Evangelizar… Evangelización… Nueva Evangelización… Son conceptos, que se repiten hasta el cansancio. Palabras que leemos en las noticias, especialmente las católicas, vemos en la televisión permanentemente a muchísimas personas que nos exhortan, nos invitan y nos recuerdan que es nuestro deber de católicos bautizados, meter las manos en el trabajo de la Evangelización.
Sin embargo, una gran cantidad de nosotros, si no es que la mayoría, con solo pensar en qué o cómo evangelizar, no encontramos el camino, ni la forma de hacerlo.
Este es el motivo que nos mueve a dedicar nuestras reflexiones de cada domingo, a aplicar el Evangelio, a hacerlo algo vivo, una conversación con Dios hecho Palabra, que nos permita encontrar aquello con lo que Dios nos quiere alimentar cada semana.
Hoy la Iglesia nos presenta uno de los pasajes más conocidos: La visita de la Virgen María a su prima Santa Isabel. Además del relato histórico, del cual fueron extraídas las hermosas palabras de Isabel para la oración del Ave María, ¿Qué es lo que podemos encontrar en este texto?
El método que utilizaremos, será el de trasladar los hechos a nuestros días, y ponernos en el lugar de los personajes, considerando que esos son los modelos que Dios nos propone para nuestras vidas.
Por supuesto, en primer lugar, nos pondremos en el papel de María, y salvando las distancias que existen entre la Madre Santísima y nosotros, comenzamos a hacer preguntas.
“Tomó su decisión y se fue, sin más demora…” ¿Es esa mi actitud cuando me entero de alguien que conozco y se encuentra en dificultades? ¿Podrá alguien recibir mi visita con la misma alegría de Isabel? Porque si me precio de ser católico, es mi deber reflejar en cada uno de mis actos a Jesús (y en este caso a María), porque se supone que mi deseo es el de “convertirme”
“El niño saltó de alegría en mis entrañas…” Nuestra dulce Madre, primera portadora del Espíritu Santo, con su sola presencia encendió no solo al niño que crecía en Isabel, sino también a Isabel misma, que se sintió necesitada de alabar en semejante forma a su prima a pesar de ser tantos años menor. ¿Cuál es la actitud de cada uno de los miembros de mi entorno (familiares, compañeros, clientes, subordinados, etc.) cuando me ven llegar? ¿Conmigo llega María llevando inspiración, alegría, esperanza y gozo, o llega el miedo, la humillación, el dolor y el resentimiento?
“¡Bendita tú eres entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!...” Lo que hago, lo que inspiro, lo que dejo detrás de mí, ¿Mueve a la gente a pensar en bendiciones, o maldiciones?
“¿Cómo he merecido yo que venga a mí la madre de mi Señor?” Isabel siente que Dios está presente, actuando en María, su saludo es un reconocimiento a la cercanía de Dios con María, y con ese saludo, le manifiesta su subordinación, es decir, su disposición a seguir lo que María diga, Isabel está dispuesta a seguir todo lo que le enseñe María, porque reconoce en ella la presencia de Dios. Mi testimonio de vida, mi conversación, mi forma de actuar ¿Llevan a pensar que Dios está actuando en mi vida? ¿Tiene deseos de escucharme, de seguirme, de aprender de mí quien comparte conmigo?
“¡Dichosa tú por haber creído que se cumplirían las promesas del Señor!” Mirar a María, es estar seguro de que Dios cumplirá todo aquello que prometió, es saber con absoluta seguridad, que con ella llega la paz del cielo, y que no puede existir otra cosa junto a Ella, que la dicha, la felicidad que Ella misma vive hoy en el cielo. ¿Cuánta seguridad se siente en mi presencia? ¿Pueden los demás presentir que junto a mí encontrarán paz y alegría? ¿Soy yo también alguien que “cree”, o me conformo con hacer que los demás crean, aunque para ello vivan un infierno a mi lado?
Como verán, hay mucho que extraer al Evangelio. Es infinita la riqueza de Dios hecho Palabra, y en estos días, Él nos regalará una oportunidad más de nacer en nuestro corazón, de ser Señor y Dueño, de ser Capitán y Conductor. No dejemos pues dejar pasar una Navidad más, y tal como nos propone la liturgia, aprovechemos este Adviento (que para algunos de nosotros puede muy bien ser el último), y hagamos todo para imitar las virtudes de María, Madre, Modelo, Estrella y Guía en este tan difícil, pero también tan maravilloso camino de la conversión.
El Evangelio de este domingo, tiene especial riqueza para orientarnos en nuestra preparación personal para recibir a Cristo, que una vez más, quiere nacer en cada corazón, y allí hacer morada derramando sus gracias.
