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sábado, 13 de junio de 2009

Corpus Cristi

Estamos celebrando la Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Una de las fechas más importantes y significativas del año litúrgico de la Iglesia Católica, y para los miembros del Apostolado de la Nueva Evangelización, con esta Solemnidad se nos abre una semana de especial meditación y reflexión en cómo afecta nuestras vidas la Santa Eucaristía, puesto que nos proclamamos eucarísticos y marianos.

Es de especial importancia que procuremos ir más allá de la explicación simple de decir que somos eucarísticos porque amamos a la Eucaristía, y porque procuramos adorar el mayor tiempo posible a Jesús en el sagrario hecho Pan de Vida.

Con la ayuda del Espíritu Santo, en estas líneas que limitan en espacio y tiempo, procuraremos ver algunos aspectos que seguramente nuestros lectores podrán profundizar, enriquecer, matizar, explicar y aplicar a sus vidas en sus meditaciones de las casitas de oración.

Sin lugar a dudas, el amor humano es infinitamente inferior al amor de Dios, sin embargo, al ser nosotros hechos a imagen y semejanza del Dios Creador, podemos decir que de alguna manera, aunque solo sea a nivel de esperanza, nuestra forma de amar (cuando de veras amamos), se parece en algo a ese amor divino que Dios nos regala a cada uno. De ahí precisamente nace nuestra capacidad de dar y recibir amor.

Y cuando nos sentimos en los más altos niveles del amor, no podemos evitar un deseo profundo de fundirnos, de unirnos la más profundamente con el ser amado. Quisiéramos hacernos uno solo, y nuestra expresión más común es abrazarnos fuertemente, lo más fuerte posible, para sentirnos unidos.

El Señor en su bondad, movido por su misericordia infinita, se encarnó en la Santísima Virgen María, y se hizo hombre igual que nosotros menos en el pecado, precisamente para enseñarnos a amar, porque ese es el más grande requisito para lograr la salvación.

Jesús vino a la tierra a mostrarnos qué es el amor, cómo nos ama Dios, cómo debemos amar nosotros a Dios y entre nosotros, y de esa forma instaurar en la tierra el reino de Dios, que no es otra cosa que el amor puesto en práctica con todo lo que significa: misericordia, comprensión, paciencia, tolerancia, servicio, admiración, humildad y respeto.

Si. Jesús vino y nos mostró en los hechos todas esas cualidades, nos explicó cómo aplicarlas, nos lo mostró con su ejemplo a lo largo de toda su vida, hasta terminar llevando a la realidad ese deseo tan profundo del corazón humano: fundirse, hacerse uno con el ser amado.

¿Acaso puede existir mayor muestra de amor que dejarse comer? ¿Acaso puede mostrarse a alguien algo que sea más significativo, algo que vaya más allá que decirle al ser amado “toma, come mi carne y bebe mi sangre”? pues así lo hizo el Señor en la última cena, y eso nos llena de sentimientos de gratitud, de alabanza y bendición a nuestro Dios, que pidió expresamente a su Padre que nos hagamos uno en Él, y a través de Él, nos hagamos uno con el Padre.

El Cuerpo y la Sangre de Cristo que comemos y bebemos cada que asistimos a la celebración de una Santa Misa, hacen ese efecto en nosotros. Dios Trino, las tres Personas de la Santísima Trinidad, por efecto del deseo expreso de Cristo, se hacen uno con el ser humano, como un acto voluntario emergente del amor de Jesús al hombre.

Ahora sí podemos entender y admirar la oración de Jesús, cuando decía a su Padre:” … y por ellos ofrezco el sacrificio, para que también ellos sean consagrados en la verdad… Que todos sean uno como tú, Padre, estás en mí y yo en ti. Que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado.(Juan 17:19-21)

En esas palabras está todo dicho. Dios encarnado en María, se hace Pan, y a través de Él, Dios Trino está en nosotros, dentro de nosotros. No puede de ninguna manera, existir una dignidad más grande para el ser humano, que cuando recibe la Santa Comunión.

