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lunes, 22 de septiembre de 2008

Editorial: En la viña del Señor

La parábola de los viñadores de última hora, debería ser una lectura de permanente reflexión en los grupos apostólicos, sobre todo en función a la creación de la comunidad que aspiramos a tener en nuestras agrupaciones, para así participar del Cuerpo Místico de Jesús, que es su Iglesia universal, la Iglesia Católica.

Cuando el Señor nos mira lleno de amor y nos invita a ir a su viña, siempre la promesa es la misma: “Yo les pagaré lo justo”. Y en el lenguaje de Dios, lo justo es ni más ni menos que “lo justo”, o sea, que el Señor no ofrece la paga con miras a negociar, no concede aumentos, ni privilegios; el Señor es el Justo Juez, que mira lo profundo de nuestras almas, y por eso sus sentencias son inapelables.

Nuestra alternativa, es aceptar el trabajo en la viña, o quedarnos en la plaza, contemplando cómo se desgranan nuestros días, simplemente mirando el pasar de los demás, muchos de los cuales irán de paso a la viña, y otros, camino del bar de la esquina, donde además de perder sus días, los cubrirán con la neblina del alcohol, la música, el baile y los gritos y cantos de la sociedad que pulula en el bar, pero aún así, el Señor lleno de paciencia y bondad, nos buscará al día siguiente en la plaza, nos sonreirá con esperanza de ser escuchado, y volverá a invitarnos: “Vayan a mi viña, allá Yo les pagaré lo justo.”

Pero no termina todo con el traslado a la viña. Más aún, podríamos decir que es ahí donde comienzan los problemas. Apenas llegamos, empezamos a darnos cuenta de lo mucho que nos falta para comprender el deseo del Señor, de que en su viña hagamos una comunidad, una familia unida por los lazos del amor, tal y como Él nos ama.

Comenzamos por darnos cuenta, de que en los dormitorios, las mejores camas ya están ocupadas, los mejores colchones ya tienen dueño, los platos más grandes son para los más antiguos, de tal manera, de que nos toca dormir en el suelo y detrás de la puerta, y a la hora de comer, nos toca un platillo de desayuno, con sopa fría y sin carne adentro. “¡El puro caldo!” Pensamos. ¿Y en cuanto al trabajo? ¡Ni hablar! Nuestros surcos son los más lejanos, los que más piedras tienen, los que menos agua reciben… en otras palabras, no hacemos otra cosa que comparar lo que se nos dio, y perdemos de vista, que si no hubiéramos ido a la viña, seguiríamos sentados en la plaza sin comer, viendo pasar a los demás.

Unos antes, y otros después, entre empujones y golpes, llegamos a darnos cuenta, de que en la viña en realidad el patrón no hace diferencias, son los obreros que las hacen, unos porque se imponen, otros porque no se atreven a reclamar, y los más, por pura indiferencia (llamémosla tibieza).

Pero los verdaderos problemas, comienzan cuando el Amo se dispone a pagar el jornal a cada uno, porque durante todo el día de trabajo, nos hemos pasado pensando en los méritos que vamos dejando, en la mayor cantidad de horas que trabajamos, y no dejamos de comparar la calidad de nuestras uvas, el tamaño de nuestras canastas, con las de los demás.

Ay de alguno, si sospechamos que empieza a hacerse notar más que nosotros, o si lo sorprendemos con mejores uvas o canastas más grandes. Los empujones se convierten en mordiscones, la mayor parte de las veces a ocultas y como al descuido, y hasta a veces no dudamos en ponerle un par de pedrones en la canasta, para que le resulte más pesada y así lleve menos uvas a la bodega, y ¡Ay de él, si lo sorprendemos cogiendo algún racimo de “nuestro” surco!.

Por supuesto, todo esto sucede, cuando el Amo no está a la vista, cuando creemos que nadie se enterará de nuestro comportamiento, y nuestras acciones hasta podrían quedarse ocultas en algún rincón de la viña. Por supuesto, esto no sucede, porque resulta que aunque no podamos verlo, el Amo sí puede verlo todo, solo que nos ama tanto, que aunque nuestras miserias lo lastiman profundamente, Él sufre, pero respeta la libertad que nos regaló.

Lo que debemos buscar, es darnos cuenta, de que a la hora de la paga, todos cobraremos igual, todos llegaremos al reino de la promesa, porque el dueño, el Amo, hace lo que quiere, y Él ha dispuesto por amor, darnos SU reino como paga. La felicidad eterna.

Cuán diferente es, si trabajamos todos juntos, si dejamos de mirar las canastas del vecino, si por el contrario, nos ayudamos para cargar más, para que el trabajo de todos sea más ligero, más alegre, más tranquilo y más rápido, y así podamos, al caer la tarde, disponer de unos minutos para todos juntos, sentarnos a la sombra de un cedro alrededor del Amo, y dejar que Él nos cuente de su familia, de su Padre Todopoderoso, de su Madre Santísima, y del amor que siente por ti y por mi. ¿No sería en todo caso mucho mejor?

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