Como antecedente, tomemos en cuenta que este pasaje es la continuación del relato sobre la predicación de san Juan Bautista, que recorría los pueblos y el desierto de Israel, diciendo a la gente: “Raza de víboras, ¿cómo van a pensar que escaparán del castigo que se acerca? Produzcan los frutos de una sincera conversión, pues no es el momento de decir: "Nosotros somos hijos de Abraham"...(Lc 3:7,8)
Juan bautista hablaba de cambio de vida, de alejamiento de todas las costumbres que nos acercan al pecado y nos alejan de Dios. Hablaba de dejar de pensar que por decirnos hijos de Dios, ya lo conseguimos todo, en una palabra, hablaba conversión sincera. Conforme a la predicación de Juan, el requisito fundamental para recibir a Cristo que ya llega, es precisamente la conversión.
Vemos hoy según san Lucas 3, 10-18, a la gente que escuchando la predicación de Juan el Bautista, se sentía movida a buscar con ansias el camino de la conversión que predicaba la “Voz en el Desierto”.
“¿Qué debemos hacer?” es la pregunta de la gente en general, y entre ellos Lucas identifica a los cobradores de impuestos, y los soldados. ¿Qué debemos hacer? Es también la pregunta que deberíamos estar haciéndonos nosotros, si queremos tomar en serio este Tiempo de Adviento, puesto que aún ahora, dos mil años después, seguimos con dificultades para encontrar el significado de la conversión.
Muchos creemos que conversión es comenzar a rezar novenas, asistir a los actos de la parroquia, y comenzar a llamar “hermanos” a los demás parroquianos, y esas son solo actitudes iniciales, los primeros movimientos, son los actos exteriores, mientras la conversión es algo interior y profundo. ¿Qué debemos hacer entonces?
Pues lo que debemos hacer en primer lugar, es abrir los oídos a Dios en su Palabra, que hoy nos habla por medio de Juan, que sabe muy bien lo que dice. Podemos distinguir muy claramente cuatro consejos, tres verbales y uno de actitud.
Veamos pues en concreto cada uno de los consejos de Juan para lograr la conversión:
“El que tenga dos capas, que dé una al que no tiene, y el que tenga de comer, haga lo mismo.”, o sea: Lo que tú tienes, no es solo para ti, sino para que lo compartas. Todos tenemos abundancia de algo. Unos de dinero, otros de inteligencia, otros de sabiduría, otros de simpatía, en fin, algo tienes tú para compartirlo. En resumen: Aprende a compartir.
“No cobren más de lo establecido”, que quiere decirnos: No te excedas en el uso del poder. Todos tenemos en nuestras manos algún tipo de poder. Unos tienen el poder político, otros el poder empresarial, otros el poder de una institución, otros el de una comunidad, los padres tienen el poder sobre sus hijos, los hombres sobre las mujeres, las mujeres manejan a los hombres, y así sucesivamente. Tú tienes poder sobre algunas personas, no importa quienes sean estas.
No use frases como: “Yo soy el que traigo el dinero en esta casa, por lo tanto…”, o “Aquí el que manda soy yo, y los demás obedecen”, o “si quiere algo de mi, que pague lo que valgo”. El segundo consejo de Juan es: No abuses de tu poder.
“No abusen de la gente, no hagan denuncias falsas y conténtense con su sueldo” que dicho en pocas palabras es: No cometas injusticias. Es muy fácil acomodarse en los privilegios que se nos otorgan. El sitio de honor, el uso de la palabra, la distinción sobre los demás, la capacidad en la decisión, la elección del futuro, la definición de un proyecto, muchas cosas en las que uno termina por creer que son sus derechos, y que nunca tiene obligaciones.
Nos acostumbramos tanto a nuestros privilegios, que terminamos por ni siquiera pensar en los demás. Lo único importante es lo mío, lo que a mi me pasa, lo que a mi me molesta, mis necesidades y mis caprichos, todo soy yo, y lo que yo digo o yo pienso es lo único correcto, lo único verdadero, y así perdemos la capacidad de amar, la capacidad de sentir caridad.
Este tercer consejo es contra el prejuzgamiento, la fácil colocación de etiquetas, el mal trato y la humillación, y todo aquello que lastima tanto, aunque por ello el único que sangra es el espíritu y no el cuerpo del lastimado. El tercer consejo de Juan es: Aprende a vivir en paz con todos.
Y por último, la lectura de este pasaje del Evangelio nos deja como enseñanza una actitud, sin la cual es imposible conseguir la conversión.
“Está para llegar uno con más poder que yo, y yo no soy digno de desatar las correas de su sandalia.” La actitud de Juan, es la de una profunda humildad, la del reconocimiento de su pequeñez, y la alegría de anunciar la llegada de alguien muy superior a él.
Él no se ocupa de asegurar su puesto, ni de dejar claramente sentada su condición de profeta. Juan no se ocupa de forzar a nadie a hacer lo que no quiere. Juan solo grita a los cuatro vientos la necesidad de convertirse y anuncia la llegada del Salvador. El cuarto consejo de Juan en este Evangelio, es la actitud de humildad, sin la cual uno nunca podrá encontrarse con Jesús.
Vale la pena escuchar a Juan ¿no?Sino, podríamos quedarnos contemplando de lejos la llegada del niño a los pesebres de los demás, mientras nuestras cunas repletas de nosotros mismos se quedarían solo con los regalos de “Santa” o “Papá Noel”.
