Son realmente hermosos los relatos sobre la forma en que Jesús fue reclutando a sus apóstoles. Cada uno de ellos recibió el llamado de Jesús, y quedó rendido, prendado ante la presencia de ese hombre, que además de mirar a los ojos, mira al alma que se estremece ante semejante ternura, de la que ya no puede alejarse nunca más.
Podemos imaginar por ejemplo, a los dos discípulos de Juan, que ante el anuncio de que es Él el Cordero de Dios, comienzan a seguirlo, con curiosidad y temor, con ansias llenas de espectativas, igual que nos pasaría a cualquiera de nosotros, si de pronto en la calle alguien nos muestra a determinada personalidad famosa que admiramos y quisiéramos conocer.
Y qué interesante resulta observar, que en este caso, son ellos los que lo siguen, sin conocerlo, con la única esperanza de verlo unos momentos más, y saber de Él. Pero a Jesús le basta el más pequeño movimiento del alma que demuestre su deseo de conocerlo, para que con alegría infinita le diga tiernamente “Ven, y lo verás” (Jn 1: 39).
Nunca sabremos lo que hablaron con el Maestro los dos discípulos, lo que vieron de la forma de vivir de Jesús. Quisiéramos imaginar, que luego de asearse, se sentaron a la sombra de un árbol, y se pusieron a conversar con Él, y mientras sus ojos devoraban la hermosa figura, sus oídos se embelesaban con las explicaciones que les daba, con las enseñanzas que fluían de sus labios, con el amor que se derramaba abundantemente a su alrededor…, hasta que según la escritura, se hicieron las cuatro de la tarde.
Habían pasado el día entero escuchándolo, el tiempo pasó volando, y mientras las mentes gritaban su deseo de quedarse, de seguir en esa maravillosa presencia, se levantaron y se retiraron dejando al Maestro descansar.
Qué hermoso es encontrarse con Jesús en algún recodo de la vida. Siempre suele suceder que alguien hace de Juan, y nos lo señala: “Vamos a tener una Hora Santa”, “Vamos a participar de una Misa”, “Tenemos una charla esta tarde”, y muchas otras formas en las que se nos muestra dónde podemos encontrar a Jesús, que desde hace tanto tiempo nos viene llamando de tantas maneras, y que nosotros no llegamos a percibir por todo ese ruido que el mundo provoca a nuestro alrededor.
Y luego, cuando escuchamos la invitación, cuando nos decidimos a “ir a ver dónde vive”, nos quedamos embelesados, mientras la idea estalla en nuestra mente con fuegos, estrellas y sonidos: “Hemos encontrado al Mesías” (Jn 1: 41), “hemos encontrado al Salvador”, y sentimos esas ganas de gritarlo a los cielos, de contarlo a todo el mundo, de contagiar a nuestros parientes y amigos, para que ellos también se sumerjan en ese océano de felicidad que nos llena el alma.
Hasta ahí, las experiencias son más o menos las mismas. Nos hemos encontrado con Cristo, lo hemos escuchado, y Él le ha hablado a nuestra alma, llenándola de ternura y calor. Él ha mirado nuestro corazón, y dulcemente se dedicó como tantas veces, a sanarlo, a secar nuestras lágrimas, a calmar nuestro dolor y apaciguar nuestras inquietudes. Él nos ha mostrado su amor.
La diferencia viene con la pregunta ¿Y ahora qué?. ¿Vamos a seguirlo por todos los caminos de Judea, Samaria y Galilea, o simplemente vamos a retornar a nuestra casa a continuar con la vida de siempre, sumidos en todo lo que nos aplastaba hasta ayer, conservando la presencia de Jesús como un recuerdo bonito pero inútil?
¿Vamos a dejar que el encuentro con Jesús haga con nosotros lo que hizo con Pedro, Andrés y todos los demás, cambiando sus vidas radicalmente y para siempre, o como el joven rico nos alejaremos tristemente agarrados a nuestros apegos mundanos, pero lejos de la fuente misma de la vida?
¡Quedémonos todo el día en la casa de Jesús! Sentémonos con Él a la sombra de un árbol en medio jardín y escuchemos lo que nos dice, porque es posible que como a Simón nos susurre un nuevo nombre que marque en nosotros la misión que nos quiere asignar para su Reino.
Vale la pena, porque estando junto a Jesús, todo es luz, paz y alegría, todo se transforma, y el alma llena de gozo encuentra aquello que ha venido buscando desde tanto tiempo atrás.
