún no pierde las esperanzas, si Jesús aún necesita de nuestro concurso para llevar amor y aliento a todos los demás, ¿Podríamos negárselo, precisamente hoy?.

Ánimo, ¡Él resucitó!

jueves, 9 de abril de 2009

Jueves Santo

No sólo los pies, sino también las manos y la cabeza

Hoy Jueves Santo, la liturgia nos propone un pasaje sumamente importante de la vida de Jesús. El Señor realiza con sus apóstoles una ceremonia llena de significado, de enseñanza y de riquezas, que sin embargo los mismos Apóstoles no llegaban a comprender, al extremo de que Jesús tiene que explicarles que ellos comprenderían en el futuro: "Lo que yo hago tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde”.

Es necesario observar al comenzar nuestra reflexión, que la Escritura aclara que Jesús, sabiendo que se acercaba su hora, se siente colmado, completamente lleno de amor por sus discípulos. Jesús siente que nos ama “hasta el extremo”, y la fuerza de ese amor lo lleva a mostrar cuán infinito es, que siendo Dios, se convierte en esclavo, realizando la tarea más humilde.

Para lavar los pies de sus discípulos, no puede hacerlo si no se pone de rodillas frente a cada uno de ellos. El amor lo desborda tanto, que ese lavado no busca solo la limpieza, sino que busca más la caricia, el contacto de sus manos con los pies de sus seguidores, el servicio silencioso que grita la entrega total del Maestro a su discípulo.

Al contemplar por unos instantes a Jesús arrodillado, ceñido con una toalla, el corazón se derrite de felicidad, pues Él, que es el ser más poderoso, más glorioso, se postra hasta el sitial del esclavo, dando una muestra indudable de que Él ama sin condiciones ni prejuicios, que su amor es tan grande, que siente deseos hasta de servir humildemente al ser amado.

Cuánto simbolismo se encierra en esta escena, cuánto para meditar.

Indudablemente, sólo el Corazón Misericordioso de un Dios, que es amor, puede abajarse tanto, hasta tomar la carne perecedera para hermanarse a su criatura, pero no conforme con semejante muestra, ahora se postra de rodillas, y con la cabeza baja, lava los pies de aquellos que en el simbolismo de la escena ocupan el lugar de cada uno de nosotros.

Así es, Jesús lavó los pies de Juan, Andrés, Santiago, Pedro y los demás, pero al hacerlo, pensaba en mí y en ti, en tocar y besar aquellos pies destinados a caminar por las rutas de la santidad, y que sin embargo se pierden por los senderos lodosos y fraudulentos del mundo con tanta facilidad, y que sin embargo Él sigue amando como una perla preciosa, como un tesoro guardado en lo más tierno de su Corazón.

Como un signo de predilección, es maravilloso para cada uno de nosotros saberlo. Realmente uno no puede evitar sentir que el alma se llena de ternura y agradecimiento hacia ese Dios tan amable y tan amante. Dan ganas de buscarlo físicamente, y devolverle las caricias, retornarle ese acto de amor tan bello, pero muchas veces nos quedamos igual que los Apóstoles. No lo entendemos ahora… y Él, sigue esperando el después.

Si embargo, como todas las enseñanzas que nos dio Jesús para la construcción del Reino, no termina en el simple lavatorio. Esa fue la parte simbólica, el ejemplo extremo que Él usó para hacernos aterrizar en el punto clave de la enseñanza.

Al ver que los discípulos fueron impactados por la actitud y la humildad de su Maestro, Jesús aclara la enseñanza. “Si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros; os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis."

Y no se trata de que ahora nos pongamos una toalla y nos hinquemos a lavarle los pies a nadie, (aunque no deja de ser también una exigencia el hacerlo cuando así sea necesario). Jesús estaba dejando un punto de partida para los acontecimientos que estaban a punto de suceder. Él lavaba los pies físicos antes de cenar, antes de “partir y repartir su Cuerpo y su Sangre”. El mensaje está claro: Para participar del banquete Eucarístico, únicamente Él, representado por el sacerdote en el Sacramento de la Reconciliación, lava nuestras almas para sentarnos a la mesa con la dignidad de hermanos, de apóstoles.

“Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros; Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis”. Son las palabras con las que concluye el pasaje, y esas palabras significan para cada uno de nosotros: Aprendan a amar desde la humildad. Aprendan que el amor es protección, es ayuda y servicio, es atención y delicadeza, y sobre todo, aprendan que donde actúa el amor, no queda polvo ni suciedad.

¡Qué muestra maravillosa de la forma más pura de amar!. El que ama, no ensucia al amado, más al contrario, las acciones del que ama, dejan limpio al amado, lo dejan oliendo el perfume del incienso en el que se convierte el alma cuando se dona con humildad desinteresada, y que tanto agrada a Dios.

Por otra parte, Jesús nos deja otra muestra clara. Él no se lavó los pies y pasó la jofaina y la toalla al de su lado. Él lavó los pies de los que estaban a su alrededor cuando sintió por ellos ese “amor hasta el extremo”. Él, conciente de que era el Maestro y el Señor, se arrodilla frente a su comunidad, y realiza el trabajo más humilde en bien de sus hermanos, y lo hace “con amor hasta el extremo”.

¡Qué compromiso nos has dejado Señor!, ¡Qué difícil es para nosotros no solo mostrar nuestro “amor” con palabras dulces y sonrisas, sino con hechos concretos que puedan ser vistos, evaluados y conservados en la comunidad!

Lavar los pies a nuestro hermano, no es ocultar o socapar sus debilidades. Tampoco es enfrentarlo o confrontarlo restregándole su pobreza o su pequeñez. Lavar los pies de nuestro hermano, es hacer que nuestra presencia, nuestro paso por su vida, nuestra disposición diligente y desinteresada, nuestra forma de amarlo, deje en él las herramientas necesarias para ayudarlo a que le queden limpios no solamente los pies, sino todo el cuerpo, pero principalmente su alma.

La vida en comunidad, el “Ámense unos a otros”, no implica el estar atento en "por dónde va a caer tu hermano", sino en "qué cosas buenas tiene", para comenzar de ahí a construir juntos el Reino de Dios en tu alma y en la mía. Así fue como los primeros cristianos dieron testimonio de que vivían el amor de Cristo. "Miren cómo se aman"

Felicitación por Pascua de ANE Brasil

miércoles, 8 de abril de 2009

Miércoles Santo

Aquellas treinta monedas

El Evangelio de este Miércoles Santo, nos relata los hechos que habíamos visto el día de ayer, pero relatados esta vez por San Mateo. Es muy útil contemplar estos dos relatos, porque de esta manera, el Espíritu Santo nos revela detalles y aspectos que resaltan en uno u otro evangelista, y eso indudablemente enriquece nuestra formación, y nos ayuda a aplicar más riqueza a nuestras vidas.

Hoy Mateo nos relata la negociación de Judas con los jefes de los sacerdotes. El precio establecido, quedó en treinta monedas de plata.

Se nos hace horroroso el pensar que independientemente, alguien pueda determinar cuánto vale una persona, y además, desde la perspectiva de esta época y sin conocer ni calcular cuánto significaba en ese momento esa cantidad de dinero. Al final, Jesús era su Maestro, era el hombre al que Judas siguió, escuchó, acompañó durante tres años. Judas había sido parte de los grupos que el Señor mandó a anunciar la Buena Nueva, lo que significa que Judas también había realizado, (o por lo menos había presenciado), los milagros que se produjeron en esas misiones.

Además, Judas comió con Jesús en muchas casas, Se sentó con Jesús en muchas fogatas en el camino y escuchó muchas horas las palabras de Jesús, rió de sus chistes, se alegró con sus triunfos, se entristeció con sus penas y se cansó con sus cansancios. Muchísimas veces Judas miró los ojos de Jesús, el rostro de Jesús, la boca de Jesús, las manos de Jesús.

Lo que nunca llegó a ver Judas, fue el corazón de Jesús. Él no entendió jamás, que el Reino del que les hablaba, no estaba en Jerusalén, ni tenía corte con boato, ni estaba dotado de esclavos, guardias ni palacios. Judas pensaba y esperaba un reino en el que las leyes se escribían en rollos y los jueces se sentaban en sillones adornados.