Comenzamos hoy la segunda semana del tiempo de Adviento, una semana más para prepararnos a conmemorar la llegada de Dios–niño al pesebre de Belén, y la liturgia nos ofrece el Evangelio de san Lucas 3, versículos del 1 al 6 (Lc. 3:1-6).
Es muy importante para nosotros los católicos, que consideremos que en cada Misa, el Señor se nos ofrece como alimento en dos formas: El Evangelio, en el que se nos da como Palabra, que por medio del Espíritu Santo nos enseña, nos guía y nos muestra el camino de la salvación, y la Eucaristía, en la que se nos entrega Él mismo en su Cuerpo, su Sangre y su Divinidad para habitar en nosotros, haciéndonos así uno con el Padre y el Espíritu Santo, la Santísima Trinidad habitando en tu corazón.
Son dos regalos inconmensurables, que si los recibimos concientemente, con la debida atención y en acto de oración, enriquecerán nuestra vida de cada día con la infinidad de gracias y consuelos que tiene para nosotros la Santísima Trinidad.
Para conseguir esto, es necesario que (Espíritu Santo de por medio), dejemos de considerar a la venida del Hijo al portal de Belén como a un hecho histórico, algo que sucedió, una imagen en algunas estampitas que nos llenan de ternura por la belleza de los personajes, pero que se quedan ahí, en el papel, o como un adorno obligatorio de esta época del año en algún lugar de la casa, y que nos gusta mirar en las noches, cuando prendemos los foquitos para alegría de los niños.
Es necesario hacer que toda la familia deje de pensar en Santa o papá Noel, para que en cada familia, en cada alma se de el portento de ese Dios infinitamente perfecto, infinitamente glorioso encarnándose en la pequeñez del ser humano, simplemente por su deseo de salvarnos a todos, incluyéndonos tú y yo.
Y es que si consideramos al nacimiento de Jesús en su verdadera dimensión, no podemos dejar de situarlo como el horizonte verdadero, como el fin último de las aspiraciones del ser humano. Jesús es el Camino, la Verdad y la Vida, y es nada menos que Él, quien vendrá, totalmente indefenso y anonadado, en un cuerpecito nacido de las entrañas purísimas de la Virgen María, y eso sí es esperanza, es alegría, es estabilidad y paz en el alma de cada persona.
La venida de Jesús, no es solamente un hecho histórico que recordamos. Es la posibilidad de (como dice el Evangelio de hoy), “preparar el camino” para hacer de cada corazón de la familia, un portal en el que habite la Luz del Mundo. ¿Podría haber mayor regalo de Dios?
Y no nos confundamos, la preparación para la Navidad no es un llamado a hacer nuestra vida más dura, por el contrario, se trata de hacernos más libres, más felices, puesto que se trata de hacer habitar en nosotros, no a un viejito gordo de barba blanca, sino al Creador de todas las cosas.
Es un bonito acto el pensar en hacer regalos a todos nuestros seres queridos, especialmente a los niños. A los padres nos encanta ver las caritas llenas de ilusión y esperanza de nuestros hijos, aunque estos “pequeños” tengan 40 años. Cada Navidad la preparamos con todos los regalos que podemos; hasta nos endeudamos con mucho gusto, pero siempre buscamos lo mejor que podemos conseguir para ellos.
Pues Jesús es el mejor regalo que pudo ocurrírsele a nuestro Padre del cielo. Él, desde el primer instante de la creación, nos hizo a cada uno de nosotros con especial predilección. Puso en ti y en mí, lo mejor que Él sabe que necesitamos para cumplir aquello a lo que nos destinó en su corazón, y cuando vio que aún así estábamos perdidos, nos envió su más grande regalo: su propio Hijo, para que nos “explicara el camino perfecto”, como dice el salmo.
El más grande regalo que recibió la raza humana, fue el Verbo encarnado en María, ese mismo que unos cuantos años más tarde estaría en lo alto de la cruz, vestido únicamente con su Sangre bendita pidiendo perdón, porque no lo habíamos reconocido. Y allí murió, allí cumplió su misión, allí nos regaló la vida eterna, cuando su Padre aceptó su ofrenda y lo resucitó para sentarse a su derecha.
El nacimiento, la vida, la pasión y la muerte de Jesús junto a su resurrección luego de Pentecostés, han dejado de ser un relato histórico que debemos recordar en estos días. El Espíritu Santo los convierte en una realidad interior indiscutible, que nos abre el corazón a la paz aquella de la que habló Jesús cuando se despedía de los apóstoles.
Claro, si nos empeñamos en observar solo al arbolito, a las lucecitas, al viejito de barba blanca y a los juguetes, será una linda fiesta de familia, pero el 26 de diciembre, ya será cosa del pasado, y de ella quedarán solo las indigestiones, el dolor de cabeza y el ruido de los juguetes nuevos.
