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viernes, 8 de mayo de 2009

La dulzura de las uvas

El Evangelio del domingo V de Pascua (10/05/2009), nos muestra una de las figuras más conocidas del Nuevo Testamento, en el que Jesús se identifica como la Vid Verdadera, señala al Padre como al Labrador, y a nosotros los seres humanos como a los sarmientos o ramas de esa misma vid, y vale la pena meditar un poco sobre esa figura.

Cuando hablamos de vid, no podemos dejar de pensar en el árbol del cual se cosechan las uvas, que desde tiempos inmemoriales son utilizadas por los humanos como fruta exquisita, y desde tiempos de Noé y su arca, como materia prima para elaborar el vino.

Es demasiado conocida la figura de la vid y los sarmientos como para detenernos a meditar lo que significa, y quizá nos resulte útil por ahora, a manera de cambio, detenernos a lo que implica ser parte de la vid. ¿Me dice algo mi condición de sarmiento, cuando me paso la mayor parte de mi vida creyendo que yo soy una vid independiente de todo lo demás? ¿Qué significa para mí ser un sarmiento de semejante vid? Al fin y al cabo, ¿qué es lo que significa “dar fruto”, si yo no hago mal a nadie y asisto a la Misa todos los domingos? Y así, muchas preguntas que podemos ir haciéndonos cada uno conforme a sus circunstancias personales.

Pero, suplicando la asistencia del Espíritu Santo, comencemos a introducirnos un poquito en el tema.

El sarmiento (o rama), está unido indisolublemente al tronco de la vid. Recibe del tronco la savia que lo alimenta, o sea que su vida depende absoluta, totalmente del tronco del cual emergió. Fue el tronco el que le dio la existencia, y es el tronco el que se la mantiene. Fue Jesús el que me dio mi vida, y si no recibo de Él todo lo que me da para alimentarme, es imposible que yo pueda vivir. Para mí, Jesús es todo lo que yo necesito en este mundo.

Pero la vid tiene una función que cumplir asignada por el Labrador, que es la de producir uvas, pero no basta con que sean uvas, sino que además tienen que ser uvas dignas de esa calidad de vid. Entonces, si el tronco me permitió crecer como una rama emergente de Él, fue también con el objetivo, la misión de que de mí salgan las más hermosas y dulces uvas, los frutos que en su momento el Labrador pondrá para adornar su mesa con orgullo y satisfacción.

Es de particular importancia el notar que en ningún momento se nos habla de la forma de la rama, ni da la belleza de sus hojas, ni de la frescura de su sombra, porque nosotros estamos acostumbrados a esmerarnos y gastar nuestros esfuerzos y nuestros días en acicalar nuestra imagen como rama.

Cuántos afeites, cuántos cosméticos, cuántas mentiras, engaños y disfraces utilizamos cada día para hacer que las demás ramas nos miren crecer brillando llenas de hojas y de verdor, rutilantes al sol de la mañana, meciéndonos al viento con elegancia, olvidándonos de que tantas hojas, tanto brillo y tanto sol ya no nos dejan fuerzas ni lugar donde crezcan los racimos que buscará el Labrador, y si llegan a crecer, no podrán alcanzar el grado de dulzura necesario para alegrar la mesa, sino que terminarán como alimento de los animales o secándose en la rama que no los dejó crecer.

Este Evangelio, nos habla sobre todo de humildad, ya que nos llama a darnos cuenta de que dependemos absolutamente de Jesús para vivir. Nos habla de que no estamos llamados únicamente para llenar un espacio en el mundo y terminar algún día sin pena ni gloria, como una rama mas del bosque, que se pudre entre la hojarasca hasta desaparecer.

Nos muestra la necesidad de ocuparnos de la calidad de frutos que producimos en la vida, de su belleza, de su dulzura, de su fertilidad, pensando siempre que todo lo que podemos hacer, proviene de ese tronco firme que es Jesús.

También nos muestra algo que muchas veces perdemos de vista por más lógico que parezca: Si somos sarmientos de una vid, no podemos producir otra cosa que no sea uvas. Cuando por circunstancias de la vida o por dones que nos regala el Espíritu santo llegamos a escalar posiciones de determinada altitud, aún sin darnos cuenta, sutil y suavemente, comenzamos a pretender que nuestras uvas sean mejores, más bonitas, más grandes que las de los demás sarmientos, y comenzamos a adornar o disfrazar tanto cada uva, que terminamos pretendiendo producir peras, higos o naranjas.

El orgullo, la vanidad, el personalismo nos cubren los ojos con muchísima facilidad, y nos los cubren tanto, que ya no llegamos a ver el tronco del cual dependemos. Comenzamos a creer que somos árboles independientes, y hasta llegamos a pensar que somos más altos, más fuertes y más poderosos que la propia vid que puso el Labrador, hasta que llega el momento de la poda, y cuando vemos acercarse las tijeras del podador… puede ser que no tengamos qué mostrar para evitar ser vistos como alimento para la chimenea.

Lo bueno es que siempre tenemos algo de frutos. Es muy difícil y muy duro pensar que somos ramas sin ningún valor, y que nuestras vidas no sirven para que el tronco saque frutos de ellas. Lo que sí nos debe ocupar constantemente, es hacer que cada uva nuestra, sea dulce y agradable, aunque para esta cosecha no haya alcanzado el tamaño y la forma ideal, pero que tengan la dulzura suficiente para agradar al Labrador.

Y esa dulzura nos es dada a raudales, constantemente, como un tesoro que por ahí no sabemos verlo. Es el amor con el que el Señor baña nuestras vidas cada día, ese amor que para encarnarse en cada uva es necesario ponerlo con cuidado, con delicadeza, con respeto, dicho de otra manera, con más amor.

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