Judas no logró entender que el Reino de Jesús estaba en el corazón de cada uno, y que Jesús es el único juez, que dicta sus leyes partiendo siempre del amor y la humildad, y que su mano se levanta únicamente para comprender y perdonar.

Judas no entendió que Jesús nunca impone nada, sino que explica, enseña, pide… y espera, porque es el Dios del respeto, porque el respeto nace de los más tierno del amor, y para el amor, no existe el tiempo ni la urgencia, porque el amor no pide nada, el amor únicamente se da.

Este Miércoles Santo, les propongo que no busquemos meditaciones muy profundas, que simplemente nos traslademos (como ya les pedí varias veces), a cualquiera de los caminos de Galilea, que nos sentemos frente a la fogata que acaban de encender los apóstoles, y en silencio, sin decir nada, sin hacernos notar, contemplemos la noche al lado de Jesús, que charla, ríe y bromea con todos lo que estamos descansando de un largo día de camino.

Y mientras eso sucede, nos hagamos algunas preguntas:

¡Treinta monedas!, ¡Lo suficiente para comprar un lote de terreno! Lo grave de esto, no es el precio, sino el cinismo que se necesita, como para ir hasta los sacerdotes y aún el ánimo para negociar nada menos que al Fundador de su comunidad, al Maestro ¿Pediría Judas cincuenta y fue rebajando hasta llegar a treinta? ¿Quedó conforme, contento con ese precio? ¿Cómo es que no se arrepintió y habló con Jesús o cualquiera de los otros once para evitar aquel beso que debió quemar la mejilla de Jesús? ¿Cómo tuvo el valor de estirar la mano y recibir la bolsa con las monedas, esperar a que se forme la guardia y salir? ¿Qué sintió cuando eligió precisamente un beso para identificar a su víctima?

Se agolpan preguntas, crece el desprecio y la repulsa contra el traidor ¿no? Pero… ¿Cómo es que nosotros entregamos a un amigo, a un jefe, a un hermano mediante un chisme que lo crucifica en la comunidad o en la familia, y no a cambio de unas monedas, sino simplemente a cambio de una sonrisa de complicidad? ¿Cómo quedamos tranquilos cuando nos negamos a amparar a Cristo que toca nuestra puerta con rostro de mujer pobre o anciano pordiosero? ¿Cómo es posible que en mi recuerdo, en mi conciencia se hayan acumulado tantas cosas malas, tantos pecados, tantas traiciones que a veces son iguales o peores que las de Judas en mi vida?

Pero así como de la acción de Judas surgió el portento de la Resurrección, así mismo Jesús puede sacar la maravilla de su Reino en mí. El secreto está en que yo aprenda a mirar a Judas y a mí mismo, tal como Jesús lo miraba, lleno de amor y esperando una palabra para perdonar y volver a comenzar.

Mi Dios es maravilloso, es magnífico, porque como dice el salmo, “es lento para la ira pero presto a perdonar”. Por eso, esta Semana Santa debe quedar marcada a fuego en mi corazón. Debe marcar un antes y un después. Por eso esta meditación en lo horrible de la acción de Judas, cuyo papel yo desempeñé tantas veces. Por eso esta nueva decisión de entregarme con más fuerza, con más entusiasmo, con más alegría, porque mi Jesús, mi Dios, mi Salvador personal, aún me ama, y aún espera por mí.

Entonces es que me pongo de pie junto a la fogata, sacudo mi ropa de la tierra y las ramitas de pasto, y miro de frente a Jesús que levanta los ojos esperando mis palabras, y le digo:

Señor, estos días estoy tratando de verte más de cerca. Estoy tratando de entender mejor todo lo que significa la inmensidad de la donación de tu vida por mí, y hoy he aprendido a mirarme desde la humildad que me corresponde, desde mi pecado y mi traición, desde la facilidad con la que caigo una y otra vez, y desde la pasmosa tranquilidad con la que he pasado mi vida repartiendo besos como los de Judas.

