Celebramos la fiesta de Cristo Rey, y por eso nos parece buena idea preguntarnos cuál es el Reino de Cristo, dónde está, y cómo lo podemos conocer, puesto que durante todo el año hemos venido repitiendo nuestra esperanza de que Él vuelva pronto.
Muchas veces, cuando pensamos en el Reino de Cristo, lo hacemos imaginando ese paraíso de praderas verdes bellísimas, arroyos cantarines y árboles por doquier, con pájaros que pasan por el cielo cantando, mientras varias personas en trajes vaporosos cantan y bailan en el pasto de una colinita que se recorta sobre el horizonte. ¿Verdad que es una estampita preciosa?
La verdad es que nadie ha visitado el Paraíso y ha vuelto para contarnos cómo realmente es, y por eso, se suele aceptar como válida cualquier imagen de paz y felicidad que podamos imaginar.
A mí, me gusta más pensar en el Reino que yo reconozco para Cristo, en ese lugar de mi corazón, donde Él es reconocido como tal, donde su voluntad se cumple sin discusión, duda ni temor, allá donde (aunque con trabajo y esfuerzo), llego a dominar mi yo altanero y desobediente, ese lugar donde todo mi ser se vuelve dulce y tierno, donde brillan mis buenas intenciones, donde reside lo mejor de mí.
Es evidente, que por mi humanidad débil y traicionera, muchas veces dejo que se infiltre en ese reino el hedor de mis pecados, también es cierto que muchas otras veces se infiltra mi propia imagen, y se adueña del reino, convirtiéndose en ese temible mandamás que nunca se sacia, y que me hace correr detrás de mis instintos animales, que me hace disfrutar del rencor, del deseo de venganza, de la ira, del chisme traicionero, del mal trato, de la respuesta ríspida como un puñal, es verdad que el Reino de Cristo muchas veces se lo arrebato yo mismo en mi alma, pero para mi bien, Él siempre se queda cerca, muy cerquita mío, susurrándome al oído palabras de amor y de perdón, dejándome entrever su cercanía con caricias y ternuras que son tan sutiles, que a menudo las confundo con las cosas del diario vivir.
Pero no, no es el diario vivir, es Cristo, mi Cristo que quiere ser siempre mi Rey. Y no es que Él me necesite para nada, o que yo tenga algún valor adecuado para sus deseos de reinar en mí. Es que solo Él encuentra belleza en mí, porque me ama. Porque cuando me creó, lo hizo con muchas esperanzas, lo hizo con ternura y delicadeza. Me amó desde el principio, y me amó tanto, que me concedió esta libertad de la que con tanta frecuencia abuso, y que Él tanto respeta, incluso cuando mi mal uso lo lastima… hasta que Él derrama una lágrima mientras sonríe, porque aún así, sucio y descarriado, me sigue amando.
¿Cómo no luchar entonces, para hacer que sea siempre mi Rey, el Rey de toda mi vida, el que gobierna, el que manda, el que doblega y el que levanta, el que da y el que quita, y que espera mi respuesta, no en términos de dinero, de genuflexiones, de actos notables ni de grandes hazañas, sino simplemente en términos de amor, de entrega y servicio en su nombre y por su amor?
Cristo es Rey, es el Rey de toda la creación, es por quién se hicieron todas las cosas, y sin embrago, es al mismo tiempo en mendigo del amor. Por eso contestó a Pilatos, que su Reino no es de este mundo, pero también por eso les dijo a los apóstoles que estaría con nosotros todos los días hasta el fin del mundo. Porque su Reino no es de la tierra, sino del corazón.
Cristo como Rey, no desea para su trono riquezas, joyas, oro ni plata. Él quiere que el trono que yo le prepare en mi corazón, esté hecho de actos concretos de amor a mis semejantes, de justicia, de perdón, de humildad, de paciencia y tolerancia, todo bañado con el brillo de la caridad.
¿Que suena utópico, que parece difícil? ¡Claro que es difícil, pero utópico no! Basta elevar la mirada al cielo, basta reconocer nuestra inutilidad para avanzar, basta con mirar nuestra impotencia y nuestra falta de fuerzas, para que Él, Rey de reyes, corra a nuestro lado, limpie nuestras basuras, y recueste nuestra cabeza en su costado abierto precisamente para que de él mane agua de vida, de alegría, de felicidad. Entonces si, nuestra alma se parece a un prado verde, ondulado con arbolitos y pájaros que cantan y pasan volando, porque así se siente cuando entregas tu alma como sede de ese magnífico Rey.
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