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viernes, 14 de noviembre de 2008

Editorial: ¿Y… qué hice yo con los talentos?

Ya llega el Adviento, y es preciso prepararnos para recibir al Salvador. Muy pronto comenzará un nuevo año litúrgico, y éste que pasa, entrará en la gaveta de aquello que ya no podemos cambiar, pasó, y sólo cada uno de nosotros sabe qué es lo que nos deja en el alma. Es bueno entonces, examinarnos un poquito, para comenzar a hacer nuestra lista de propósitos para el próximo año, en el que el Señor nos regalará una oportunidad más para acercarnos a Él que nos espera con el corazón ansioso.

La parábola de los talentos, nos habla de que no solo es cuestión de poseerlos, sino que la condición para sentir “el deber cumplido”, la de hacerlos producir, y hacia allí debemos caminar todos.

Sin embargo, en esta oportunidad, es bueno meditar también en una situación que no toca ninguna de esas situaciones, sino que el empleado que recibe los talentos (no digamos uno ni dos, sino de verdad, pensemos en cinco o más), no los hace producir, ni los entierra, sino que, como la mayoría de nosotros, los utiliza para divertirse, conseguir sus propios fines, acumular riqueza o escalar las tortuosas gradas del poder, de tal manera, que cuando llegue el amo, ni siquiera podremos devolverle lo que nos dio.

¿Cuántas veces he usado las capacidades (léase talentos) que el Señor me ha regalado, para desde mi poltrona acusar, manipular o humillar a mis hermanos en busca de mi comodidad? ¿Cuántas veces he usado mi posición (otro talento regalado) para mirar hacia abajo únicamente con ojos de crítica o desdén, olvidándome del rostro de Cristo que contempla mi actitud con dolor y pena? ¿Cuántas veces he dejado de hacer algo que debía, cargando a los demás aún con mis obligaciones, para luego “calificar” con rigor el resultado en lugar de agradecer?

Indudablemente, todas las facilidades que se nos presentan en la vida, todas aquellas cosas que nos distinguen particularmente de los demás, todas las habilidades con que nacimos, son parte de los talentos que el Señor nos encomienda no solo cuidar en esta vida, sino que nos pide además, trabajar para sacar de ellos frutos que sean de utilidad y servicio a los demás. En otras palabras, aquellas gracias que al nacer son adornos de cada uno, debemos trabajarlas con humildad, para convertirlas en virtudes, porque frente a Dios, el único adorno valedero y precioso, es la forma en la que repartimos amor y servicio a los demás.

Es muy fácil cumplir las obligaciones litúrgicas, y veamos el cómo y el porqué: Cuando la sociedad espera que presentemos al nuevo hijo, cuando desea reunirse a comer y beber, cuando quiere mostrar su nivel económico y agasajar a los amigos, entonces sí, “hay que bautizar al bebé” (aunque a veces el bebé ya aprendió a fumar el año pasado). ¿Qué pasó con la salvación de su alma, con su incorporación como un nuevo miembro del Cuerpo Místico de Jesús, como un nuevo hijo de la Iglesia, con el compromiso de criarlo como un buen católico, guiarlo y enseñarle a ser un hombre de bien? “Ah, por supuesto, eso también, pero lo que nos preocupa es la fiesta, los invitados…” contestamos.

La Primera Comunión, es otro gastadero, otra fiesta, que el traje nuevo, que los zapatos, que las invitaciones, que la comida y los tragos, “y encima, nos obligan a ir a unos cursillos para hablarnos lo de siempre”, y por supuesto, nos olvidamos del ejemplo al niño o niña, dejamos para lueguito una charla sobre la trascendencia del momento, sobre la maravilla de recibir en su alma al Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad del mismísimo Redentor del mundo, porque hace tanto tiempo que pasó la última vez que tuvimos una Comunión con Jesús…

¿Matrimonio religioso? “Tenemos que hacerlo, porque sus padres lo exigen”, aunque “para mí, es solo un papelito sin valor, porque el compromiso es de corazón a corazón”, y luego pretendemos construir una familia feliz… en la que por supuesto, la felicidad se basa en el tamaño y la marca del televisor.

Y ni qué hablar del servicio a los necesitados, a los pobres, a los enfermos, a los ancianos, a tantos y tantos que pasan noches de dolor y silencio, de abandono y desesperación a veces al lado mismo de nuestra casa, o peor aún, en el dormitorio de abajo, donde la abuela está sentada contemplando la fotografía en blanco y negro del abuelo fallecido hace unos meses.

No, la verdad, es que ni siquiera hemos enterrado los talentos que se nos encargó guardar y hacer producir. Simple y alegremente, los desperdiciamos, los gastamos en la ruleta de la vida, contentos y satisfechos… hasta que llegue el Patrón.

Y cuando Éste llegue, no nos mirará a los ojos, ni a la cara, ni a la ropa, Él mirará qué es lo que queda detrás de nosotros. Mirará nuestras huellas, calificará la forma en que cumplimos su encargo de amarnos como Él nos amó. Él mirará las caras de aquellos que puso a nuestro cuidado, nuestros hijos, nuestros padres, nuestros hermanos, nuestros inferiores jerárquicos, nuestros enfermos y nuestros ancianos, y… ¿sonreirá… o llorará?

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