Pero hoy te he mirado más de cerca, y he visto que tú aún me miras con amor y esperanza, y deseo profundamente mantenerme a tu lado, cambiar mi vida, cambiar este corazón que no se ablanda. Por eso mi Dios, te ruego que me lo cambies, que alejes de mi vida para siempre la bolsa con las monedas, y que tu Corazón se encarne en el mío. Ayúdame a amarte más.

martes, 7 de abril de 2009

Martes Santo

Cuando cante el gallo

Muchos de nosotros hemos tenido que pasar por alguna intervención quirúrgica alguna vez. Por eso sabemos muy bien de la angustia que se apodera del corazón, cuando vienen las enfermeras y lo trasladan a la sala de operaciones. Se agolpan las ideas en la cabeza: ¿Irá todo bien? ¿Quedaré sano? ¿Me dolerá mucho? ¿Y si me muero? Y así, miles de preguntas que quedan aprisionadas en la garganta, mientras el corazón late con fuerza. El miedo te atenaza, los ojos empiezan a mirar en rededor sin parar, como queriendo capturar esas últimas escenas, mientras las luces del techo pasan por encima demasiado velozmente…

Así podemos comprender las palabras con las que comienza la lectura del Evangelio de este Martes Santo: “Jesús se conmovió en su espíritu”. Había llegado la hora, “su hora”. Esa hora que Él mismo había anticipado una y otra vez a lo largo de su vida, y conociendo perfectamente el poco tiempo que quedaba a sus apóstoles para ser probados en su fe, desea que suceda todo de una vez. Que comience la batalla final para la salvación del hombre.

Hacían apenas unos instantes que les había lavado los pies, explicándoles las reglas básicas de la vida en comunidad, del servicio de unos a otros, de la humildad y el amor fraterno. También les había advertido que no todos ellos estaban limpios, en una clara insinuación a Judas (que seguramente ese momento miró hacia el techo fingiendo no entender la alusión), y sin embargo, cuando les aclara que uno de ellos había de entregarlo, ellos se preocupan no por hacer un examen de conciencia, sino de enterarse cuál de ellos sería.

Como suele suceder siempre, todos se miran entre sí, buscando al pecador. Ninguno mira su propia alma, ninguno piensa con humildad en su propia fragilidad, en su propia cobardía que luego sería personificada por el principal de ellos Simón Pedro. Seguramente que la angustia de Jesús se acrecentó más aún, al tener que aclararle al “Discípulo amado”, que impulsado por las señas de Pedro le pregunta cuál de ellos sería el traidor, porque Él sabía que la pregunta no era para hacer algo y evitar la traición, sino que era esa miseria humana que tanto usamos los hombres, de mirar con morbosidad los pecados de los demás. Por eso es que después de saber que se trataba de Judas, ninguno de ellos hace nada.

Cuántas veces nosotros mismos caemos en esta trampa del enemigo. ¿Algo salió mal? “Si, fíjate que fue fulanito el que se equivocó”, “¿Viste que el jefe se lo dijo en la cara?”, siempre mirando las fallas de los otros, siempre juzgando las actitudes de los demás.

Y dice Jesús a Judas: “Lo que vas a hacer, hazlo pronto”. Es el último llamado a la conciencia, es el grito desesperado del Corazón de Cristo, que quiere decirle a Judas: Decídete Judas, si me vas a entregar, no prolongues mi agonía, y si te vas a arrepentir, hazlo ahora, que aún tienes tiempo. Hazlo pronto, porque estoy angustiado. Dice la Escritura, que apenas comió el pan, el diablo entró en él. Judas había tomado su decisión; y como muchos de nosotros, salió de inmediato, es decir, se alejó de la presencia de Jesús para consumar su traición.

Se agolpan las preguntas, las ganas de interrogar a ese apóstol que nunca entendió que Jesús les predicaba amor de donación y no amor al poder y al dinero. ¿Qué hiciste Judas? ¿Pensaste bien mientras caminabas por las callejuelas de Jerusalén a consumar tu traición? ¿Creíste acaso que Jesús escaparía por la ventana, o que clamaría a su Padre por las legiones de ángeles que lo librarían del poder del Sanedrín? ¿Imaginaste acaso la daga que estabas clavando en el tierno Corazón de María? ¿Creíste que tu pecado no sería conocido por todo el mundo, y que tu nombre sería recordado para siempre como signo de oprobio y de traición?

