Hoy 5 de noviembre de 2008, día martes de la samena XXXI del tiempo ordinario, la lectura del Evangelio según Lucas 14, 25-33, n0s presenta una condición que Jesús pone para poder ser su discípulo: Posponer a su padre, a su madre, a sus hijos, hermanos…, tomar su propia cruz y caminar detrás de Él.
¿Porqué Jesús pone condiciones tan duras a la muchedumbre, cuando se supone que Él estaba precisamente tratando de reunir discípulos, de agrandar su pequeña comunidad naciente? Porque, se siente de veras bien duro el pensar en dejar abandonados a todos nuestros seres queridos, a nuestra familia, que fue precisamente Dios quien la formó, a nuestros padres ancianos, que necesitan de nosotros, a tantas y tantas responsabilidades que cargan nuestros días con ese peso abrumador que nos agobia y nos dobla la espalda.
En primer lugar, observemos que Él no dice olvidar, sino posponer, o sea, dejar para después. Lo que Él nos está diciendo entonces, es: "No creas en tu amor mezquino de los hombres, dejalo en un segundo plano, aprende a amarme primero a Mi cargando tu cruz, dejando todo lo tuyo en ella, y entonces podrás decir que aprendiste a amar en la fuente del amor".
Es que una vez más, Jesús al hablar, cubre toda la vida del ser humano, y aquí, al referirse nombrando a los seres más cercanos a uno, está refiriéndose a los afectos humanos, a los tesoros que en nuestra vida suelen reemplazar a Dios, a todas aquellas personas y cosas por las que vamos dejando de lado nuestra formación y nuestro alimento espiritual, a todas aquellas exigencias que con mezquindad nos urgen, poniéndose por delante de todo para conseguir su propia satisfacción.
Con seguridad que Jesús no nos pide abandonar a ningún miembro de nuestra familia, ni a ningún ser humano abandonado en sus necesidades. Lo que Él nos pide, es que cada uno de nosotros vea EN PRIMER LUGAR, su propia relación con Dios, que Él es primero, porque Él es el creador de todas las cosas, y nuestra salvación es personal y única, y depende no tanto de lo que hagamos, sino de que lo hagamos con Él como meta, como principio y como fin.
Jesús, es el Dios de la simplicidad, porque Él es el principio y el fin de todo. Por eso es que cuando nos dio su propio mandamiento: “Ámense los unos a los otros como Yo los he amado”, no hizo otra cosa que maximizar al infinito la simplicidad del amor como fundamento de todas las relaciones humanas. Por lo tanto, si llegáramos a amar como Él, si lográramos encarnar ese amor de donación y entrega absoluta que Él nos regaló hasta dejar su vida en la cruz, nos daríamos cuenta de que es precisamente ese amor el que nos ayuda y nos exige cumplir con las obligaciones con los seres que su amor nos puso en el camino.
Pero cuando el amor es de donación, cuando se ama solamente por amor, cuando es Cristo el ser amado en las personas de todos los seres, al amar a cada uno de ellos, estamos amando al propio Dios, cosa que inunda su Corazón de dulzura y felicidad. Entonces, el amor es servicio humilde y sencillo, entonces el amor es recto generador de rectitud y justicia, entonces el amor no reconoce límites, todo lo perdona, todo lo olvida, todo lo da. En otras palabras, entonces el amor es el de Dios.
Dejar padre y madre, hijos, hermanos, etc., no es olvidarse de ellos, ni dejarlos en la soledad o la orfandad. Es cambiar nuestro amor terreno, por ese amor de Cristo, que se aprende solamente caminando detrás de Él, cargados de nuestra cruz, entregándolo todo en su Nombre bendito y glorioso. Dejar todos nuestros afectos, significa sacar todo de nuestro corazón, para dejar entrar a Cristo triunfante, y entonces sí, amar hasta la locura, tanto como Él amó a María y a José.
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