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viernes, 25 de abril de 2008

Reflexión para el domingo VI de Pascua (27/04/08)

Fuente: Catequesis semanal del ANE
Autor: Francisco Rico Toro

El pasaje que nos trae hoy el Evangelio es una continuación casi inmediata del que escuchamos la semana anterior: Jesús hablaba con sus discípulos durante la Última Cena, y les había dicho que el que crea en Él hará las mismas obras que Él hizo, y las hará aún mayores, porque ahora Él va junto al Padre (Cfr. Jn 14,12).
Sabemos que desde allí, nuestro Señor enviará al Espíritu Santo, que permanecerá junto a quienes en verdad le siguen (o junto a quienes le siguen en la Verdad).
Sin embargo, como vemos al inicio y al final de esta Lectura, hay una pequeña condición para que esas sublimes promesas puedan cumplirse en cada uno de nosotros: TENEMOS QUE AMARLE Y OBEDECERLE!
Como seguramente habremos escuchado ya antes, conocer a Jesús significa ―automáticamente amarlo, y el amarlo nos lleva a seguirlo; es decir, a ―guardar sus mandamientos, como nos lo pide Él hoy.
De este modo, conocerlo, amarlo y obedecerlo son, por así decirlo, tres etapas de un mismo proceso, que constituye el ejercicio pleno del discipulado, al que estamos llamados desde nuestro bautismo.
Así pues vemos que, el ―conocer‖ al Señor, resulta esencial, es el paso inicial para poder alcanzar todo ese cúmulo de bendiciones que Dios desea derramar sobre nosotros, por medio de su Santo Espíritu, para que podamos hacer ―las mismas obras que Él hizo.
Pero… ¿por qué no estamos ―convirtiendo a los pecadores, sanando a los enfermos, ―liberando a los cautivos o resucitando a los muertos? ¿Por qué no estamos, en definitiva, continuando con la misión que Cristo nos ha encomendado, y cumpliendo con la Voluntad del Padre?
Si recordamos bien, la semana anterior Jesús le decía a Felipe: “Hace tanto tiempo que estoy con ustedes, ¿y todavía no me conoces…?” y allí encontramos el núcleo de toda esta difícil cuestión…
El problema está en que, ese ―conocerlo, no quiere decir simplemente ―saber de Él, como quien está informado sobre algo pero al final de cuentas lo conoce sólo ―de oídas…
Como también habremos escuchado antes (y quizás incluso lo hayamos repetido nosotros mismos en más de una ocasión), es necesario cultivar una ―relación personal con Jesús, una amistad estrecha con Él, y esa es la tarea pendiente de la gran mayoría de los bautizados:
Vamos a Misa los domingos, hemos escuchado ya, probablemente, la casi totalidad de lo que nos dicen de Jesús los cuatro evangelistas; los más memoriosos incluso recordaremos con claridad muchos pasajes del Evangelio (aunque quizás todavía no podamos citarlos con la precisión de nuestros hermanos separados).
Sin embargo, vemos que aún no le conocemos…
No le conocemos, digo, porque seguimos queriendo estar en el centro de nuestras propias vidas, juzgando con nuestros propios criterios, buscando afanosamente nuestros propios intereses, pretendiendo en fin, que todo se acomode a nuestros personales gustos y deseos.
El Evangelio de hoy, muy conciso, muy breve, nos trae palabras preciosas, altamente motivadoras y profundamente esperanzadoras.
Jesús nos dice:
―Yo rogaré al Padre y les dará otro Protector que permanecerá siempre con ustedes…
―No los dejaré huérfanos, sino que volveré...
―… ustedes me verán, porque yo vivo y ustedes también vivirán…
―…comprenderán que yo estoy en mi Padre y ustedes están en mí, y yo en ustedes.
El Señor nos trae hoy palabras gloriosas, extraordinarias, gratificantes, pero también, sumamente graves:
―Dentro de poco el mundo ya no me verá… –nos dice-.
- Vendrá el Espíritu Santo, pero resulta que a Él, a ese Espíritu de Verdad (Defensor, Abogado, Protector…) como hoy nos advierte Jesús, ―el mundo no lo puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce.
Una vez más, recordando lo que les había dicho el Señor (y por medio de sus habituales contraposiciones, de sus acostumbradas antítesis), San Juan nos pone en una disyuntiva: Seremos de Cristo, o seremos del mundo, no hay medias tintas; no hay más chance para seguir yendo de aquí para allá, porque eso significa estar más allá que aquí, y en esas circunstancias no podremos recibir su Santo Espíritu.
La decisión no es fácil, y nunca nadie nos dijo que lo fuera. En teoría, las cosas se presentan tan sencillas que no hay dónde perderse: ¡HAY QUE OPTAR POR JESUCRISTO Y DARLE LA ESPALDA AL MUNDO!, diremos todos al unísono; pero es en la práctica, o más bien en el conjunto de TODAS las prácticas diarias, donde se presenta el problema: Tenemos que decidir, varias veces al día, si en verdad seremos de Cristo o del mundo.
Es por eso que en más de una ocasión los mismos Apóstoles, contrariados, le dijeron al Señor que sus palabras eran muy duras, que seguirle costaba demasiado, que necesitaban que aumentara su fe… ¡Cuánto más lo necesitaremos nosotros, en la medida en que, por simple lógica, no tenemos esa amistad estrecha que ellos tenían con Él!
Por eso Jesús mismo nos exhortaba a que nos esforzáramos para poder ingresar por la puerta angosta, y nos llamaba ―pequeño rebaño, pues sin duda la gran mayoría no sólo que no se esfuerza, sino que incluso no sabe que tiene que hacerlo, o ha renunciado de antemano a intentarlo siquiera…
Sin embargo, al final de este Evangelio Jesús nos vuelve a dar ánimo diciendo: “El que guarda mis mandamientos después de recibirlos, ése es el que me ama. (y) El que me ama a mí será amado por mi Padre, y yo también lo amaré y me manifestaré a él.”

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