“Hazlo pronto” nos repite Jesús angustiado, esperando que tomemos la decisión correcta, cada que caemos en aquellos viejos pecados con los que también salimos de su presencia para perdernos en las callejuelas del mundo en busca de las monedas manchadas que nos estira la mano del príncipe de este mundo, feliz de saber que su oferta es aceptada por nosotros.

Todos y cada uno de nosotros alguna vez hemos calzado las sandalias del pobre Judas, y eso Jesús lo sabe muy bien. Pero reconociendo nuestra fragilidad, no es cuestión de pensar que la fatalidad nos pierde sin remedio. Por el contrario, si seguimos la lectura del Evangelio de hoy, escucharemos las palabras de Jesús a Pedro: “Adonde yo voy no puedes seguirme ahora, pero me seguirás más tarde”

La esperanza de seguir a Jesús “más tarde”, es el mayor impulso, la promesa segura de que no estamos perdidos. Igual que Pedro y los demás apóstoles, es necesario aún que pasemos muchas cosas, muchas pruebas, es necesario que aprendamos a medir nuestras posibilidades y nuestras capacidades, que llevemos la noticia de la salvación al mundo, y que como Pedro, logremos el cambio, la conversión.

Sabemos muy bien que (igual que Pedro), caeremos una y otra vez en el pecado y la traición. Negaremos a Cristo muchas veces más de las que ya lo hicimos, pero sabemos también que si Judas se sumió en la oscuridad y la desesperanza, Pedro no bajó la guardia, y continuó su lucha diaria, en medio de persecución, cárcel, pobreza y torturas, pero siempre con la búsqueda del rostro del Dios amado, en espera de que llegue el día en que estemos por fin capacitados para ir allá donde está esperándonos Él.

Tomados de la mano de Jesús estaremos seguros, porque un día lograremos como Pedro transformar nuestra cobardía en fortaleza, y que podremos servir de ejemplo y de guía a nuestros hermanos. Entonces, ya esperaremos con alegría infinita, que el gallo cante cuanto quiera.

lunes, 6 de abril de 2009

Viviendo la Semana Santa

Lunes Santo

Meditaremos hoy sobre la mujer que ungió a Jesús con un perfume muy caro en casa de Simón “El Leproso”, y lo haremos transportándonos a la escena, tratando de vivirla como si fuéramos un personaje más, un servidor anónimo, un ayudante de la Virgen María, que seguramente (como era costumbre en esa época), junto a las demás mujeres, servía la mesa llevando platos, recogiendo vasos, etc.

Oremos: Virgen María, Madre de Dios y Madre mía, me acojo al amor materno con el que nos cuidas todos los días de nuestras vidas, para pedirte humildemente, que me permitas hoy, participar a tu lado de la cena en Betania. Quiero meditar este pasaje, para enriquecer mi alma con las enseñanzas que nos dejó tu Hijo Amado, mi Señor Jesucristo, y así recibir con verdadero júbilo la Pascua de Resurrección. Permíteme Madre mía, servir la mesa junto contigo, con Marta y las demás mujeres, para hacer carne en mi vida aquello que el Espíritu santo quiera marcar en mí con el fuego de su amor.

Refieren los Evangelios de Marcos (14:3-8) y Mateo (26:6-13), que Jesús había sido invitado a cenar, y Juan (12:1-8) nos da algunos detalles más, que son reveladores y muy útiles para poder meditar este pasaje. Él incluye algunos de los invitados: Lázaro que estaba a la mesa, Martha que ayudaba a servir, y además, identifica a la mujer que ungió los pies del Señor: María, la hermana de Martha y de Lázaro.

Dado el nivel social de los invitados (Lázaro y su familia por ejemplo), el dueño de la casa Simón El Leproso, era seguramente, uno de los tantos leprosos que Jesús había curado milagrosamente, y que quiso agradecer a Jesús por su sanidad, y podemos también suponer, que los demás invitados eran amigos de ambos, la alta sociedad de Betania.

