Podemos imaginar llenos de un sinnúmero de sentimientos, la figura de Jesús parado en medio de la sinagoga enseñando “con autoridad, no como los escribas” (Mc. 1, 21-28), como dice el Evangelio.
El Maestro de pié, erguido, majestuoso, serio, pero lleno de una ternura que acaricia el alma, y sus ojos que penetran y escrutan hasta los más oscuros rincones, que van saltando de uno a otro de sus oyentes, mientras en su boca se dibuja una abierta sonrisa que invita a la confianza, a la paz.
Y es que entre Jesús y los profetas, existen diferencias marcadas. Mientras los profetas solo pueden repetir lo que escucharon decir a Dios, Jesús es Dios mismo, enseñando, explicando y aclarando las escrituras. Mientras los profetas señalaban el camino para solucionar las angustias del pueblo, Jesús las soluciona directamente Él, y con la sencillez del que posee la solución, va no solo aclarando, sino además va sanando, liberando, perdonando. Por eso es que enseñaba con autoridad, una autoridad que solo puede tener el que no solo conoce la verdad última, sino que la posee, que en última instancia, es la verdad misma.
Qué bello es imaginar al hermoso Galileo, al carpintero de Nazareth, al que sus parientes llegaron a decirle loco, que se pasaba días enteros en medio de multitudes, tocando a los enfermos, devolviendo la vista a los ciegos, curando y atendiendo a tantos y tantos, que no tenía tiempo ni para comer.
Y como suele suceder, el eterno enemigo metido en un rincón oscuro, agazapado, gruñendo su eterna furia, deforme como una inmensa araña, hediondo y destilando odio, resentía la presencia de Jesús, porque él sí podía reconocer su autoridad, su poder, su filiación divina.
Esa araña viscosa, es la misma que se trepa en nuestras espaldas cuando nos susurra un chisme que destruya la fama de alguien, esa es la araña que se relame royéndonos el corazón cuando se lo entregamos por un resentimiento o un odio, por envidia, por lascivia. Ese ser maligno es el que sonríe en la oscuridad cuando descuidamos nuestros deberes de hermanos, cuando volcamos la cara ante el dolor de otro ser humano, o cuando nos apoltronamos frente a una pantalla a pasar las horas observando pecados de todo tipo con verdadero deleite.
Lamentablemente, no podemos verlo físicamente. No nos molestamos en hacerlo a un lado, cuando sus susurros comienzan a manchar nuestra alma, cuando nos dejamos llevar por el placer de una venganza, cuando nos gana la facilidad de humillar al más débil, cuando con furia hacemos a un lado a Jesús, y abrazamos a la araña, simplemente porque alguien no hizo lo que queremos o lo que esperábamos que haga.
La verdad, es que la araña es más fuerte, más astuta y más silenciosa que nosotros, y sus cantos son tan sutiles, tan insistentes, tan rítmicos, que hemos terminado por dejar de escucharlos… porque vivimos con ella sobre nuestras espaldas, mientras nos esmeramos por pintar hermosos retratos nuestros para que los admiren los demás.
Felizmente, ante nuestra impotencia y nuestra debilidad, permanece de pié en la sinagoga de nuestra alma, majestuoso, tranquilo y dueño de la autoridad, el carpintero de Nazareth, que cambia sus ojos de Pastor amoroso por los poderosos ojos del Dios eterno, y mirando a la araña con desdén le ordena fríamente: “¡Cállate, y sal de él”
Jesús, en la cruz le puso una cadena al cuello de la araña, de la que no puede escapar, y solo le queda retorcerse llena de furia, gruñir y amenazar, saltando con rapidez y fuerza… hasta donde se lo permite la cadena. A nosotros nos queda la misión de no acercarnos a ese bicho, mantenernos fuera del largo de su cadena, y así podrá ladrar, gruñir o gritar a nuestro alrededor, pero no podrá morder a quien no lo desafía acercándose a disfrutar “un ratito” de sus tentaciones.
Nuestros ojos humanos, no pueden ver este combate permanente en nuestro alrededor, pero cuando logramos vencer a la tentación, cuando otorgamos un perdón difícil, cuando visitamos a un enfermo solitario, cuando vemos comer a un hambriento, no podemos dejar de sentir esa paz en el alma, que es un reflejo de la ternura que invade al Corazón de un Dios agradecido.
La misión que tenemos los católicos de evangelizar a nuestros hermanos, no se reduce a explicar las Escrituras, ir a los templos y rezar determinadas devociones. Más que nunca evangelizamos con nuestras obras de caridad y piedad cristiana, y podemos estar seguros de que alegramos más al Corazón de Jesús otorgando un perdón, callando un chisme, evitando hablar mal, porque de esa manera, estamos no contando cómo creemos que es Jesús, sino que estamos mostrando a todo el mundo cómo de veras es Jesús, cómo Él está vivo, cómo actúa en nosotros, cómo cambia nuestras vidas, y cómo nos hace gozar de verdadera paz en medio de tantos problemas.
