Fuente: Catholic.net
Autor: Salvador I. Reding V.
Para los jóvenes padres de familia, cuidar a sus bebés, ayudarlos en su absoluta dependencia para subsistir, a aprender a caminar, y a valerse cada vez más por sí mismos, es vivido como un camino mágico, esperado y muy satisfactorio, cuya recompensa es ver desarrollarse al hijo y convertirse en una personita. Cuidarlos cuando enferman, es una preocupación que se puede llevar al extremo, para que sus males sean bien atendidos, medicinados y seguidas las instrucciones del médico. Nadie cuestiona esta responsabilidad y satisfacción.
Es muy fácil dar amor y apapacho a un bebé o a una niñita encantadora, o un abrazo a un niño. La satisfacción paterna es fácil de conseguir y lleva al orgullo de ser protector y cuidador de los hijos que crecen. Estas satisfacciones se convierten en orgullo que puede llegar a la soberbia, la presunción consigo mismo del deber cumplido.
Pero hay otro extremo de la vida, la decadencia con los años, que convierte a personas vigorosas de la edad madura en ancianos, cada vez más necesitados de ayuda de todo tipo: material, física y psicológica -por no especificar espiritual. Quienes no mueren en el camino de la vida, se hacen viejos, con una creciente dependencia de gente más joven, que en toda cultura humana, es vista como responsabilidad fundamental de los hijos, y en segundo lugar de otros parientes, como los hermanos menores.
La responsabilidad para con los viejos es tan importante como para con los infantes; éstos crecen y aquellos decrecen, los niños son cada día menos dependientes y los viejos cada vez más, los niños ganan fuerza, los viejos la pierden. Aquí empiezan los problemas para quienes, como adultos en plenitud de vida, enfrentan necesidades de sus padres que envejecen: ¡que lata con el viejo!
Tal como la memoria histórica de los pueblos los hace olvidar y repetir los errores pasados, de acción y de omisión, las personas tienden a olvidar lo recibido de sus padres, desde el cuidado y alimentación recién nacidos, hasta sacrificios personales de tiempo y dinero para su educación. Y no es falta de memoria histórica familiar, es un mecanismo egoísta para olvidar la dedicación paterna y materna recibida.
Muy fácilmente, los padres de familia jóvenes y en edad madura, egoístamente pueden despreciar cada vez más lo recibido de sus padres, dándolo como una obligación que cumplir sin mayor mérito, pero al mismo tiempo llegan a sobreestimar sus propias acciones para con sus hijos. El egoísmo y la sobre-autoestima se imponen, desestimando a sus padres.
Atender a los padres que envejecen o ya ancianos, es vista por adultos egoístas como carga incomodísima, que demanda algo que quieren tener para su exclusivo provecho: tiempo. Una vez que un adulto empieza a sentir la necesidad paterna de dedicarles tiempo, la alternativa se hace presente: si dejo mis cosas para ver a mis papás, me pesa, y si no les doy tiempo, me remuerde la conciencia. La solución más fácil: desoír la conciencia.
El envejecimiento humano es sinónimo, desgraciadamente, de pérdida de facultades, y al mismo tiempo puede serlo de testarudez, necedad, mal carácter y cerrazón a ideas y costumbres que a través de su vida llegaron a considerar como propias: yo tengo razón y las nuevas generaciones están equivocadas. Los viejos chochean, entorpecen sus movimientos, pierden la memoria reciente y enferman cada vez más fácil y más perennemente. ¡Que lata son los viejos!
Sí, los padres que envejecen o ya ancianos son una carga, pero es el proceso vital de todo ser viviente. Esta carga es, para una recta conciencia libre de egoísmo, una responsabilidad ineludible, a cumplir con el mismo amor con que se atiende a los hijos al prepararlos para la vida. Pero la dificultad de atender a los viejos es más gratificante que atender a los hijos, y el premio divino inmenso.
No podemos hacernos sordos ni ciegos ante la demanda de atención de los padres viejos, cuya mayor dolencia es la soledad. En todas las culturas humanas y todas las religiones, esta responsabilidad es muy grave; es primero corresponder a la atención y amor recibidos mientras se crecía, con todas las fallas y errores que ello pudiera haber tenido. Salvo casos muy particulares de irresponsabilidad paterna, el saldo de amor y cuidados que recibimos, es muy favorable a los padres. Olvidarlo es tan, tan cómodo... que pensar en ello mortifica el uso de mi tiempo: sacrificar mi ocio tan agradable en pasar tiempo con los viejos...
La Biblia es muy clara en cuanto a la responsabilidad para con los padres ancianos, con todas sus debilidades, fallas y exigencias. La palabra de Dios es más exigente que cualquier palabra humana sobre el deber ante los padres. Dios no deja de amenazar a quien no lo cumple y de ofrecer recompensa a quien da amor a sus viejos. (Ver Eclesiástico, Cap. III, Vers. 1-18).
En conclusión: debemos dar a nuestros padres envejeciendo los que necesitan de nosotros, en cosas materiales -lo más cómodo-, pero esencialmente en tiempo, tiempo lleno de calor humano, de cariño y de mucha, mucha comprensión de sus debilidades de ancianidad y de su soledad. De paso, no olvidar que, si no morimos en plenitud de vida, también nos haremos ancianos y requeriremos tiempo de nuestros propios hijos quienes, naturalmente, repetirán lo que nos vieron hacer o dejar de hacer.
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