Jesús lo hizo todo, y para demostrarlo, sufrió una pasión más allá del horror humano, entregó su vida en la cruz perdonando y resucitó al tercer día para demostrarnos que el Padre había aceptado, había refrendado el sacrificio de su Hijo amado.

Ahora bien, Todos, de alguna manera ya sabemos todo esto. Nos lo han explicado muchas veces, desde la preparación para nuestra primera comunión, pasando por cada Misa, en la que nos ponemos de rodillas durante la consagración. Entonces… ¿Por qué aún no cambia el mundo, por qué seguimos cayendo cada día más en las garras del desespero, la angustia, el dolor? ¿Cómo podemos explicar 2000 años de misas, comuniones y sin embargo cada día mayor ateísmo?

Vamos a contar una historia:

Una familia italiana al terminar la segunda guerra mundial, había quedado en la más absoluta ruina. Su casa fue bombardeada, el padre perdió el empleo mientas estaba en el frente, la madre, una campesina que no sabía ni leer no podía hacer nada para ayudar, y los cuatro hijos, el mayor de 13 años y el menor de 9, solo eran cuatro bocas que alimentar. Italia estaba en la ruina total.

Un día, la familia decide emigrar a América, donde la gente decía que había abundante trabajo y riquezas. Llenos de esperanza, se juntan todos, y reúnen hasta el último centavito que tenían. Toda su riqueza, incluida la venta de algunos muebles que quedaron en los escombros de la casa, les alcanzaba para pagar los boletos del barco que los llevaría a la tierra de la esperanza, y para comprar una cierta cantidad de pan y queso, que bien administrados, podrían ir comiendo cada día hasta llegar a su destino.

Y con infinitas esperanzas, unos panes y un poco de queso, se embarcaron y partieron a la aventura. Comenzaron a pasar los días, uno tras otro, mientras ellos, encerrados en su camarote se distraían como podían, para evitar sobre todo que los chicos se antojaran de comer algo que los demás pasajeros tendrían para comprar.

Diez días, quince, veinte días de la rutina de comer un mendrugo de pan y queso, y acostarse a mirar en techo del camarote…hasta la próxima distribución de pan y queso, hasta que el último día, el menor de los hijos se puso a vomitar el pan y el queso de su ración.

Los padres asustados corrieron a su lado, y el niño les explica que ya no podía hacer pasar ni un pedazo más de pan, ya no lo soportaba, no lo podía ni ver, y les suplica que con esa última moneda que tenían, le permitan subir a la cubierta a comprarse una manzana.

Primero lo retaron, luego gritaron, luego lo compararon con los demás hermanos, pero el llanto del niño fue tan lastimero, y les produjo tanta pena, que finalmente sacaron la moneda, se la dieron, y le dijeron que vaya corriendo hasta el comedor, que compre la manzana, y que baje corriendo a comerla en el camarote. Y el niño salió a cumplir su deseo.

Empezaron a pasar los minutos, y cuando vieron que el niño no regresaba, salió el padre preocupadísimo a buscarlo. Subió al comedor del barco, y al llegar, lo vió sentado en una mesa, comiendo un banquete tremendo. Entró el padre como una tromba, y agarrando al niño de la oreja, comenzó a reñirlo. ¿Cómo podía ser tan irresponsable? ¿Cómo pagarían ahora todo lo que había comido, cómo era capaz de hacerles semejante cosa?

Entonces el niño le explica: “no papá, al entrar me encontré con el capitán del barco, y él me explicó que el precio del pasaje incluye todas las comidas, así que todas eran gratis en el barco, pueden subir ustedes también a comer”.

Eso mismo es lo que nos sucede. Estamos en el viaje de nuestras vidas, camino hacia el cielo que Dios nos ofreció, y nos pasamos el viaje midiendo nuestro mísero queso y nuestro mendrugo de pan, sin fijarnos que ya Cristo pagó el pasaje “All inclusive (Todo incluído)”. Tú hermano, tú hermana, igual que yo, valemos el Cuerpo y la Sangre de Cristo, que Él pagó por cada uno de nosotros.

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