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lunes, 25 de agosto de 2008

Editorial: Tú eres Piedra

Una aplicación del Evangelio de esta semana a nuestra vida, nos lleva a contemplar entre otras muchas posibilidades (como siempre sucede con la Palabra de Dios), por una parte el reconocimiento de Pedro (y nuestro) a Jesús como el Mesías, el Hijo de Dios Vivo, el Enviado del Padre, prometido desde el inicio de los tiempos, para redención y salvación de la humanidad.

Siguiendo ésta línea, podemos detenernos en hacer la pregunta de Jesús, como dirigida a nosotros mismos, y con seguridad nuestra respuesta, nos lleva a darnos cuenta de la verdadera necesidad de tomar más en serio la cercanía que Dios desea tener con el ser humano, incluidos tú y yo, su deseo de una relación íntima y personal, y de ahí podemos, mediante la contemplación de este misterio tan maravilloso, observar las muchísimas veces que Él ha susurrado a nuestros oídos las muestras de su amor, tan poderoso, tan real y tan presente, que llega hasta la sutileza de una ternura infinita, que acaricia el alma aún cuando por nuestras accionas, nos ponemos en el “bando contrario”.

Esta presencia tan cercana de Jesús, debe ser una constante en mi vida, y debo repetir su pregunta constantemente: “¿Quién dices tú que soy Yo? Porque, si me reconoces como tu Mesías, como tu Salvador, no puedes dejar de reconocerte a ti mismo como mi enviado, como mi embajador, para que muestres al mundo con tu manera de vivir, todo lo que Yo ofrezco, lo que he venido a enseñar, por lo que he dado mi vida misma.”

Quizás entonces, lo que me está haciendo falta, sea estar plenamente consciente (las 24 horas del día), de mi condición de embajador de Cristo. “Esto no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos”, significa que aquello que yo siento como una verdad en mí, no es algo innato, ni es fruto de mi inteligencia ni de ninguna de mis capacidades, sino que viene directamente del Padre, que Él en persona se fijó en mi, me amó aunque yo no lo conocía, y decidió elegirme como una piedrecita más del edificio de su Iglesia, o sea, me miró como a algo útil para sus planes, se complació en asignar un valor a mi vida, me puso entre los materiales buenos para su construcción.

Él se acercó a mi pobreza, para revelarme que envió a Su Hijo para salvarme a mí. Al reconocerlo a Él como a mi Dios, debo reconocer también, que mi condición de enviado, me coloca en un sitial de privilegio frente a mis instintos y todas las pequeñeces en las que suelo caer tan frecuentemente. Al darme la condición de enviado, me dio también la autoridad y la dignidad suficientes como para que yo lo represente, como debe representar un embajador a quién lo envía.

Pero, al saber que Él es un Dios bueno y misericordioso, también debo reconocer que conoce muy bien mis miserias, mis debilidades, y que por amor, las ha ocultado en lo profundo de su Corazón, y por eso, cuando me mira, me sigue amando, mantiene su confianza y su esperanza en mí, ¿Cómo entonces, no responderle con la misma altura, con la misma confianza, con la misma esperanza, con el mismo amor?

Si hago el esfuerzo de mantenerme constantemente en el ejercicio de mis funciones, en la responsabilidad y el privilegio de mostrar al mundo qué es lo que Jesús hizo, y hoy mismo sigue haciendo en mi vida, entones también puedo mantener para mí la promesa de ser parte de la construcción de su Iglesia. Cuando Jesús eligió a Pedro como la piedra sobre la que levantaría tan hermoso edificio, no dejó al azar el resto de la construcción. Jesús nos vio también a ti y a mi, y supo en qué muro, en qué lugar nos veríamos mejor, encajaríamos perfectamente, y seguramente, como cualquier artista, sonrió complacido.

¡Qué esperanza tan linda tenemos los católicos, si logramos aprender a vivir las enseñanzas de Cristo!, pero no debemos descuidarnos, porque sabemos que hay un enemigo, que no duda en llenarnos de lodo, queriendo hacernos inservibles para nuestro arquitecto. Es necesario mantenernos en vigilia constante, para limpiar nuestras impurezas, nuestras aristas, que por feas y filosas, no dejan de lastimar las manos de Jesús, ya heridas por los clavos. Debemos observarnos constantemente en el espejo de sus ojos, para mantenernos limpios, tallados y pulidos como Él nos necesita y nos quiere.

Porque cuando Él necesite ponernos en el muro, sería muy bello que nos coloque junto a nuestros seres queridos, nuestros padres, nuestros hijos, nuestros amigos, y que cuando nos contemple sentado junto al fuego de la chimenea, suspire contento y orgulloso del brillo de cada una de esas piedras elegidas con tanto amor.

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