Pero si esperamos la Navidad en actitud de oración, en ambiente de amor y esperanza, no dudemos que el Espíritu Santo hará que el verdadero regalo, Cristo resucitado, vivo y amante, nacerá en el seno de la familia, y con Él llegarán los demás regalos que su presencia trae consigo: Paz, unidad, servicialidad, y todo lo que significa vivir en el amor. Este es el sentido verdadero de la Navidad.
Los cristianos tenemos esta ventaja única. Nadie más espera encontrarse con su Dios en esta vida. Nadie puede encontrarse con Buda, Mahoma, la Pachamama, ni ningún otro. Solo los cristianos tenemos un Dios que está vivo, y que desea con todo su infinito corazón ser uno con nosotros.
Vista así, ésta puede ser la oportunidad más grande, no solo de festejar esta Navidad, sino también la de comenzar una nueva vida de entendimiento, de perdón y de amor en cada persona, y por lo tanto, en cada familia. ¿No sería bueno entonces aprovechar bien este tiempo de Adviento, para prepararnos en familia, en cada Casita de Oración, en cada corazón, para recibir ese regalo del Padre tal y como Él espera que lo recibamos? Quién sabe… Quizá sea ésta la mejor manera de superar la angustia y los dolores de esta crisis social y moral que estamos viviendo ¿no?
Una vez dijo el Evangelista San Juan (Jn. 20:30), que si se escribieran todas las cosas que Jesucristo hizo, no cabrían en el mundo todos los libros que se escribirían. Es una aseveración fuerte ¿Verdad? Sin embargo, a medida que vamos meditando en la Pasión de Cristo, vamos viendo la veracidad de esas palabras, y vamos descubriendo en el día a día la inmensidad, la altura, la anchura de ese corazón que, estando desde siempre en el gozo infinito del cielo, decidió un día tomar la pequeñez de la carne y enseñar a los seres humanos la verdad de Dios, mediante su propio martirio en la cruz.
Podríamos solazarnos analizando los pormenores del juicio, ver por ejemplo la extrema corrupción de Pilato como representante de la justicia del más grande poder político de la época, ese venal juez, que pese a admitir la inocencia de Jesús, lo condena a muerte.
Podríamos también detenernos a ver a las autoridades judías retornando a sus casas con el alma impregnada de la hediondez de su miserable triunfo, ocultando sus ojos hasta de si mismos, y tantos otros detalles, tantos otros personajes de esos momentos que sellaron la grandeza del corazón de Cristo y la salvación de las almas.
Pero la Iglesia nos propone hoy festejar a nuestro Señor como Rey del Universo. Terminar este ciclo “B” del calendario litúrgico reconociendo la supremacía del carpintero de Nazareth, como aquel que recibió “todo el poder sobre el cielo y la Tierra” (Mt 28:18), y de esa manera poder comenzar el próximo ciclo “C” con el tiempo de Adviento en preparación para recordar el nacimiento del Salvador.
¿Qué significa el título de Rey del Universo para el ser humano del siglo XXI?
Desde los días de Jesús hasta hoy, muchas cosas han cambiado. Todo el entramado social, político y económico podría calificarse por lo menos, como “diferente”, distinto, y en muchos aspectos, hasta contrario a lo que se vivía en tiempos de Jesús.
Por eso, pensamos que para la percepción del hombre de hoy, el título de Rey del Universo puede ser entendido de manera que en esos días, y por eso nos detenemos a, con el auxilio del Espíritu Santo, aplicar ese concepto en nuestra vida hoy, aquí y ahora.
Una de las características de la sociedad occidental de estos tiempos, es la búsqueda (podríamos llamarla ansiosa), de encontrar la paz interior. La gente se entrega con especial entusiasmo a sectas, magos, adivinadores, gurús, meditaciones, mantras y mil cosas más, tratando de encontrar un “algo” que nos tiene insatisfechos y ansiosos, que intuimos pero no llegamos a identificar, pero cuya ausencia no nos deja de molestar.
Hoy, que el mundo se convirtió en la famosa “aldea global”, estamos demasiado lejos del fin para el cual Dios creó al ser humano: Dominar la creación. El ideal que busca el ser humano, se identifica con una palabra: “ganador”, y es eso lo que se busca a toda costa.
Nuestros padres fueron educados con el objetivo de llegar a ser “un buen hombre, o una buena mujer”. Pero hoy eso se cambió por el ganador, y todo aquel que no es ganador, es calificado como un “perdedor”, estigma que lo coloca a uno de inmediato como a una especie de sub hombre que no es útil a la sociedad.
Y es muy importante partir de esta palabrita, porque ella es la base sobre la cual se asienta el actuar de esa persona el resto de su vida.
Ganador es aquel que consigue lo que se propone, aquel que no se detiene ante nada para lograr sus objetivos personales, es el que llega a ser el líder, el jefe, el que tiene el mando y el poder, es como su nombre lo indica “el que gana” a los demás.
Insensiblemente, en los últimos años la sociedad ha ido dejando de lado conceptos que fueron los que hasta hacen solamente 20 años eran la base de las relaciones humanas, y que ahora ni siquiera se mencionan.