Por eso, nuestra atención debe estar siempre puesta para evitar las innumerables trampas que la araña nos deja para detener nuestro camino y subirse en nuestras espalda, porque con la oración y la Eucaristía, podemos estar seguros de que el bello Varón de Galilea mirará con furia a la araña y le dirá suave pero firmemente “Cállate y sal de ese hombre”
El Maestro de pié, erguido, majestuoso, serio, pero lleno de una ternura que acaricia el alma, y sus ojos que penetran y escrutan hasta los más oscuros rincones, que van saltando de uno a otro de sus oyentes, mientras en su boca se dibuja una abierta sonrisa que invita a la confianza, a la paz.
Y es que entre Jesús y los profetas, existen diferencias marcadas. Mientras los profetas solo pueden repetir lo que escucharon decir a Dios, Jesús es Dios mismo, enseñando, explicando y aclarando las escrituras. Mientras los profetas señalaban el camino para solucionar las angustias del pueblo, Jesús las soluciona directamente Él, y con la sencillez del que posee la solución, va no solo aclarando, sino además va sanando, liberando, perdonando. Por eso es que enseñaba con autoridad, una autoridad que solo puede tener el que no solo conoce la verdad última, sino que la posee, que en última instancia, es la verdad misma.
Qué bello es imaginar al hermoso Galileo, al carpintero de Nazareth, al que sus parientes llegaron a decirle loco, que se pasaba días enteros en medio de multitudes, tocando a los enfermos, devolviendo la vista a los ciegos, curando y atendiendo a tantos y tantos, que no tenía tiempo ni para comer.
Y como suele suceder, el eterno enemigo metido en un rincón oscuro, agazapado, gruñendo su eterna furia, deforme como una inmensa araña, hediondo y destilando odio, resentía la presencia de Jesús, porque él sí podía reconocer su autoridad, su poder, su filiación divina.
Esa araña viscosa, es la misma que se trepa en nuestras espaldas cuando nos susurra un chisme que destruya la fama de alguien, esa es la araña que se relame royéndonos el corazón cuando se lo entregamos por un resentimiento o un odio, por envidia, por lascivia. Ese ser maligno es el que sonríe en la oscuridad cuando descuidamos nuestros deberes de hermanos, cuando volcamos la cara ante el dolor de otro ser humano, o cuando nos apoltronamos frente a una pantalla a pasar las horas observando pecados de todo tipo con verdadero deleite.
Lamentablemente, no podemos verlo físicamente. No nos molestamos en hacerlo a un lado, cuando sus susurros comienzan a manchar nuestra alma, cuando nos dejamos llevar por el placer de una venganza, cuando nos gana la facilidad de humillar al más débil, cuando con furia hacemos a un lado a Jesús, y abrazamos a la araña, simplemente porque alguien no hizo lo que queremos o lo que esperábamos que haga.
La verdad, es que la araña es más fuerte, más astuta y más silenciosa que nosotros, y sus cantos son tan sutiles, tan insistentes, tan rítmicos, que hemos terminado por dejar de escucharlos… porque vivimos con ella sobre nuestras espaldas, mientras nos esmeramos por pintar hermosos retratos nuestros para que los admiren los demás.
Felizmente, ante nuestra impotencia y nuestra debilidad, permanece de pié en la sinagoga de nuestra alma, majestuoso, tranquilo y dueño de la autoridad, el carpintero de Nazareth, que cambia sus ojos de Pastor amoroso por los poderosos ojos del Dios eterno, y mirando a la araña con desdén le ordena fríamente: “¡Cállate, y sal de él”
Jesús, en la cruz le puso una cadena al cuello de la araña, de la que no puede escapar, y solo le queda retorcerse llena de furia, gruñir y amenazar, saltando con rapidez y fuerza… hasta donde se lo permite la cadena. A nosotros nos queda la misión de no acercarnos a ese bicho, mantenernos fuera del largo de su cadena, y así podrá ladrar, gruñir o gritar a nuestro alrededor, pero no podrá morder a quien no lo desafía acercándose a disfrutar “un ratito” de sus tentaciones.
Nuestros ojos humanos, no pueden ver este combate permanente en nuestro alrededor, pero cuando logramos vencer a la tentación, cuando otorgamos un perdón difícil, cuando visitamos a un enfermo solitario, cuando vemos comer a un hambriento, no podemos dejar de sentir esa paz en el alma, que es un reflejo de la ternura que invade al Corazón de un Dios agradecido.
La misión que tenemos los católicos de evangelizar a nuestros hermanos, no se reduce a explicar las Escrituras, ir a los templos y rezar determinadas devociones. Más que nunca evangelizamos con nuestras obras de caridad y piedad cristiana, y podemos estar seguros de que alegramos más al Corazón de Jesús otorgando un perdón, callando un chisme, evitando hablar mal, porque de esa manera, estamos no contando cómo creemos que es Jesús, sino que estamos mostrando a todo el mundo cómo de veras es Jesús, cómo Él está vivo, cómo actúa en nosotros, cómo cambia nuestras vidas, y cómo nos hace gozar de verdadera paz en medio de tantos problemas.
Por eso, nuestra atención debe estar siempre puesta para evitar las innumerables trampas que la araña nos deja para detener nuestro camino y subirse en nuestras espalda, porque con la oración y la Eucaristía, podemos estar seguros de que el bello Varón de Galilea mirará con furia a la araña y le dirá suave pero firmemente “Cállate y sal de ese hombre”
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