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viernes, 20 de febrero de 2009

Aplicando el Evangelio: Perforando techos

En la lectura del Evangelio para el domingo 22 de febrero (Mc 2, 1-12), se nos relata que al correr la noticia del retorno de Jesús a Cafarnaúm se había reunido tanta gente, que nadie se podía ni acercar a la puerta. Entonces, trajeron a un paralítico, y al ver que no lo podían acercar a Jesús, abrieron un boquete en el techo y por allí lo bajaron hasta donde estaba el Señor enseñando la Palabra. Dice la lectura textualmente: “Al ver la fe de aquella gente, Jesús dijo al paralítico: «Hijo, se te perdonan tus pecados.»”

Este pasaje, nos lleva a pensar en algunos personajes que ni se mencionan en el Evangelio, pero que son de suma importancia, como todo en la Palabra de Dios. ¿Quiénes eran los que llevaban al paralítico? ¿Sus parientes, sus hijos, sus hermanos, sus amigos o simplemente vecinos piadosos que se ofrecieron para hacer que el Maestro vea al enfermo postrado?

Pero no es importante saber el grado de cercanía que los unía al paralítico, y para esta relexión, los llamaremos simplemente sus amigos. Lo importante es pensar que al saber que había llegado Jesús, ellos se tomaron el trabajo de cargar la camilla vaya a saber por qué distancia, y sin importarles el calor, la hora ni la cantidad de gente que se agolpaba alrededor de la puerta, ¡no dudaron en hacer una perforación al techo! ¡Habían agujereado el techo de una casa ajena, treparon al paralítico con su camilla, seguramente con enorme esfuerzo, y luego lo hicieron descender hasta los pies del Salvador.

En realidad, lo que llamó la atención de Jesús, lo que para Él fue una verdadera muestra de fe que lo llevó a perdonar los pecados y sanar el cuerpo de ese hombre, fue la actitud de sus amigos, fue la decisión sin dudas de hacer que Cristo vea al enfermo, fue la seguridad que tenían de que si se lo presentaban, Jesús lo sanaría. Fue el esfuerzo no medido, la decisión inamovible, la seguridad de lo que hacían, hasta llegar a perforar el techo. Esa fue la fe que vio Cristo y lo conmovió tanto.

Esa actitud indeclinable, esa misma fe es la que consigue tantos milagros, cuando los católicos unidos en torno a alguien que sufre en su alma o su cuerpo, oramos intercediendo y pidiendo misericordia y perdón. Esa es nuestra función de sacerdotes, adquirida gratuitamente en el bautismo por gracia de Dios.

La actitud más efectiva de un católico actuando como sacerdote, es la intercesión, la oración desinteresada pidiendo por el hermano necesitado, por el solitario, el anciano, el niño enfermo o abandonado, y los millones de bebés que nunca conocerán la luz del sol.

Interceder, viene del latín "inter-cédere", que quiere decir "ponerse en medio". La Sagrada Escritura se refiere a Jesús como El Puente, porque Él se puso entre las dos orillas para unir a Dios y al hombre. Jesús presenta al hombre el amor de Dios, y presenta a Dios las necesidades del hombre. El, es el intercesor por excelencia, y los que buscamos la conversión, tratamos de imitarlo en cada instante de nuestra vida.

Nuestra misión por lo tanto, es la de tomar la camilla de nuestros impedidos físicos, intelectuales, morales o espirituales, llevarlos hasta Jesús, y si es necesario, perforar techos, trepar paredes, romper resistencias, y todo lo que fuere, para ponerlos a los pies de Jesús, con la seguridad absoluta, de que serán perdonados y sanados de todos sus males. Es la de hacer de puente entre las necesidades de nuestros hermanos y Jesús, que nos espera en la Eucaristía solícito y atento.

Las comunidades católicas, son el ámbito especialmente formado para ejercer esta hermosa labor de intercesión. Desde la más humilde casita de oración, podemos mostrarle al Señor nuestra fe, presentándole a nuestros necesitados, pidiendo por ellos, orando por ellos, ofreciendo nuestros sacrificios. No dudemos de subir al techo, aunque a veces parecería demasiado trabajo, demasiado esfuerzo, aunque la puerta esté llena de gente, aunque parezca que somos demasiado pequeños, demasiada poca cosa, si se lo pedimos con seguridad y confianza, Él no podrá dejar de ver nuestra fe, y la verdad es que hay muchas maneras de perforar los techos y los muros del mundo.

Por todas partes vemos hermanos nuestros lastimados, desorientados, angustiados y confundidos. Nosotros mismos tenemos muchos momentos en los que nos doblegamos como pajitas sopladas por el viento, y a veces hasta sentimos que se nos puede llegar a partir el tallo con cada sacudón. Pero ánimo, Él está siempre atento, y siempre esperando nuestra oración. Él está con ese su Corazón lleno de amor detrás de la puerta del Sagrario anhelando nuestra visita, para que le contemos nuestras penas, nuestras preocupaciones, nuestros dolores… y también para que le digamos: “Señor, qué bello eres, qué bueno eres, gracias por todo lo que me das, aunque yo no te lo pida, gracias por escucharme cuando te hablo de las necesidades de mis hermanos, porque cuando siento el peso de mi cruz, siempre resulta ser un poquito menos pesada que la de los demás. Te amo, Señor”

“Pidan” (dice el Señor), y de veras a Él le encanta que le pidamos lo que es bueno para nosotros, pero lo que lo enternece y lo conmueve es cuando pedimos no por nosotros, sino por los más necesitados, por los que sufren, por los que lloran, aunque entre ellos estemos nosotros mismos.

La recompensa es maravillosa, cuánta alegría, cuánta felicidad cuando vemos a alguien por el que estuvimos intercediendo, sano y feliz. Entonces se nos llena el corazón de luz y esperanza y, aunque igual que a los amigos del paralítico nadie nos mencione nunca, celebraremos con él su perdón y su sanidad.

Esa es nuestra función bautismal de sacerdotes, y ese es nuestro derecho de comunidad, porque ya Jesús lo dijo: “Ámense los unos a los otros como Yo los he amado”, y Él se prodigó pidiendo por nosotros a lo largo de su pasión y su muerte en la cruz.

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