Uno de los más intrigantes dilemas del ser humano desde siempre, es tratar de conocer, de explicar, de aprehender a Dios, sin embargo, siempre vamos perdiendo de vista lo trascendental, y olvidamos que no es que Dios piensa como el hombre, sino que el hombre debe esforzarse, para tratar de pensar como si fuera Dios.
Las Sagradas escrituras nos muestran varios ejemplos de personas, que llegado el momento, se podría decir que creían en Dios, pero no llegaban a conocer el corazón de Dios.
El evangelio de este domingo 8 de junio, domingo X del tiempo Ordinario, nos relata cómo los fariseos observaban y comentaban el hecho de que Jesús estaba sentado a la mesa con cobradores de impuestos en casa de Mateo.
Ante sus observaciones, el Señor los manda a leer el pasaje que dice: “Me gusta la misericordia más que las ofrendas” tratando de explicarles en qué consiste la Misericordia de Dios, que hasta nuestros días se nos hace tan difícil de entender, puesto que la mayoría pensamos que la Misericordia de Dios es una especie de compasión, mezclada con caridad, que lleva indefectiblemente al perdón, y por ese error, nos amenazamos constantemente tratando de poner en el otro platillo de la balanza a la Justicia, y terminamos diciendo: “La Misericordia de Dios es infinita, pero también su Justicia…”
La palabra misericordia, viene de la unión de otras dos: miseria y corazón, o sea, que se aplica al acto de poner en el propio corazón, las miserias de los demás, o sea, que no se refiere a que Dios actúa como un tonto sin mirar nuestras ofensas, ni tampoco que mira a
otro lado, para ignorar nuestras miserias, para luego ver cuál de los platillos pesa más, y de acuerdo a eso, olvida y castiga.
No, la Misericordia Divina lo que hace es tomar nuestras miserias (que muy bien las conoce), y ponerlas en su corazón, simplemente por un acto de infinito amor. Dios sabe muy bien todas mis debilidades, mis mezquindades y mis pequeñeces, y gracias a su misericordia, aún me sigue amando. La misericordia que pide Jesús en este evangelio, se refiere exclusivamente al amor como don, y no al amor como respuesta.
Dios me ama a pesar de todo, y no porque soy bueno,
o porque tengo algún mérito, y su amor es tan grande, que no dudó en venir en la persona de su Hijo, para dejarme su ejemplo y su enseñanza sobre cómo puedo yo ir venciendo a esas mis miserias, y me ama tanto, que precisamente tomando mis miserias, y poniéndolas en su Corazón, se hizo pecado, y murió en la cruz.
Esos instantes supremos, en los que Él estaba sumido en las increíbles torturas de la cruz, lacerado por to-dos lados, llagado, coronado de espinas, enceguecido por la sangre y los golpes, con las manos y los pies traspasados por clavos, esos momentos, fueron los que me amó tanto, que mirando al cielo habló a su Padre, mi Padre, y le dijo: “Perdónalos, porque no saben lo que hacen”, y siguió amándome tanto, que nombró a su Madre como a Madre mía, y no dudó en dejar que salga de su Cuerpo santísimo, hasta la última gota de sangre, al extremo de que una vez sin sangre, vertió agua.
Si, Dios me ama, Dios siente misericordia por mí, Él ha puesto en su Corazón Santísimo todas mis miserias… ¡y me sigue amando!, y ¿Qué debería hacer yo, para corresponder a tan inmenso amor que Él me regala?
Lo dijo el propio Jesús: “Ámense los unos a los otros, COMO LOS HE AMADO YO”, no para que lo sepamos nomás, no para que hagamos bonitas oraciones o poesías, sino para que lo vivamos como Él lo vivió, ¡hasta que duela!
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