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lunes, 1 de septiembre de 2008

Editorial: Entre Pedro y el Cireneo

Posiblemente, una de las más difíciles tentaciones que vencer, es la de escurrir el bulto cuando se nos presentan posibilidades de sufrir dolor, incomodidad, humillación, etc.

Es admirable cómo se nos agudiza el ingenio, se abre la mente, y salen las palabras con tanta facilidad, cuando tenemos que inventar algún justificativo por una falta, aunque sea ésta un simple retraso (si es que podemos llamar simple a usar el tiempo de las personas que nos esperan), y lo remarcable es que normalmente cometemos estas faltas precisamente con las personas que dependen de nosotros de alguna forma. Cuántas veces, llegamos con una máscara de “estoy muy ocupado”, o urdimos toda una trama de eventos cercanos o lejanos, que nos justifican esa falta, así sea LA falta, esa que repetimos constantemente confesión tras confesión.

Cuando sentimos cariño, amistad, lealtad o cualquier otro sentimiento por alguna persona, no nos resulta agradable saber que pronto estará en problemas. Comenzamos por hablarle con ternura, y de acuerdo a la intimidad o a la dependencia que nos ate a esa persona, tratamos de advertirle, de aconsejarle, de evitarle aquello que le está por venir, puesto que nos angustia que nuestros seres queridos, nuestros amigos cercanos, caigan en peligros de cualquier tipo.

“No te angusties, a ti no te puede pasar eso”, le decimos, “Vas a ver que no sucederá, es imposible que tengas ese cáncer, (o pierdas ese dinero, o vayas a parar en la cárcel), Nosotros te protegeremos, no te van a agarrar solo”. Y seguimos diciendo frases de ese tipo, con el deseo sincero de cambiar la angustia de nuestro amigo por tranquilidad y confianza.

Pero, como siempre, nuestra manera de pensar es distinta. Nunca podremos ni siquiera intuir los planes que el Señor tiene para nosotros, la forma en que su amor a veces nos hace padecer para pulir alguna arista, alguna imperfección en la joya que solo Él puede hacer con cada uno de nosotros.

Y es muy loable ver que un amigo salta en ayuda, en protección a su amigo, es muy alentador encontrar un alma cercana que trata de hacer algo para evitarnos sufrimiento. Eso es lo que encontramos en la actitud de Pedro, de ese Pedro tan maravillosamente humano, tan cercano a nosotros, tan frágil, pero también tan impulsivo, que no duda en acercarse al Maestro con el que había compartido tanto tiempo, cuando Él les dice que tenía que sufrir mucho, hasta la muerte en la cruz.

Pedro había estado con Jesús ya casi tres años. Recorrió con Él innumerables caminos, incontables noches de charlas y enseñanzas sentados junto al fuego a la orilla de algún camino. Pedro amaba a Cristo, aunque a ratos perdía de vista su condición de Mesías, y lo veía como al amigo, al Maestro que tanto les enseñaba aún siendo más joven que él. Pero no llegó a ver que por ese deseo de ni siquiera pensar que le pudiera pasar algo malo a Jesús, le estaba brindando en bandeja una terrible tentación, la de no cumplir la Misión salvífica por la cual había encarnado en el seno purísimo de María su Madre.

Y podemos hacernos una idea de la magnitud de la tentación que sufrió Jesús, cuando vemos que Él, que hacía pocos días le había nombrado Pedro, y había anunciado su decisión de edificar Su Iglesia sobre esa Piedra dándole las llaves del cielo, se da la vuelta y lo reprende: “Atrás de mi, Satanás”.

Pobre Pedro, que no podías comprender que para Jesús, nada había ni hay, más importante que la Voluntad de Su Padre, y que al hablarle de esa manera, estabas avivando el temor y la angustia de Dios, que se preparaba para sufrir. Pobre Pedro, que te dejaste llevar por tu amor humano con ese amigo divino al que amabas profunda pero irreflexivamente. ¿Dónde estabas Pedro, cuando tu Maestro cargaba su cruz camino al Calvario?

La lectura de Mt 16,21-27, nos deja entonces varias enseñanzas.

La primera, es que como Jesús, nuestra reacción debe ser rápida y contundente, cuando algo o alguien nos sugiere allanar nuestro camino torciendo la voluntad de Dios, aunque esta tentación venga de personas que nos aman con sinceridad.

La segunda, es la de estar siempre alertas a la posibilidad de servir de escándalo (tropiezo) o tentación a otra persona, aunque sea por impulso de amor, alentándolo a que deje de cumplir lo que Dios ha puesto en su camino.

La tercera, es que movidos por nuestro amor, por nuestra lealtad, tenemos que alentar, ayudar, sostener a nuestros hermanos que tienen que pasar por la cruz.

Reflejándonos en este pasaje del Evangelio, resulta mucho más hermoso, cuando encontramos a alguien en peligro, en enfermedad o en problemas, que en lugar de ponernos en el papel de Pedro, nos pongamos en el papel del Cireneo.

Es mayor expresión de amor ayudar a cargar la cruz, que empujar a evitarla en contra de la voluntad de Dios.

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