La familia como base de la sociedad, la jornada de trabajo de 8 horas, el puesto de trabajo seguro y protegido, la educación moral de la niñez y la juventud, la vida de barrio como forma de crear amistades de toda la vida, el respeto mutuo como consecuencia del respeto a si mismo, la “palabra de honor”, la autoridad de los mayores dada su mayor experiencia… y un sin fin de valores que hacían de la vida algo seguro, y del futuro algo deseable, han desaparecido.
El “ganador”, debe tener como único fin, llegar primero y más arriba, aunque para ello deba comenzar por olvidarse de su familia. El “ganador” no tiene amigos, sino únicamente herramientas temporales. El ganador no pierde su tiempo escuchando las minucias de los niños, contrata “nanis” para que los “cuiden”, o los llevan a la guardería para que los atiendan otras madres que a su vez dejaron a sus hijos en otras manos.
El ganador, no puede hacer peligrar un buen negocio por atender a los ancianos que desgastaron sus vidas para hacerlo un ganador. Para eso están los asilos, los hospitales, la soledad, el silencio o en último caso, “una muerte digna” en manos de un médico (también ganador)
El ganador no puede darse el lujo de arriesgar su triunfo por un niño que no esperaba, y que exigirá tiempo, cuidados y que hasta podría desmejorar su físico. El ganador prefiere esperar a cuando sea cómodo, y mientras tanto (como el ganador no puede sacrificar nada), es preferible dejar que algún médico (también ganador), lo triture, lo queme o lo asfixie dentro del vientre creado para protegerlo y darle vida.
El ganador debe tener una casa con el mayor lujo posible, una cantidad respetable de autos, una servidumbre adecuada y ropa de marca, también fabricada por otros ganadores. De su casa deben salir muchos tachos de comida inservible, muchos trajes “demasiado vistos”, que alimentarían sin problemas a tantísimos “perdedores” que nacen y mueren sin conocer la sensación del estómago lleno y la caricia de una mano amiga.
Seguramente cada uno de los lectores puede enumerar varias características mas de nuestra “cultura” de hoy, tan “avanzada”, tan “progresista”, tan “moderna”, y a continuación hacerse muy en serio esta pregunta: ¿Es para ti Jesús el Rey del Universo?
Jesús nunca pensó en los ganadores ni en los perdedores. Jesús pensó siempre en el hombre y la mujer de bien, aquellos que tienen tiempo para todo, aquellos que saben reír y también llorar, aquellos que saben perder cosas para beneficiar a otros, aquellos que dan lo suyo sin esperar ganancia, aquellos que llaman a los demás sus hermanos.
Pero también es bueno no quedarnos en los extremos, ni pensar que todo aquel que gana algo está lejos del bien, ni que aquel que fracasa en su vida es por ser buen cristiano.
El reinado de Jesús en el Universo, debe comenzar por el interior de cada uno, y eso significa que: si acepto a Cristo como mi Rey y Señor, debo aceptar, practicar y vivir sus reglas, no las mías. Se trata de matizar todo en busca de un equilibrio de justicia, se trata de armonizar desde adentro hacia fuera, o sea, se trata de adoptar los valores que Él nos mostró como verdaderos con su vida, su pasión, su muerte y su resurrección.
En última instancia, y ante la posibilidad de elegir hoy hacer un cambio de vida, quizá sea bueno que por hoy nos quedemos con un pensamiento: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra” significa ser el único, el máximo y el definitivo ganador en esta lucha que se inició con Adán y Eva.
Jesús, Rey del Universo sí es ganador, y nos espera a ti y a mi para que nos unamos a su equipo junto a muchísimos otros ganadores de la vida: Agustín, Francisco de Asís, Juan Pablo II, Madre Teresa, Catalina de Siena y tantos otros que sí ganaron todo, aunque a veces aparentemente perdieron algo antes ¿no?
Hay algo que no se puede discutir: Todo comenzó algún día, y todo acabará algún otro día.
Esto quiere decir que el instante en que la tierra fue creada, comenzó a acercarse también su fin. ¿Y por qué pensar sólo en la Tierra? Lo mismo pasa con todo lo demás en el universo, desde la más inmensa constelación, hasta el insecto más insignificante, por supuesto incluyéndonos a nosotros, los seres humanos. El instante en que nacemos, comenzamos una carrera imparable hacia nuestro fin, y nada podemos hacer para evitarlo.
Entre tantas cosas, este año litúrgico está también llegando a su fin, y la Iglesia nos propone la lectura del Evangelio de san Marcos (13: 24-32), en el que Jesús nos habla del final, y pienso que esoportuno al terminar este ciclo de trabajo, aprendizaje, servicio y crecimiento, detenernos también nosotros a meditar un poco sobre el final.
Como dice nuestro querido Fray Nelson Medina O.P. en una de sus homilías, las lecturas de este domingo, nos hacen pensar que existen muchos finales, tantos, que hasta logramos confundirnos muchas veces entre el fin de los tiempos, el fin del mundo, el fin del universo, etc., que bien pueden suceder todos juntos o cada uno en su momento, pero que de todas maneras, sucederán sí o sí.
