Una tentación muy común, y en la que solemos caer con demasiada facilidad, es aquella de tomar la actitud de los trabajadores de la parábola del trigo y la cizaña. Nos creemos discípulos por el simple hecho de estar trabajando en el campo del Señor, y cuando vemos que aparecen plantitas de dudosa apariencia, de inmediato, con el celo encendido, nos disponemos a separar la cizaña del trigo.
Es que somos medio discípulos, y no existe nada más peligroso que un medio discípulo. Conocemos al dueño del campo, sabemos quién es, pero no conocemos su sabiduría, no entendemos a su corazón, que lleno de amor mira con horror la posibilidad de que en medio de la cizaña sea cortada una plantita de trigo, que con tanto amor colocó en la tierra.
Es fácil conocer el poder de Dios (con una palabra resucita a un muerto), pero es difícil conocer la sabiduría de Dios, sus cuidados, sus providencias, sus ternuras, sus mil formas de transformar con el correr del tiempo la cizaña malvada, en trigo productivo. ¿No fuimos acaso cizaña cuando deambulábamos en medio de los placeres del mundo?
Y comenzamos esta reflexión mencionando a la tentación, porque tenemos muchísima facilidad para clasificar a los demás. Fulanito es un santo, menganito es un pecador, los de aquel grupo no son buenos, los de aquel otro no hacen tal o cual cosa, en fin, no tenemos problemas en diferenciar trigo de cizaña, sin darnos cuenta de que todos estamos en este mundo, como producto del amor de Dios, sabio e infinito, misericordioso y clemente. ¿Cómo podríamos pues distinguir una cosa de otra, si a veces nos pasamos la vida entera tratando de conocernos a nosotros mismos? ¡Conocemos a Dios, pero no conocemos su Corazón!
En esta parábola, Jesús nos pide ser pacientes y caritativos unos con otros, nos invita a mirarnos a todos como plantas de un mismo terreno, y nos advierte de que al final, se nos reconocerá por los frutos que le entreguemos, pero frutos agradables a los ojos de Él mismo, no a nuestros ojos, que no saben ver con el filtro de la sabiduría de Dios.
Al habernos creado como seres sociales, nos asigna también el papel de la levadura. Cada uno de nosotros es levadura en medio de la harina del mundo, destinada a fermentar y convertir así la masa en pan, en alimento a ser consumido a favor de los demás. Por eso es que deberíamos ser muy cuidadosos en vigilar la clase de fermento que somos, en lugar de andar tratando de encontrar los defectos que tiene la harina que el Señor nos entrega.
De esta parábola, debemos recoger la paciencia del sembrador, que durante todo el tiempo, riega y cuida a todas las plantas por igual, y que muy claramente nos pide no tratar de separar trigo de cizaña, porque Él bien sabe de nuestras pequeñeces, de nuestra facilidad en equivocarnos, de la rapidez con la que etiquetamos a los demás, y del daño que así podemos causar en el resto de su sembradío, porque puede resultar que nos preocupemos mucho de separar al buen trigo como nuestro, y que un día tengamos que quedarnos contemplando nuestras propias espinas lastimando al trigo.
Es buena idea, desconfiar siempre de nuestras capacidades, de nuestros dones, de nuestras posibilidades, porque esa especial manera que tenemos los seres humanos (de todos los niveles), de ver siempre con aumento hacia adentro, y con disminución hacia fuera, ese deseo permanente de colocar un embudo como regla social, nos hace especialmente permisivos con nosotros mismos, y especialmente exigentes con los demás. ¡Es tan fácil acomodarse en nuestros gustos, y exigir que les gusten a los demás!, y eso es así, porque conocemos a Dios, pero no conocemos su sabiduría, que deberíamos buscarla en los pliegues de la ternura de su Corazón.
Por eso, en el cumplimiento de nuestra misión evangelizadora común a todos los cristianos, pongamos especial cuidado en vivir el amor de Cristo cada día con más perfección, en transmitir ese amor con la largueza con que lo recibimos nosotros mismos, hasta que veamos un “nosotros”, cuando queramos ver un “yo”
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