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viernes, 13 de febrero de 2009

Aplicando el Evangelio: ¡Quiero!

Marcos 1, 40-45 nos relata el episodio del leproso que se arrodilla ante Jesús suplicando: “Si tú quieres, puedes limpiarme”, y Jesús responde: “Quiero, queda limpio” y el leproso quedó instantáneamente curado.

Cuánta ternura, cuánta delicadeza de ese Dios, que camina incansablemente por las calzadas polvorientas de Israel, y que con cada uno de sus actos desvela, mantiene y ratifica que su misión es el amor incondicional a su propia criatura.

En esa época, los leprosos sufrían doblemente, una vez por su enfermedad, y otra adicional por la soledad a la que se veían obligados por le exclusión, el aislamiento de la sociedad que los consideraba impuros. Pero para Jesús no hay diferencias. Él no excluye a nadie. Él no teme a quedar impuro como se sostenía en la época por el contacto con un enfermo, Él está por encima de la enfermedad y la muerte, y lo demuestra con una sola palabra: ¡Quiero! Y con ella hace retroceder no solo a las llagas, la putrefacción y el hedor, sino también a la misma muerte, que rondaba a ese pobre pensando que su triunfo era cuestión de poco tiempo.

Y qué alegría, qué esperanza llena el corazón, que por la gracia del Espíritu Santo, logra un día ver su propia imagen leprosa, enferma, agobiada por la lucha del día a día, cansada y excluida, y se arrodilla a la orilla del camino suplicando también “Si tú quieres, límpiame”, porque ya sabemos la respuesta: “Quiero, queda limpio”.

Es tan simple, y a la vez tan difícil reconocernos en ese leproso. Simple, porque basta hacer un examen de conciencia para encontrar nuestras llagas, nuestras heridas, nuestra pequeñez, y difícil, porque es necesario reconocerlo, asumirlo y arrepentirse, todo en el nombre del amor.

Es difícil reconocerlo, porque debemos partir de las veces que aún sin pedirlo, hemos recibido el perdón y el olvido de parte de Dios, junto (siempre), a una nueva oportunidad, además de reconocer la facilidad y la rapidez con la que hemos vuelto a caer en las mismas faltas una y otra vez.

Es difícil asumirlo, porque nos resulta muy doloroso aceptar que nuestra llaga central, nuestra enfermedad más dolorosa, radica precisamente en que no sabemos amar. No nos gusta el esfuerzo de tratar de ver con los ojos de Cristo, nos molesta el trabajo de tratar de perdonar con el corazón de Cristo, nos asusta la idea de tratar de tocar con las manos de Cristo, y terminamos levantando los hombros diciendo: “¿Qué puedo hacer?, así soy yo”.

Si, es difícil, pero intentémoslo una vez más. Ahí sigue el Señor esperándonos, y de veras, muy de veras, el SÏ quiere.

Ahora bien, sabemos que ninguno de nosotros puede colocarse en otra posición que la del enfermo necesitado de perdón y misericordia, entonces… ¿Por qué me gusta tanto mirar la enfermedad de mis hermanos? ¿Es que mis ojos solo sirven para mirar llagas? ¿Es que mi corazón solo sabe de envidia, rencor o resentimiento? ¿Es que mis manos solo sirven para lastimar?

¡Vamos!, pongámonos de rodillas a la vera del camino y pidamos a Jesús que nos limpie, pero hagámoslo como Él quiere: Tomados de la mano, juntos, hermanos en el dolor y las llagas, pero también hermanos en la esperanza.

Es simple. Dejemos de mirar las llagas de nuestros cuerpos, si nos abrazamos fuertemente, podremos mirarnos solamente a los ojos, y así veremos nuestras almas, imagen y semejanza de Dios, y lograremos sentir ese corazón de nuestro hermano que, dolorido y solitario espera que lo toquemos con la mano, que lo amemos con el corazón, que lo veamos con misericordia.

¿Creen que es difícil? Los invito. Abracen fuerte a cualquier persona, y por un instante, mírenlo como ustedes creen que los mira Cristo. Oh sorpresa, no podrán ver nada de ese cuerpo lastimado, sino que, si prestan atención, lograran ver que desde ahí adentro, desde los ojos de esa persona, es el propio Jesús que les dirá sonriendo: “ ¡Quiero, queda limpio!” y si tienen ganas, lloren, besen, toquen a ese Cristo, y Él realizará el milagro.

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