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viernes, 17 de abril de 2009

La Misericordia

El Domingo de la Divina Misericordia, es una fiesta muy grande en la Iglesia Católica y especialmente en el corazón de cada uno de sus fieles. ¿Habrá acaso alguien que no se sienta en la necesidad, en la urgencia de recibir misericordia frente a la realidad de su vida? Todos, alguna vez hemos tenido que levantar los ojos al cielo y clamar por misericordia y perdón, y es magnífico que tengamos un día al año dedicado a ese maravilloso atributo de Dios.

Si tratamos de contemplar a Cristo hecho hombre en cualquiera de las etapas de su vida (seamos o no creyentes) desde el portal de Belén hasta su gloriosa ascensión, podremos observar que en Él se destacan dos constantes manifestaciones: El amor y la Misericordia.

El amor que lo lleva a anonadarse desde su condición de Dios Todopoderoso hasta el humilde niño que levanta las manitos en el pesebre, y que se caracteriza por ser una entrega continua de Sí mismo que lo lleva a vivir treinta y tres años con la única idea de manifestar todo lo que su Padre le había pedido.

El amor de Cristo, que se mantiene incólume, sabiendo en lo que terminaría, y que ya desde el episodio de la pérdida en el Templo lo movía a aclarar que Él tenía que cumplir lo que su Padre le había encomendado (Lc 2, 41): La salvación de todo el género humano. A lo largo de toda su vida pública, Jesús repite una y otra vez que Él esperaba “su hora”, que “aún no llegaba la hora”, y el conocimiento de su misión, unido a las características de “su hora”, no hicieron mella en el amor que repartía permanentemente por donde iba, llegando a la cúspide cuando grita angustiado “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”(Lc 23, 34).

Pero el amor puro, no habría sido manifestado en toda su maravillosa plenitud si no tuviera como complemento a la misericordia. El origen de la palabra nos lo explica todo. Misericordia proviene del latín Misere = miseria, y corde = corazón. Entonces quiere decir que Jesús conoce perfectamente mis miserias, mi pecado, mi pobreza y mi pequeñez, pero por su amor, los guarda en su corazón. Todo que Cristo quiere, es seguir amándome, y todo lo que Él espera, es que yo me haga merecedor y digno de ese amor. Ahí está encerrada la simpleza, la sencillez que lo trajo al mundo en busca de nuestra salvación resumido en dos palabras: amor misericordioso.

Amor que se manifiesta tantas veces a lo largo de cada día. Amor que llena mi vida de regalos, esta vida que por sí misma es una manifestación de ese amor, y que Dios mantiene sin descanso, siempre con una sonrisa de ternura y comprensión.

Misericordia que no se cansa, y que ante cada caída, me vuelve a mostrar las heridas de los clavos en sus manos y la lanza en su costado, que al abrirse dejó salir ese manantial imparable que sostiene al mundo entero.

Y cuántas veces igual que Tomás, me es tan difícil creer. Cuántas veces me niego a aceptar que Jesús está vivo en mi familia, en mi hogar, en mi pareja o mis hijos, que solo por amor aceptan también mis miserias y las guardan en sus corazones. ¿Cuántas veces me mostrado cínico, cruel al ver una equivocación, un error, un descuido en ellos, olvidando que ellos soportan los míos? ¡Ay, qué grande y molesta es esta viga que me no me deja ver!

Una oración convertida en canción dice: “Señor, haz mi corazón semejante al tuyo”, porque solo Él puede realizar el cambio en nuestra pequeñez humana. Solo contemplando a Cristo que manifiesta su misericordia en la cruz podremos avanzar un poquito cada día, en el camino de ser misericordiosos, tan misericordiosos, como deseamos que Cristo lo sea con nosotros.

1 comentario:

Caro dijo...

Muchas gracias por recordarnos que la Misericrodia de Dios está siempre viva, no sólo cuando leemos la Biblia, sino cuando nos damos cuenta que ALGO nos hace vivir, aunque sabemos que en nuestra vida nos equivocaremos muchas veces, hay alguien que nos ama y sabe que nuestra vida vale la pena y quiere transformarla. Que Dios los bendiga.

Videos Provida: Película "Dinero con sangre"