Lo curioso de esto, es que existen muchísimas personas que viven día a día tratando de encontrar hasta en detalles absurdos, los signos de los tiempos de los que Jesús hace mención cuando predijo su venida “con gran poder y gloria”, y así llegan a vivir una vida llena de temores y angustias, olvidándose, que lo importante no es que llegue el anunciado fin, sino el cómo nos encontrará a cada uno de nosotros.
Entonces, es fácil darse cuenta de que lo que verdaderamente nos debe preocupar y ocupar, no es si tenemos comida, ropa abrigada, oro o armas ocultas en una cueva, sino la llegada del fin personal, de la muerte propia que es lo único cierto e ineludible para ti y para mí. Tú y yo, vamos a morir, ¿Estamos listos? ¡Eso es lo que importa!
Nuestra muerte, es algo cierto, y para los cristianos, allá no acaba todo, sino al contrario, allá comienza la eternidad para la que estamos destinados y que debemos conquistar. Lo que nos debe preocupar es que entonces nos presentaremos ante el Trono de Dios absolutamente desnudos de todas las máscaras, los disfraces y los tintes con que adornamos nuestra imagen ante nuestros hermanos.
Lo doloroso es que entonces Jesús nos dirá: “Yo di mi sangre por ti, y además, regué cada uno de tus días con mis señales, con mis ayudas, con mi presencia, pero no me oíste. Me di a ti en Mi palabra en cada Misa, que en el Evangelio te hablaba de Mí, que te enseñaba y te guiaba cada día, Me di a ti en cada Eucaristía, en cada Comunión a lo largo de tu vida, te regalé mis Sacramentos por medio de mis sacerdotes.
Te hablé por medio de tus hermanos más preparados, te supliqué por medio de tus hermanos más necesitados, Me hice dependiente de ti en cada uno de tus hijos, te esperé ansioso y triste en cada uno de tus ancianos. Permanecí día tras día en la oscuridad de los Sagrarios esperando tu visita, pero tú estabas muy ocupado en tu trabajo, en tu descanso, en tu paseo o con tu novela.
¿Qué hiciste con Mi Pasión, con Mis llagas, con Mis dolores? ¿En qué vuelta de tu camino me dejaste olvidado? ¿Dónde dejaste a la Madre que te dejé para amar y honrar? ¿En qué momento se volvió tu sociedad más importante que Yo? ¿En qué momento comenzaste a creer que tú eres más que Yo? ¿De qué te sirvió mi cruz? ¿De qué te sirvió tu cruz?…”
Estas cosas son las que de veras deberían hacernos temblar, las que deberían movernos a la necesidad urgente de hacer un cambio ante Dios, no ante los hombres, porque en ese momento ya nada podremos hacer para cambiar las cosas.
¿Cuándo será la venida de Jesús? Por supuesto que debe preocuparnos, porque, que viene, viene. Es para ese momento que los católicos vivimos, y tenemos miles de ejemplos de hombres y mujeres que cuando les llegó, lo recibieron con alegría, con esperanza y gozo, y también tenemos tristemente ejemplos de personas que recibieron ese momento con gritos de terror, con angustia y desesperación por la falta de esperanza y fe.
Ahora que termina este ciclo litúrgico, la Iglesia nos propone meditar también en el fín, ya sea el personal, el mundial o el universal, porque de una u otra manera, lo que suceda después, ya no es comunitario, ya no podrá ser culpa de otros, ya no habrán pretextos.
Hasta aquí, parecería que el panorama es negro y amenazante ¿no? Pero la buena noticia, es que gracias a Dios, aún tenemos tiempo. Si tú puedes leer estas líneas, quiere decir que todavía tienes la oportunidad de comenzar a tomar en serio tu vida y lo que estás haciendo con ella.
Y si por misericordia de Dios ya te encuentras en el camino, todavía tienes la oportunidad de repensar aquellas áreas de ti que en el fondo de tu alma sabes bien que no están del todo arregladas.
Jesús es el Dios de la Misericordia, Él sabe bien cuán imperfectos, cuán pecadores somos, y cómo dejamos pasar día tras día acomodados en nuestras miserias, y aún pese a eso, nos ama tal y como somos, y por ese amor delicado y respetuoso, espera con ansiedad a que nos sacudamos de tanta basura propia de la carne para comenzar a disfrutar las delicias de su amor hoy, no mañana ni pasado mañana, hoy.
Esa es la mejor manera de leer los signos de los tiempos, tú los signos de tus tiempos y yo los signos de mis tiempos. Y los católicos sabemos que esos signos son las mil y una formas que tiene Cristo de llamarnos a correr ante Él.
Para reflexionar un poco sobre el Evangelio de este domingo XXX del Tiempo Ordinario, vamos a mirar detenidamente a Bartimeo, ese mendigo ciego que estaba sentado a la orilla del camino cuando Jesús acompañado por sus discípulos y una gran multitud pasó por allá.
