Los primeros párrafos del antiguo testamento, nos muestran que Adán y Eva vivían en el Paraíso en una maravillosa armonía entre todos los seres creados y con Dios.
Precisamente la primera manifestación del pecado, fue el esconderse de Adán y Eva al paso de Dios, que salía a recorrer el Edén, seguramente deleitándose con su obra. Pero vino la desobediencia y toda la cantidad de acontecimientos, que terminaron con nuestros primeros padres arrojados del Paraíso.
Pero Dios no se quedó ofendido, Dios no abandonó a sus criaturas que eran el producto de su amor infinito, y así es que a lo largo de la historia sagrada, vemos a Dios Padre, saliendo al encuentro del ser humano una y otra vez.
Precisamente nosotros conocemos la existencia de Dios, por las continuas veces que Él sale a nuestro encuentro. Lo hizo con Abraham, también con Moisés y todos los profetas, hasta culminar con el envío de su propio Hijo, la segunda persona de la Santísima Trinidad, para que nos mostrara cómo es Dios, cómo y cuánto nos ama, y qué es lo que quiere de nosotros, y conociendo nuestro corazón endurecido, el Hijo termina su misión enviándonos al Espíritu Santo, para que nos explique y nos ilumine de todo aquello que aún permanece oscuro para nosotros.
¡Qué Dios tan bondadoso tenemos!. Las tres persona de esa perfecta comunidad de amor, se abajaron para poder estar junto a la criatura, y así permanecen, esperando nuestro retorno, esperando que logremos romper los blindajes de nuestro corazón, para poder hacer el campo necesario para que Dios ingrese en él.
Y es el hombre, el ser humano, el que se empeña en no volcar la mirada hacia Él. Nos empeñamos en crear toda una infinidad de argumentos, nos enredamos en explicaciones, nos regocijamos en nuestras pequeñeces, y perdemos de vista la sencillez, la simpleza de ese Dios a quien decimos amar, pero que nos empeñamos en no imitar.
Con qué gusto nos decimos ser hechos a imagen y semejanza de Dios, y pretendemos totalmente diferentes unos de otros, sin darnos cuenta que es esa diferencia la que nos aleja del Dios que decimos imitar.
No es en la soledad ni en las particularidades de cada uno donde encontraremos a Dios. No es en la individualidad ni en el aislamiento donde podremos contemplar a Dios, porque Dios no es solo, no es aislado, no es individual. Dios es uno solo, pero son tres personas. Dios es una comunidad creadora y providente, en la que interactúan las tres personas en perfecta armonía, cada una en función de las otras, para las otras y por las otras.
Nuestro camino hacia Dios, consiste en un viaje de comunidades. La más pequeña, formada por la pareja primigenia Adán y Eva, que fueron “una carne y un hueso” (Gen. 2:23), y que hoy es representada por los novios que planean formar un matrimonio, siguiendo por la familia, hasta la Iglesia, Comunidad de Comunidades, que forma en su conjunto el Cuerpo Místico de Cristo, cuya cabeza es Él mismo.
Es urgente, que volquemos los ojos hacia la comunidad. De veras que no podremos encontrar el verdadero camino, mientras pensemos que llegaremos solos y aislados. Ya Cristo mismo lo dijo minutos antes de comenzar su pasión dolorosa, y fue un pedido clamorosa a su Padre:
“Que todos sean uno como tú, Padre, estás en mí y yo en ti. Que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado”. Es decir, que nuestra forma de llegar a la santidad, está precisamente en que todos nos hagamos uno. Solo en la unidad de la comunidad el mundo podrá creer en Cristo. No existe otra posibilidad, por más oraciones que hagamos, o por más ceremonias a las que asistamos, por más Misas que presenciemos.
El secreto, ya lo decían los Primeros Padres de la Iglesia, está en ver el rostro de Cristo en el hermano, pero no una imagen cualquiera que sea de nuestro agrado. Tenemos que ver en nuestro hermano a Cristo crucificado y sufriente. Crucificado por el mundo, las tensiones, la ansiedad, los problemas de cada día, la soledad y el abandono, y sufriente por todo el dolor que arrastramos como consecuencia de nuestro propio aislamiento, del blindaje con que hemos encerrado a nuestro corazón convertido en piedra impermeable.
Con este pensamiento, podremos encontrar una nueva dimensión a nuestras oraciones, a nuestras ceremonias, a nuestras devociones: “Mi hermano es Cristo crucificado, dolido y sufriente, pero aún así, me mira desde la cruz e implora perdón para mi, porque me ama. Mi hermano, ese Cristo crucificado, está ahí, frente a mí, buscando mi salvación, entonces, ¿Cómo no voy a orar yo por él? ¿Cómo no voy a hacer todo lo que esté a mi alcance para evitarle dolores y sufrimientos?
Miremos a nuestro hermano, con el rostro de Cristo, que sufre y muere en la cruz, y veremos cuán importante es su oración y su pedido: “Yo les he dado la Gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí. Así alcanzarán la perfección en la unidad, y el mundo conocerá que tú me has enviado y que yo los he amado a ellos como tú me amas a mí”.
