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lunes, 13 de abril de 2009

Hambre de Dios: ser como niños

Por: Ricardo Rivas Velasco

Con motivo de la Semana Santa, invitamos a mis padres a almorzar a casa y compartimos lindos momentos en los que hablamos de muchos temas. Algo que llamó nuestra atención fue la inquieta curiosidad de mi hijo acerca de Jesús, su vida, y cómo su Muerte y Resurrección nos salvan, y son motivos de celebración de cada año.

Resulta interesante porque mi hijo tiene 5 años de edad, y en su sincera piedad, luego de la plática, corrió a sus juguetes, tomó tres de sus muñecos favoritos y los acomodó de tal manera que, montados sobre partes de una pista de carreras de sus cochecitos, armó la escena de la crucifixión. Al principio nos turbó un poco la idea de que en su corta edad estuviese pensando en la muerte –una muerte especialmente cruel-, además de que tome a la ligera, o como un juego, la idea de la Pasión de nuestro Señor.

Pero al verlo jugar y armar su escena, vimos que lo que él más quería era realmente hacer carne del sufrimiento de ese su “Héroe” tan amado. Quería entender más de cerca qué sucedió y qué sintió Jesucristo.

Al final, ya a solas, tuvimos una larga charla con él, apoyados con una Biblia Infantil que nos ayudó mucho a ilustrarle al pequeño una realidad que está muy distante a sus sentidos: el pecado, el alma y la salvación ganada con la Sagrada Eucaristía.

Si bien estoy seguro que comprendió apenas lo necesario, sé que le quedaron muchas lagunas, pero sobretodo bastante misterio. Lo importante es que en él despertó un interés por lo espiritual, y sobretodo una promesa: “nunca quiero hacer que le duela al Jesusito como le hicieron aquellos malvados. Prometo portarme bien, y rezarle siempre”.

Durante la Misa siguiente, mi hijo preguntaba acerca de la Hostia que todos recibían, y cuándo podría él comulgar como todos los demás. Al recibir la respuesta aclaratoria sobre la primera comunión, y la edad recomendada, respondió muy frustrado: “Pero si yo ya lo conozco al Jesusito, yo lo amo mucho en mi corazón, ¿porqué no puedo yo comerlo para que llene mi corazón?”

En esos momentos pude sentir casi sonoramente el eco de aquellas palabras de Jesús en el Evangelio: “Dejen que los niños vengan a mí y no se lo impidan, porque el Reino de Dios pertenece a los que son como ellos. En verdad les digo que el que no reciba el Reino de Dios como un niño no entrará en él.” (Lc 18,16-17) O también en el Evangelio de Mateo: “En verdad les digo: si no cambian y no llegan a ser como niños, nunca entrarán en el Reino de los Cielos. El que se haga pequeño como este niño, ése será el más grande en el Reino de los Cielos.” (Mt 18,3-4)

La pureza con la que mi hijo mencionaba su seria intención de no herir nunca el Corazón de su “Jesusito”, me hizo meditar mucho acerca del estado del corazón el hombre de hoy.

Me pregunto cuántos de nosotros actuaríamos de la misma manera, corriendo espontáneamente como mi hijo a “escenificar” la crucifixión para poder verla más de cerca. O cuántos de nosotros sentimos esas ansias de recibir la Sagrada Comunión para que ese “Jesusito” que tanto conocemos llene nuestros corazones…

Ahí me di cuenta de cuán frío está el corazón humano. Cuán endurecidos los sentimientos y recluida la fe a pequeños momentos durante el año, que brotan más que nada por tradición social o familiar.

La lógica humana, especialmente la de un adulto, puede ser bastante corrosiva para la lógica de la fe, de la caridad y del Amor de Dios experimentado en el alma. Y es que, claro, lo primero que salta a la mente al escuchar la historia de mi hijo, es la típica ternura paternalista con la que justificamos nuestra distancia con Jesús que nos pone por encima de esa inocencia, revestidos con responsabilidades, planes y problemas personales, a manera de escudo silenciador de la conciencia.

¿No guardamos muy en el fondo de la memoria esa sensación de gozo al saber que Jesús está presente en la Hostia consagrada? ¿Ya no se nos corta la respiración al solo imaginar tener la maravillosa presencia de Dios en el corazón? ¿No retumba ya la urgencia por ser puros de corazón e inocentes en la conciencia, de tal manera que podamos también recibir esa caricia de Jesús cuando puso de ejemplo a aquel niño ante sus discípulos?

Tal vez damos por sentado que apenas tengamos tiempo, o poca flojera, y decidamos ir a la Misa, ahí estará Él. Tal vez nos haya atrapado la rutina y hayamos perdido la novedad de que Dios está con nosotros hasta el fin de los tiempos. Pero cuán lejos estamos de ser como niños en el corazón, en la conciencia, en la rectitud de pensamiento y de comportamiento.

Después de todo, cuán acertado está nuestro Señor al darnos a probar un poco del Cáliz de su Pasión de vez en cuando para hacernos despertar del aletargamiento espiritual. Uno no se da cuenta de lo que tiene hasta que lo pierde y comienza a extrañarlo. Esas aparentes “ausencias de Dios” durante nuestros problemas y angustias, deben estar precisamente destinadas a hacernos abrir los ojos y volver a mirar al cielo… que no se nos vaya el tren. ¿Qué pasaría si perdemos la oportunidad de comulgar, y nunca más podemos recibir la Hostia?

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