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martes, 7 de abril de 2009

Martes Santo

Cuando cante el gallo

Muchos de nosotros hemos tenido que pasar por alguna intervención quirúrgica alguna vez. Por eso sabemos muy bien de la angustia que se apodera del corazón, cuando vienen las enfermeras y lo trasladan a la sala de operaciones. Se agolpan las ideas en la cabeza: ¿Irá todo bien? ¿Quedaré sano? ¿Me dolerá mucho? ¿Y si me muero? Y así, miles de preguntas que quedan aprisionadas en la garganta, mientras el corazón late con fuerza. El miedo te atenaza, los ojos empiezan a mirar en rededor sin parar, como queriendo capturar esas últimas escenas, mientras las luces del techo pasan por encima demasiado velozmente…

Así podemos comprender las palabras con las que comienza la lectura del Evangelio de este Martes Santo: “Jesús se conmovió en su espíritu”. Había llegado la hora, “su hora”. Esa hora que Él mismo había anticipado una y otra vez a lo largo de su vida, y conociendo perfectamente el poco tiempo que quedaba a sus apóstoles para ser probados en su fe, desea que suceda todo de una vez. Que comience la batalla final para la salvación del hombre.

Hacían apenas unos instantes que les había lavado los pies, explicándoles las reglas básicas de la vida en comunidad, del servicio de unos a otros, de la humildad y el amor fraterno. También les había advertido que no todos ellos estaban limpios, en una clara insinuación a Judas (que seguramente ese momento miró hacia el techo fingiendo no entender la alusión), y sin embargo, cuando les aclara que uno de ellos había de entregarlo, ellos se preocupan no por hacer un examen de conciencia, sino de enterarse cuál de ellos sería.

Como suele suceder siempre, todos se miran entre sí, buscando al pecador. Ninguno mira su propia alma, ninguno piensa con humildad en su propia fragilidad, en su propia cobardía que luego sería personificada por el principal de ellos Simón Pedro. Seguramente que la angustia de Jesús se acrecentó más aún, al tener que aclararle al “Discípulo amado”, que impulsado por las señas de Pedro le pregunta cuál de ellos sería el traidor, porque Él sabía que la pregunta no era para hacer algo y evitar la traición, sino que era esa miseria humana que tanto usamos los hombres, de mirar con morbosidad los pecados de los demás. Por eso es que después de saber que se trataba de Judas, ninguno de ellos hace nada.

Cuántas veces nosotros mismos caemos en esta trampa del enemigo. ¿Algo salió mal? “Si, fíjate que fue fulanito el que se equivocó”, “¿Viste que el jefe se lo dijo en la cara?”, siempre mirando las fallas de los otros, siempre juzgando las actitudes de los demás.

Y dice Jesús a Judas: “Lo que vas a hacer, hazlo pronto”. Es el último llamado a la conciencia, es el grito desesperado del Corazón de Cristo, que quiere decirle a Judas: Decídete Judas, si me vas a entregar, no prolongues mi agonía, y si te vas a arrepentir, hazlo ahora, que aún tienes tiempo. Hazlo pronto, porque estoy angustiado. Dice la Escritura, que apenas comió el pan, el diablo entró en él. Judas había tomado su decisión; y como muchos de nosotros, salió de inmediato, es decir, se alejó de la presencia de Jesús para consumar su traición.

Se agolpan las preguntas, las ganas de interrogar a ese apóstol que nunca entendió que Jesús les predicaba amor de donación y no amor al poder y al dinero. ¿Qué hiciste Judas? ¿Pensaste bien mientras caminabas por las callejuelas de Jerusalén a consumar tu traición? ¿Creíste acaso que Jesús escaparía por la ventana, o que clamaría a su Padre por las legiones de ángeles que lo librarían del poder del Sanedrín? ¿Imaginaste acaso la daga que estabas clavando en el tierno Corazón de María? ¿Creíste que tu pecado no sería conocido por todo el mundo, y que tu nombre sería recordado para siempre como signo de oprobio y de traición?

“Hazlo pronto” nos repite Jesús angustiado, esperando que tomemos la decisión correcta, cada que caemos en aquellos viejos pecados con los que también salimos de su presencia para perdernos en las callejuelas del mundo en busca de las monedas manchadas que nos estira la mano del príncipe de este mundo, feliz de saber que su oferta es aceptada por nosotros.

Todos y cada uno de nosotros alguna vez hemos calzado las sandalias del pobre Judas, y eso Jesús lo sabe muy bien. Pero reconociendo nuestra fragilidad, no es cuestión de pensar que la fatalidad nos pierde sin remedio. Por el contrario, si seguimos la lectura del Evangelio de hoy, escucharemos las palabras de Jesús a Pedro: “Adonde yo voy no puedes seguirme ahora, pero me seguirás más tarde”

La esperanza de seguir a Jesús “más tarde”, es el mayor impulso, la promesa segura de que no estamos perdidos. Igual que Pedro y los demás apóstoles, es necesario aún que pasemos muchas cosas, muchas pruebas, es necesario que aprendamos a medir nuestras posibilidades y nuestras capacidades, que llevemos la noticia de la salvación al mundo, y que como Pedro, logremos el cambio, la conversión.

Sabemos muy bien que (igual que Pedro), caeremos una y otra vez en el pecado y la traición. Negaremos a Cristo muchas veces más de las que ya lo hicimos, pero sabemos también que si Judas se sumió en la oscuridad y la desesperanza, Pedro no bajó la guardia, y continuó su lucha diaria, en medio de persecución, cárcel, pobreza y torturas, pero siempre con la búsqueda del rostro del Dios amado, en espera de que llegue el día en que estemos por fin capacitados para ir allá donde está esperándonos Él.

Tomados de la mano de Jesús estaremos seguros, porque un día lograremos como Pedro transformar nuestra cobardía en fortaleza, y que podremos servir de ejemplo y de guía a nuestros hermanos. Entonces, ya esperaremos con alegría infinita, que el gallo cante cuanto quiera.

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