Parecería que Jesús se contradice cuando dice por una parte: “mi yugo es suave, y mi carga es liviana”, y por la otra dice: “El que no carga con su cruz y viene detrás de mí, no es digno de mi”, y quizás ese es el punto clave para entender lo que Él mismo decía, cuando anunciaba la llegada del Reino.
¿Qué hacer entonces?, porque no podemos negar que a los ojos de una gran parte de los seres humanos, se considera como una estupidez el hecho de elegir un yugo (sinónimo de esclavitud y sometimiento) de cualquier clase, cuando una de las premisas de este tiempo es ser ante todo “un triunfador”. Entonces, veamos cómo es el yugo de Cristo nuestro Señor.
La vida del ser humano, está indefectiblemente, regada de momentos felices, tristes, alegres, solitarios, dolorosos, angustiosos, y un largo etcétera, y ni siquiera el Señor nos ofreció una vida donde solamente hubieran momentos de los agradables. Cuando llega la alegría, el triunfo, la felicidad, nos sentimos plenos de dicha, y siempre quedamos con la sensación de que fueron momentos muy efímeros, demasiado rápidos, y al ser éstos, momentos de gozo, no nos referiremos a ellos en esta reflexión.
Cuando tocan a nuestra puerta la tragedia, el dolor, la angustia, la fatiga o la enfermedad, aunque sean por un instante, siempre nos quedamos con la sensación de que duraron una eternidad, y que no puede existir mayor sufrimiento que el que acabamos de pasar.
Sin embargo, la presencia de Cristo en nuestra vida, cambia radicalmente todo el panorama. Si los momentos de gozo vienen como un don, como regalos de un Dios lleno de amor, entonces si podemos disfrutarlos plenamente, conscientemente, y además con el sentido de la gratuidad, lo que lo hace doblemente satisfactorio.
Por el otro lado, el dolor humano, ese gran desconocido, y tan ampliamente sentido por todos nosotros, ese compañero infatigable, que nos acecha en los mínimos pliegues de la vida, y que tiene la habilidad de caernos encima justo cuando menos lo esperamos, dejándonos sin aliento y sin fuerzas, esos momentos negros y silenciosos, sin solución visible, que nos sumen en la impotencia y la desesperación, inexplicablemente, se transforman en tiempo de paz y de gozo, en tiempos de comunicación íntima con el único que lo puede todo, con aquel de quién nos olvidamos, y que cuando ve salir nuestras lágrimas, acaricia nuestros corazones con dulzura, y nos comunica su paz.
La presencia de Cristo, no es un mero enunciado lírico, no es una postura social, ni una muletilla que se repite en labios de unos cuantos fanáticos ¡No!, la presencia de Cristo cuando de veras se lo busca con humildad, con deseo de entrega, con reconocimiento de nuestra nada frente a su infinita misericordia, es un hecho real, que muchos católicos pueden atestiguar fehacientemente.
Cristo es el único que puede llenar nuestro corazón de tal forma, que no quede en él espacio para la angustia o la desesperación. Es Él quien poniendo nuestra cabeza sobre su costado herido, deja que mane agua de vida mientras nos lava las heridas con su sangre de perdón. Cristo es el Buen Samaritano, que dejándolo todo, los lava las heridas con el bálsamo de su infinito amor, por eso dijo: “Mi paz os dejo, mi paz os doy”, porque cuando Él se hace presente en nuestros corazones debilitados por el dolor, nos infunde vida, esperanza, alegría y paz.
Él no hará desaparecer el dolor, tampoco cambiará las cosas milagrosamente. No es un talismán que vaya evitándonos el sufrimiento. Él sabe muy bien cuán necesaria es la cruz de cada uno para conseguir la salvación, por lo tanto, no esperemos que haga aparecer como mago de feria las soluciones, y que si le pedimos con fuerza, sacará de su sombrero el dinero para que desaparezca nuestra angustia. Lo que si hará, es llenar nuestro corazón de paz, de aquella paz que nos permitirá encontrar las soluciones, que nos hará caminar más seguros, que nos acompañará con la seguridad de que su Espíritu Santo nos iluminará en base a la verdad y el amor.
Cristo lo es todo, tanto en los buenos momentos, como en los malos, porque es nuestro Dios, y al habernos creado de la nada, nos amó desde antes de nuestra concepción. Él es el Buen Pastor, que levantando a sus ovejitas heridas, asustadas, angustiadas por el matorral espinoso de la vida, nos acuna en su pecho llenándonos de calor y esperanza.
Por eso es que si estás cansado y agobiado, debes acudir a Él, porque el yugo de Cristo es suave, y por eso es que su carga es liviana.
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