Comencemos pues, poniéndonos en las sandalias de Bartimeo, si es que las tenía, porque lo más probable es que estuviera descalzo, como cualquier mendigo de cualquier lugar y cualquier época.
Comenzamos entonces por decirnos: Yo soy Bartimeo, el ciego de Jericó.
Es cierto que no estoy ciego físicamente, pero, espiritualmente ¿tengo algunas áreas ciegas? Si no asisto a Misa todos los días con la alegría de estar yendo a encontrarme con la persona más importante del universo, si dejo pasar día tras día sin ir a recibir el pan de su Cuerpo y el pan de su Palabra, y me contento con asistir solo el domingo, quiere decir que en esa área, mi vista no está funcionando como debería ¿no?
Si estoy lleno de problemas sin solución aparente, me paso horas y horas mirando el techo desde mi cama, y no acudo a contarle mis cosas al único que posee la paz y las soluciones a todo, y luego de contarle mis problemas y pedirle que me ayude, regreso a mi casa a seguir buscando la solución, quiere decir que la vista de mi fe está con dificultades y tampoco veo bien en esa área ¿no?
Si cada que llego a la casa mi esposa y mis hijos tienen que “cuidarse” porque si no les cae mi “autoridad” para que sepan quién manda en la casa, también estoy con dificultades para ver mi posición en la comunidad familiar que Dios me encomendó cuidar y desarrollar ¿no?
Si cuando tengo una reunión con mis amigos, mi oficina, mi apostolado o mi comunidad, siento aburrimiento, rechazo o temor a encontrarme con alguien, quiere decir que mi vida de comunidad está con problemas y no puedo ver las soluciones ¿no?
Si cuando me encuentro con esa persona que me hizo daño, vuelvo a vivir mi dolor o mi rabia, y siento deseos de que “me las pague”, evito hablar con ella o le mando indirectas para darle a mi vez algo del dolor que yo pasé, tengo problemas de luz en el área del perdón ¿no?
Si me paso el tiempo haciendo las cosas que tengo que hacer protestando, sintiendo rebeldía, quejándome, de tal manera que esas cosas salen a medias, mal hechas o poco atractivas para mí y para los demás, tengo problemas para mirar la tolerancia ¿no?
Si me siento acosado (acosada) por todos, que nadie se da cuenta de las cosas que hago, que todos están en contra mía, que todos me rechazan y me dejan solo(sola) y nadie reconoce mi capacidad y mis méritos, tengo problemas para mirarme a mi mismo en el área del testimonio ¿no?
Todos tenemos problemas en algunas áreas. Nuestra condición humana nos hace muy cortos de vista, de tal manera de que solo miramos bien lo que está cerca, lo que nos toca, pero además, el enemigo se encarga muy bien de regalarnos unos lentes con un diseño muy atractivo y que está de moda. Se llaman “ego” y se fabrican en el taller que se llama “mundo”.
Lo bueno, es que como dice el Evangelio, estamos sentados a la orilla del camino esperando que alguien nos tire unas monedas, y estamos escuchando una muchedumbre bulliciosa que se acerca. ¿Escuchas? La gente habla de Jesús, que está como cada día haciendo milagros.
Jesús está hoy mismo curando leprosos espirituales, abriendo oídos, restaurando pies anquilosados, sanando manos que no trabajaban, pero sobre todo, reviviendo almas que estaban muertas y de camino al cementerio.
¡Vamos, es cuestión de gritarle, porque Él quiere también sanarnos a nosotros! Gritemos con todo nuestro corazón: “Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí”
Él está esperando ese grito, Él hace su caminar un poco más lento para darte tiempo a sentir su cercanía y darte la oportunidad, Él está esperando tu grito.
Jesús te preguntará: “¿Qué quieres que haga Yo por ti?” y tú solo tienes que mencionarle tu enfermedad: Quiero ver mi corazón, quiero ver a mi hermano, quiero ver sin rencores ni odios, quiero vivir la alegría de tu presencia, quiero verte a Ti en cada uno de ellos, quiero que ellos te vean a Ti en mis ojos.
Vamos, hagamos como Bartimeo, tiremos aquello que creemos que es nuestra seguridad, nuestro manto de los miramientos, de las justificaciones, del orgullo. Tiremos también nuestro bastón de la vida social, de las compras y las fiestas, de la sonrisa falsa, la lisonja y la alabanza, del acomodo y los gastos sin motivo. Tiremos todo a un lado y de un salto, pongámonos de pié para que la gente de la multitud nos acerque a Jesús que nos llama.
La multitud que nos rodea, es esa familia, esa comunidad, ese apostolado, esos compañeros de oficina, esos sacerdotes de cada Misa, esos mendigos, esos enfermos, esos ancianos. Todos ellos son los que nos gritan: “Jesús te llama, Jesús te necesita, Jesús está esperando por ti”
La alegría por la posibilidad de que Jesús nos sane, es inmensa, pero no olvidemos que una vez sanados, debemos caminar con Cristo, continuar el viaje hasta Jerusalén donde nos espera ominosa y amenazante la cruz, pero detrás de ella, la luz eterna de la resurrección que nos promete la dicha infinita del cielo. ¡Vamos, pongámonos de pié, Jesús nos llama!
