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sábado, 20 de junio de 2009

¿Se hundirá la barca?

A menudo solemos encontrarnos con amigos o parientes, con los que la charla se desarrolla más o menos así:
-¿Y ahora, a qué te dedicas?
- Mira, estoy en un apostolado, y trabajo allá para el Señor. Fíjate que es muy lindo…- Y la otra persona interrumpe, con cara de “Hazla corta, yo ya superé esa etapa”
- Ah, claro, yo también estuve en esos grupos hace algún tiempo, pero lo dejé, porque… - Y surge una lista larga de críticas a la gente que permanece en ese grupo – Fíjate que Fulanito y Fulanita… y Sutanita… y el de más allá…

Siempre los demás. Todas las fallas que nos desalentaron, que nos empujaron a abandonar el grupo, son de los demás, de las circunstancias, del trabajo, los hijos, el marido o cualquier otra cosa.

Correspondería entonces preguntarle qué hace ahora con el tiempo que antes le dedicaba al Señor, cuánto más ha crecido espiritualmente, y si esa su “tranquilidad” de ahora le gana un milímetro más cerca de Dios. Pero no metamos a nuestra amiga (o pariente, o lo que sea), en problemas y apreturas.

A la luz del Evangelio de este domingo XII del Tiempo Ordinario, podemos ver algunas cosas, que pueden servirnos en nuestra conversión. La primera de ellas, es preguntarnos: “Cuando estalla una tormenta a mi alrededor, ¿Cuál es mi reacción?” Porque con mucha frecuencia se ve gente que al primer rayo, trueno o viento fuerte, corre a entregar el remo.

Solemos pensar solamente en nuestra seguridad (léase egoísmo, comodidad, indisciplina, etc.), y sin detenernos a ver atrás a la barca que abandonamos, saltamos a las barcas de al lado buscando nuevas posibilidades, y lamentablemente, a veces hasta una nueva fe, y nos olvidamos que Jesús, ese que nos llamó, ese a quien decimos amar y seguir, ese a quien aseguramos servir… se queda en la barca, mirándonos partir con pena.

Y lo peor, es que también vemos a algunos que tratan de buscar su propia seguridad, sus propios fines, parándose con un pié en una barca y el otro en la de al lado, aún sabiendo que así no se puede remar de ninguna manera, no eres marinero de aquí ni de allá, y lo único que haces, es perjudicar a ambas, porque vas a tratar de juntar gente de ambas solo para tu provecho. Te vas a caer, y hasta es posible que logres que ingrese agua a la barca, porque al pararte en el borde, la inclinarás.

¿Te das cuenta de que pondrás en mayor peligro a la barca, a Jesús que descansa confiado y los demás cuanto más peso tengas? Si aceptaste alguna responsabilidad en esta pequeña barca que se sacude en el mar embravecido, recuerda que ante la tormenta y el terror de tus marineros, tu misión es mostrarles a Jesús, a ese Jesús que representas, y que se recostó a dormir porque puso su corazón en tus manos. Tu misión no es aplacar la tormenta, tu misión es hacer que todos los demás se fijen en quien descansa en la popa. Tu misión es mostrar el amor de Jesús, no el poder de Jesús.

¿Qué hubiera pasado si los apóstoles hubieran abandonado la barca saltando al agua por desesperación? ¿Cuánto hubieran tardado en hundirse y perecer ahogados en medio de la oscuridad y la desesperación? ¿Hubieran abandonado al Señor que dormía en la barca, dejándolo solo y a su suerte? ¡No te vayas!, esta es tu barca, es la que el Señor ha puesto para ti, porque Él sabe dónde eres útil para llegar a la otra orilla. Es cierto, ruge la tormenta y las olas hacen crujir las maderas de nuestra frágil barquita. Caen los rayos, estallan los truenos y nos enceguecen los relámpagos. Tenemos el corazón hecho un puño por el miedo, todo se mueve y nos sacude sin piedad, pero no todo termina ahí, Él duerme en la popa, y si duerme, es porque Él sabe que la tormenta nada puede contra Él.

La tormenta normalmente está compuesta por las miserias y las pequeñeces humanas. Pasiones que nos cautivan, egoísmos que nos cierran los ojos, resentimientos que ocupan todo el corazón, obstinaciones que no nos permiten movernos en bien de la comunidad, desconfianzas y prejuicios que nos crean soledad, en fin, siempre la tormenta que brama es atemorizante, pero siempre, indefectiblemente, luego de la tormenta, sale el sol.

Lo que sucede, es que a veces queremos ver a Cristo como un destello fulgurante, como una luz que ilumina todo, un chispazo que enciende el corazón como brasa de fuego, y nos llenamos de ganas de salir avasallando al mundo para incendiarlo con ese fuego que arde en nuestro interior. En pocas palabras, Jesús es para nosotros como un rayo que ilumina y enciende, como un relámpago que nos permite mirarnos en el espejo de la vida y darnos cuenta de dónde estamos parados… pero ¿Qué sucede cuando pasa el rayo, cuando se apaga el relámpago? Volvemos a estar en medio de la noche sin saber qué hacer.

Es que Jesús no debe ser un rayo ni un relámpago. Jesús, como dice el salmo, es el Sol que nace de lo alto, que cuando aparece en mi vida, la llena de luz y calor, ilumina todo de a poco en mi amanecer, y permanece en lo alto durante todo mi día, dándome de regalo todo lo que necesito para vivir. Jesús es mi Astro Rey. Él dijo “Permanezcan en Mí, para que yo permanezca en ustedes, y su alegría sea completa”, y solo el sol permanece, es constante, es inmutable.

En nuestra vida institucional, la de nuestro apostolado, siempre habrá tormentas. Es posible que nunca tengamos un solo día sin sufrir por lo menos algunas ráfagas de viento y uno que otro chubasco, porque si bien sabemos que nuestro trabajo es para Dios y por Dios, nuestras instituciones, desde la Iglesia hasta la última casita de oración, están compuestas de seres humanos, llenos de miseria y pecado.

Santa Catalina de Siena decía: “Yo soy nada, con pecado encima”, y si esa gran santa decía eso, ¿Qué podremos decir nosotros?. El mundo de hoy, enemigo de todo lo que se acerca a Dios, nuestros defectos y nuestras miserias, las crisis de todo tipo, en fín, todo nos grita: “Salta, sal de ahí, deja la barca que se hunde, mira, la barca de al lado está mejor armada, esta se hunde”. Pero se cuidan mucho de mencionar que Jesús está durmiendo en la popa.

El mal quiere que dejes la barca, quiere aumentar tu terror y tu miedo, pero hace que trates de saltar de la barca despacito y en silencio, en la oscuridad y en el secreto, de a poco y que no se note. No vaya a ser que Jesús despierte y termine con la tormenta con un solo grito: “Cállate, cálmate”, y luego se vuelva a ti y te diga: “¿Por qué tienes miedo, todavía no tienes fe?”

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