El secreto de todo, está en escucharlo atentamente, en creer de veras que lo que nos dice son palabras de vida, en que Él es el único camino, la única posibilidad, la fuente de todo bien.
Podemos imaginar por ejemplo, a los dos discípulos de Juan, que ante el anuncio de que es Él el Cordero de Dios, comienzan a seguirlo, con curiosidad y temor, con ansias llenas de espectativas, igual que nos pasaría a cualquiera de nosotros, si de pronto en la calle alguien nos muestra a determinada personalidad famosa que admiramos y quisiéramos conocer.
Y qué interesante resulta observar, que en este caso, son ellos los que lo siguen, sin conocerlo, con la única esperanza de verlo unos momentos más, y saber de Él. Pero a Jesús le basta el más pequeño movimiento del alma que demuestre su deseo de conocerlo, para que con alegría infinita le diga tiernamente “Ven, y lo verás” (Jn 1: 39).
Nunca sabremos lo que hablaron con el Maestro los dos discípulos, lo que vieron de la forma de vivir de Jesús. Quisiéramos imaginar, que luego de asearse, se sentaron a la sombra de un árbol, y se pusieron a conversar con Él, y mientras sus ojos devoraban la hermosa figura, sus oídos se embelesaban con las explicaciones que les daba, con las enseñanzas que fluían de sus labios, con el amor que se derramaba abundantemente a su alrededor…, hasta que según la escritura, se hicieron las cuatro de la tarde.
Habían pasado el día entero escuchándolo, el tiempo pasó volando, y mientras las mentes gritaban su deseo de quedarse, de seguir en esa maravillosa presencia, se levantaron y se retiraron dejando al Maestro descansar.
Qué hermoso es encontrarse con Jesús en algún recodo de la vida. Siempre suele suceder que alguien hace de Juan, y nos lo señala: “Vamos a tener una Hora Santa”, “Vamos a participar de una Misa”, “Tenemos una charla esta tarde”, y muchas otras formas en las que se nos muestra dónde podemos encontrar a Jesús, que desde hace tanto tiempo nos viene llamando de tantas maneras, y que nosotros no llegamos a percibir por todo ese ruido que el mundo provoca a nuestro alrededor.
Y luego, cuando escuchamos la invitación, cuando nos decidimos a “ir a ver dónde vive”, nos quedamos embelesados, mientras la idea estalla en nuestra mente con fuegos, estrellas y sonidos: “Hemos encontrado al Mesías” (Jn 1: 41), “hemos encontrado al Salvador”, y sentimos esas ganas de gritarlo a los cielos, de contarlo a todo el mundo, de contagiar a nuestros parientes y amigos, para que ellos también se sumerjan en ese océano de felicidad que nos llena el alma.
Hasta ahí, las experiencias son más o menos las mismas. Nos hemos encontrado con Cristo, lo hemos escuchado, y Él le ha hablado a nuestra alma, llenándola de ternura y calor. Él ha mirado nuestro corazón, y dulcemente se dedicó como tantas veces, a sanarlo, a secar nuestras lágrimas, a calmar nuestro dolor y apaciguar nuestras inquietudes. Él nos ha mostrado su amor.
La diferencia viene con la pregunta ¿Y ahora qué?. ¿Vamos a seguirlo por todos los caminos de Judea, Samaria y Galilea, o simplemente vamos a retornar a nuestra casa a continuar con la vida de siempre, sumidos en todo lo que nos aplastaba hasta ayer, conservando la presencia de Jesús como un recuerdo bonito pero inútil?
¿Vamos a dejar que el encuentro con Jesús haga con nosotros lo que hizo con Pedro, Andrés y todos los demás, cambiando sus vidas radicalmente y para siempre, o como el joven rico nos alejaremos tristemente agarrados a nuestros apegos mundanos, pero lejos de la fuente misma de la vida?
¡Quedémonos todo el día en la casa de Jesús! Sentémonos con Él a la sombra de un árbol en medio jardín y escuchemos lo que nos dice, porque es posible que como a Simón nos susurre un nuevo nombre que marque en nosotros la misión que nos quiere asignar para su Reino.
Vale la pena, porque estando junto a Jesús, todo es luz, paz y alegría, todo se transforma, y el alma llena de gozo encuentra aquello que ha venido buscando desde tanto tiempo atrás.
El secreto de todo, está en escucharlo atentamente, en creer de veras que lo que nos dice son palabras de vida, en que Él es el único camino, la única posibilidad, la fuente de todo bien.
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