Seguramente a muchos nos pasa que cuando escuchamos el Evangelio del Domingo Mundial de Misiones, pensamos en esos héroes que se van a vivir lejos de la civilización, poco menos que en carpas, rodeados por salvajes que los escuchan hablar con el tenedor en la mano.
Y así es. Aún hoy, existen muchísimos misioneros en esas o en peores condiciones, en países donde los cristianos casi no existen, y que no están rodeados de salvajes con plumas, sino por guerrilleros que los asesinan con la rapidez y la frialdad con que nosotros apachurramos a una mosca en la ventana.
Este domingo, es una buena oportunidad para hacer un cambio. Dejemos por unos instantes la idea de que cumplimos nuestro deber de católicos, poniendo veinte o cincuenta pesos más en la colecta de la Misa, y por unos instantes, miremos a esa gente, con un signo de interrogación bien grande en nuestro corazón.
¿Qué es lo que ellos vieron o sintieron para tomar la decisión de llenar la mochila y partir? Sin lugar a dudas, cada uno de ellos dejó a alguien en casa, una familia, amigos, compañeros, vecinos, recuerdos, pasado, en fin, muchas cosas que se quedaron allá.
¿Por qué lo hacen? Nosotros, acomodados en el confort y la comodidad, nos tranquilizamos recordando el viaje al campo el pasado fin de año pero, ¿Porqué ellos no regresan al cabo de una semana o un mes? ¿Por qué se quedan, aguantan enfermedades, accidentes, y mil cosas que hasta los matan?
La respuesta está ya formada en nuestra mente ¿No? ¡Claro, encontraron a Jesús!, lo siguieron, y se olvidaron de todo lo demás. Es así de sencillo. Los misioneros son la prueba más fehaciente de que mirando a Cristo tal y como Él es, uno es feliz. Todo lo demás se esfuma, desaparece, no existe.
Ahora, regresando a nuestra realidad, nos podemos dar cuenta de que los veinte o cincuenta pesos de la Misa, en primer lugar, son una ridiculez, si de veras nos preciamos de llamarnos católicos, puesto que “Vayan por todo el mundo y anuncien la Buena Nueva a toda la creación” significa mucho, pero mucho más.
Esa es la misión fundamental, la razón primaria por la cual el Señor fundó una Iglesia. Esa es la base misma de nuestra razón de ser católicos. No se trata de ir a Misa cada domingo, ni de asistir vestidos de gala a los matrimonios, bautizos o primeras comuniones.
Se trata en pocas palabras, de hacer que el mensaje de Jesús “El tiempo se ha cumplido, el Reino está cerca”, deje de ser una frase conocida y sin efecto, sino que pase a ser una realidad interna que nos mueva a encarar un cambio real y urgente.
Sabemos que no todos los católicos podríamos ponernos la mochila a la espalda y salir a los campos a gritar salmos. Ese sería un propósito utópico e impráctico. Entonces, ¿Qué se quiere que hagamos tú y yo, que trabajamos, que tenemos niños en la escuela y dependemos de una oficina?
Es sencillo. En primer lugar, quizá sea una buena idea tomar el costo de una ida al cine de toda la familia, o la comida del restaurant del domingo, y donarla en la Misa para apoyar a nuestros héroes que sí son más fuertes que nosotros. Así nos daríamos tiempo para crecer un poquito más en familia, tener unos minutos para conversar, para cocinar todos juntos, una aventura atractiva.
Y en segundo lugar, mirar a nuestro alrededor, y darnos cuenta de cuán sedienta está nuestra sociedad de escuchar el mensaje de Cristo, de saber que hay alguien que los ama, que hay un Dios que está pendiente de ellos, y que no todo es malo y oscuro.
Y para eso, no necesitamos salir a la calle con la Biblia bajo el brazo, ni sentar a la fuerza a los adolescentes a que escuchen una lectura que no les dice nada. No se trata de convertirnos en predicadores que urjan a los niños a dejar de hacer travesuras o de hacer cosas raras.
La única manera de hacer que la gente reciba el mensaje, es mostrando a Cristo en nuestro actuar de cada instante. Es hacer que la gente nos vea como los judíos veían a Jesús pasando a su lado haciendo el bien. Es mediante el testimonio de vida. No hay otra.
Este domingo de Misiones, les propongo no salir a misionar. Entremos a misionar. Hagamos misiones en esos rincones oscuros y llenos de telarañas, malolientes y podridos que ocultamos con tanto celo dentro de nuestro corazón.
Es posible hacer que todos seamos misioneros hoy. Basta que nos pongamos de rodillas frente a Jesús crucificado, que bajemos los brazos y las defensas, porque Él sí lo sabe todo, y cerrando los ojos le digamos en silencio: “Habla Señor, que tu siervo escucha” (1ª. Sam 3:9)
Quién dice… de repente recibimos algunas sorpresas…