Estaban todos sentados a la mesa, en medio de los correteos de las mujeres, las risas de los invitados, seguramente los amigos con la incógnita sobre qué enseñaría hoy el Maestro, y los fariseos a la espera de encontrar algo de qué acusarlo: De repente se hace un silencio en la espaciosa sala al sonar el cuello del frasco de mármol que María llevaba en sus manos, y que había quebrado en la orilla de ma mesa. Todas las miradas se vuelcan hacia ella, mientras se arrodilla a los pies de Jesús. El delicioso olor de nardos inunda el salón.

Todos los comensales conocían a María, y no precisamente como a una persona ejemplar. Dicen los Evangelios, que Jesús había expulsado de ella siete demonios. En el lenguaje bíblico, “siete” significa “Muchos, innumerables, todos”, cosa que lleva a pensar a algunos exégetas que se trataba de la misma María Magdalena, la prostituta famosa en Jerusalén. Pero, si así no fuera, el hecho de los “siete” demonios nos autoriza a pensar que era una mujer de muy mala fama, conocida por su vida poco edificable y su poca moral. ¿Qué haría ésta a los pies de Jesús?

Y María comienza a vaciar ese carísimo perfume a los pies del Maestro, que le sonríe lleno de ternura y comprensión. Jesús sabía todo lo que significaba la unción que le estaba haciendo María. Él no miraba las trescientas monedas de plata que costaba ese perfume. Lo que Jesús estaba mirando, era el testimonio de conversión de María. Veamos porqué:

En esa época, eran muy pocos los materiales que tenían las mujeres para embellecerse. Un polvo blanco hecho de nácar molido, aceite para hacer brillar el pelo y perfume. El perfume constituía el mayor atractivo, llamémosle la “mejor herramienta”, sobre todo, porque invitaba a la distancia. Las prostitutas (a las que añadiremos también a las mujeres “livianas” pero de la sociedad), resaltaban su atractivo más que nada con perfumes, y entre ellos, el más fino (de importación), era el de nardos.

Cuando María vuelca el perfume sobre los pies de Jesús, está mostrando no solo al Maestro, sino también a todos los hombres que la contemplaban, que ella había sido sanada por Cristo en cuerpo y alma. Era un grito silencioso, un “nunca más”. María estaba mostrando que su deseo más profundo era su conversión, su cambio de vida, ella ponía a los pies de Jesús su pasado, pero principalmente su pecado.

Y quizá lo más fuerte para María, lo que la llevaba a un compromiso de por vida, era que lo estaba haciendo a la vista de todos sus amigos y conocidos, de todos los invitados que conocían su pasado, y que seguramente la criticaban mucho, pero también disfrutaban de esos pecados.

Es una clara muestra de agradecimiento y amor, que a semejanza del de Jesús, es una amor de donación y entrega. Así como Jesús entregó toda su vida por nosotros, así mismo, María pone a los pies de Jesús toda su vida por amor a Él.

María de Betania, nos deja pues, una muestra incomparable sobre la forma de actuar cuando decimos que queremos convertirnos. Cada uno de nosotros, tendría que vaciar a los pies de Jesús nuestro perfume particular (televisión, películas inmorales, amistades perniciosas, ambiciones desmedidas, o cualquier cosa que nos es ocasión de pecado), pero hacerlo públicamente, sin vergüenzas ni miramientos, sin ocultarlo como si fuera algo perjudicial o vergonzoso, sino con el valor, la claridad y la sencillez con que lo hizo María.

Meditemos este Lunes Santo, en nuestro propio testimonio de conversión frente a nuestra familia, nuestros amigos o compañeros de trabajo, nuestra comunidad y la sociedad en general, y que sea firme nuestra decisión de tomar de una vez por todas el cambio hacia una vida más espiritual, de amistad con Dios. Es mil veces más sublime y atractivo el perfume del cielo a los del mundo, porque se pudren muy pronto, y nos dejan con esa eterna ansiedad de necesitar más.

Nuestro anhelo es que un día también por nosotros Jesús diga: “dondequiera que se proclame el Evangelio, en todo el mundo, se contará también su gesto y será su gloria”, como se lo dijo a María, la de Betania.

Videos Provida: Película "Dinero con sangre"