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martes, 12 de agosto de 2008

Editorial: ¡No teman, soy Yo!

Mateo 14, 22-33, al relatar el pasaje en el que el Señor se acerca a sus discípulos caminando sobre el agua, comienza señalando una vez más la costumbre que Él tenía, de retirarse con frecuencia a orar en soledad.

Qué necesario nos es pues a nosotros, buscar con frecuencia unos minutos de soledad para hablar con Cristo nuestro Señor. Si Él lo hacía con tanta asiduidad, ya podemos imaginar cuán necesario debe ser para nosotros el poder hablar con Dios, consultarle, preguntarle y ofrecerle todas nuestras pequeñas cosas, a fin de que lo que hagamos, sea fructífero, bueno y constructivo para el Reino en la tierra.

Muchas veces, la falta de un contacto permanente con Dios a través de la oración, hace que nuestra pequeña barca se aleje de la orilla, que empiece a navegar sacudida por las olas de la vida en medio de la oscuridad y el rugir del viento. Cuántas otras, sentimos que nos vamos a hundir si remedio, y luchamos denodadamente, buscando soluciones que no se dan, porque están alejadas de la voluntad de Dios, y ¿Cómo podríamos reconocer sus llamados, si ya hemos olvidado el sonido de su voz, si hace tanto tiempo que nuestros oídos solo están atentos a lo que nos presenta el enemigo?

No está demasiado lejana la posibilidad de que veamos en medio de la tormenta a Jesús que se acerca a nosotros, trayéndonos soluciones, paz, descanso, y nos ponemos a gritar, porque lo confundimos con un fantasma. Es más, se ha vuelto común, escuchar en los medios de comunicación, que todo aquello que huele a Dios, a religión o moral, son los fantasmas que llevamos los “fanáticos” que nos aferramos a vivir lo que nos enseña la Iglesia Católica desde mucho antes que nacieran nuestros padres.

Cuán común se ha vuelto encontrar hermanos, que entusiastamente (igual que Pedro), bajan de su barca y comienzan a acercarse a Jesús, y a los primeros embates del viento mundano, la comodidad o los miramientos, se hunden sin remedio, porque no atinan ni siquiera recurrir a Él gritando también como Pedro “Sálvame Señor”, y dejan vacía la mano amorosa que ansía sacarlos del peligro desde el Sagrario.

Cuántas veces el Señor nos dirá al oído: “¿Por qué dudas? ¿Por qué no agarras mi mano, si está a tu alcance?, agárrate a Mi, estoy aquí, a tu lado, sal del agua, no te sientas solo, estoy contigo en todo momento.”, mientras nos empeñamos en salir a flote sujetos a nuestra pobre capacidad de flotar, de nadar, de mirar en medio de la noche a la barca que se aleja irremediablemente, teniendo al alcance de nuestras manos la salvación, el auxilio, la vida en Jesús.

Todos llevamos nuestras propias cargas, y ellas nos hunden más por su propio peso, que junto a nuestra carga de humanidad nos jala hacia el fondo. Solo la poderosa mano de Aquel que da la vida por nosotros, por cada uno, por ti y por mí, solo la mano de Jesús nos puede mantener a flote, pero para ello, es necesario que sepamos reconocer su voz, que estemos permanentemente acostumbrados a mirarle, a conversar con Él, a que nos escuche, pero también nos cuente de su vida y sus deseos, de todo aquello que tiene para darnos y también todo aquello que desea que nosotros le demos. De otra manera, es muy posible que en lugar de pedirle la salvación, nos alejemos de Él, pensando como los apóstoles, que es un fantasma.

A veces, la idea de salir de la seguridad de la barca, nos produce miedo, porque sabemos que ello implica dejar la comodidad, la seguridad, la costumbre. El pensar que deberíamos dejar de vivir como siempre lo hemos hecho, que deberíamos hacer algo por los demás, que deberíamos dar aquello que se acumula en la casa, que deberíamos atender con más tiempo y más ternura a ese anciano que conocemos, que sería bueno visitar a ese enfermo o ese preso, incluso pensar que deberíamos perdonar a esa persona que nos hizo daño, nos produce miedo, pánico, terror.

Felizmente, a lo largo de las Escrituras, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, Dios dice siempre lo mismo para anunciar su presencia o a sus emisarios, y lo repite a los apóstoles que gritaban en la barca: “No teman”. No tengamos miedo, Él nunca dejará uno solo de nuestros esfuerzos sin recibirlo lleno de amor y esperanza, Él siempre estará a nuestro lado, esperando que lo miremos como a nuestro Dios, pero también con la confianza de nuestro hermanos, con la sabiduría que le proviene del Padre, pero también con la ternura del Hijo, esperando que cuando Él nos lleve de vuelta a nuestras barquitas, le repitamos agradecidos: “Verdaderamente, Tú eres el Hijo de Dios”.

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