Hoy 4 de noviembre de 2008, La lectura del Evangelio corresponde a Lucas 14, 15-24, que cuenta de un rey que hizo un banquete, pero ninguno de sus invitados llegó por distintas causas. Entonces el rey indignado manda llamar a la gente de las plazas y calles de la ciudad, y al saber que aún quedaban sitios vacíos, manda llamar a los transeúntes de los cruces de los caminos.
Es interesante ver cómo el Señor se refiere con frecuencia al Reino de los cielos, como un banquete, y la reacción más común, es pensar en una fiesta de felicidad y alegría que no acaba nunca, sin embargo, creemos que además podemos encontrar aún mucha más riqueza en el tesoro de las parábolas.
La invitación es a un banquete, o sea, un lugar donde todos se sientan alrededor de una mesa, lado a lado, en igualdad de condiciones, y todos comparten los manjares que se sirven, los vinos y los postres que traen los meseros. Esta imagen, indudablemente nos habla de comunión, de comunidad, de agruparse ante la invitación del Rey, y sentarse con Él a compartir sus manjares en forma gratuita, ofrecidos solo porque así lo quiere el Rey.
Siempre pensamos en aquellos que “no pudieron” asistir, aquellos que tenían como mayor prioridad sus asuntos propios, sus problemas y sus intereses, o sea, no pensaron en la comunidad que se tenía que reunir, en la satisfacción del rey a quién se lo debían todo. Solamente tuvo importancia ese compromiso, ese evento, esa enfermedad, que los satisfacía personalmente.
Y es de particular interés, observar también que terminan compartiendo el banquete no miembros de una sociedad, ni de una casta, ni de un grupo, sino gente de todas partes, gente despreciada, aislada, impura (de acuerdo al concepto de esa época), o sea, gente que unos minutos antes de entrar al banquete, ni siquiera hubiera pensado sentarse unos al lado de los otros.
Hoy en día, el Señor nos sigue invitando, nos sigue llamando de las plazas y las calles de la ciudad, de los cruces y los caminos, la mayor parte de ellos, caminos oscuros, torcidos y de perdición, pero así es el Rey de magnánimo, que nos invita a pasar, sin preguntar qué somos, qué hicimos, o dónde estuvimos, sino simplemente que entremos si así lo queremos. Él llama, el asistir, está en ti y en mí.
Lo importante ahora, es que si aceptamos entrar, nos comportemos con la alegría y la actitud de semejante invitación inmerecida y gratuita, que pasemos juntos al salón del banquete, y nos sentemos a la mesa y compartamos la alegría de estar sentados junto al que tiene el “Nombre sobre todo nombre”, y que gustemos del mismo plato con Él, y con todos los de nuestro rededor. En el banquete, no existen sitios de privilegio para nadie, puesto que es gente recogida de todas partes, nadie es más que el otro, nadie se queda atrás, ni puede acercarse más que los demás a la mesa. Todos somos iguales, hambrientos, semidesnudos, sedientos y andrajosos, que deambulábamos por calles y plazas en busca de algo que nos llene el alma… y ahí está Jesús con su banquete, ahí estamos tú y yo, frente a frente, separados solo por la mesa, pero con la misma bandeja para compartir.
Lo que debe quedar claro, es que el objeto de la invitación, no es para guardar algo para luego, no es para pensar que se nos reconoció algún mérito ni determinada condición. No estamos allá para sembrar dudas sobre el rey ni sobre los demás invitados, no estamos allí para comentar con los demás sobre el reino de al lado, o sobre las invitaciones de otros reinos. Se nos llamó, asistimos, y debemos compartir el reino que se nos ofrece, en comunión.
Lo que nos queda ahora, es invitar nosotros al Rey a comer en nuestra casa, y hacer de ella cada día, un palacio, donde no brillen las luces ni la platería, sino el amor y la paz, donde la única lámpara encendida sea Su Palabra, donde Él nos hable y nosotros escuchemos, deleitándonos con la esperanza de que un día, podremos llegar al banquete de Dios, ya no como invitados, sino como residente permanentes, como ciudadanos del Reino, contemplando para siempre la gloria de nuestro maravilloso anfitrión.
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