Existe una sola conclusión: Mi salvación, está en manos de mi hermano, así como la suya está en mis manos. Solo juntos mostraremos en rostro de Dios Trino y Uno a los demás. Solo juntos tú y yo, unidos por el espíritu del amor. Igualito que la Santísima Trinidad, a cuya imagen estamos hechos.
Precisamente la primera manifestación del pecado, fue el esconderse de Adán y Eva al paso de Dios, que salía a recorrer el Edén, seguramente deleitándose con su obra. Pero vino la desobediencia y toda la cantidad de acontecimientos, que terminaron con nuestros primeros padres arrojados del Paraíso.
Pero Dios no se quedó ofendido, Dios no abandonó a sus criaturas que eran el producto de su amor infinito, y así es que a lo largo de la historia sagrada, vemos a Dios Padre, saliendo al encuentro del ser humano una y otra vez.
Precisamente nosotros conocemos la existencia de Dios, por las continuas veces que Él sale a nuestro encuentro. Lo hizo con Abraham, también con Moisés y todos los profetas, hasta culminar con el envío de su propio Hijo, la segunda persona de la Santísima Trinidad, para que nos mostrara cómo es Dios, cómo y cuánto nos ama, y qué es lo que quiere de nosotros, y conociendo nuestro corazón endurecido, el Hijo termina su misión enviándonos al Espíritu Santo, para que nos explique y nos ilumine de todo aquello que aún permanece oscuro para nosotros.
¡Qué Dios tan bondadoso tenemos!. Las tres persona de esa perfecta comunidad de amor, se abajaron para poder estar junto a la criatura, y así permanecen, esperando nuestro retorno, esperando que logremos romper los blindajes de nuestro corazón, para poder hacer el campo necesario para que Dios ingrese en él.
Y es el hombre, el ser humano, el que se empeña en no volcar la mirada hacia Él. Nos empeñamos en crear toda una infinidad de argumentos, nos enredamos en explicaciones, nos regocijamos en nuestras pequeñeces, y perdemos de vista la sencillez, la simpleza de ese Dios a quien decimos amar, pero que nos empeñamos en no imitar.
Con qué gusto nos decimos ser hechos a imagen y semejanza de Dios, y pretendemos totalmente diferentes unos de otros, sin darnos cuenta que es esa diferencia la que nos aleja del Dios que decimos imitar.
No es en la soledad ni en las particularidades de cada uno donde encontraremos a Dios. No es en la individualidad ni en el aislamiento donde podremos contemplar a Dios, porque Dios no es solo, no es aislado, no es individual. Dios es uno solo, pero son tres personas. Dios es una comunidad creadora y providente, en la que interactúan las tres personas en perfecta armonía, cada una en función de las otras, para las otras y por las otras.
Nuestro camino hacia Dios, consiste en un viaje de comunidades. La más pequeña, formada por la pareja primigenia Adán y Eva, que fueron “una carne y un hueso” (Gen. 2:23), y que hoy es representada por los novios que planean formar un matrimonio, siguiendo por la familia, hasta la Iglesia, Comunidad de Comunidades, que forma en su conjunto el Cuerpo Místico de Cristo, cuya cabeza es Él mismo.
Es urgente, que volquemos los ojos hacia la comunidad. De veras que no podremos encontrar el verdadero camino, mientras pensemos que llegaremos solos y aislados. Ya Cristo mismo lo dijo minutos antes de comenzar su pasión dolorosa, y fue un pedido clamorosa a su Padre:
“Que todos sean uno como tú, Padre, estás en mí y yo en ti. Que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado”. Es decir, que nuestra forma de llegar a la santidad, está precisamente en que todos nos hagamos uno. Solo en la unidad de la comunidad el mundo podrá creer en Cristo. No existe otra posibilidad, por más oraciones que hagamos, o por más ceremonias a las que asistamos, por más Misas que presenciemos.
El secreto, ya lo decían los Primeros Padres de la Iglesia, está en ver el rostro de Cristo en el hermano, pero no una imagen cualquiera que sea de nuestro agrado. Tenemos que ver en nuestro hermano a Cristo crucificado y sufriente. Crucificado por el mundo, las tensiones, la ansiedad, los problemas de cada día, la soledad y el abandono, y sufriente por todo el dolor que arrastramos como consecuencia de nuestro propio aislamiento, del blindaje con que hemos encerrado a nuestro corazón convertido en piedra impermeable.
Con este pensamiento, podremos encontrar una nueva dimensión a nuestras oraciones, a nuestras ceremonias, a nuestras devociones: “Mi hermano es Cristo crucificado, dolido y sufriente, pero aún así, me mira desde la cruz e implora perdón para mi, porque me ama. Mi hermano, ese Cristo crucificado, está ahí, frente a mí, buscando mi salvación, entonces, ¿Cómo no voy a orar yo por él? ¿Cómo no voy a hacer todo lo que esté a mi alcance para evitarle dolores y sufrimientos?
Miremos a nuestro hermano, con el rostro de Cristo, que sufre y muere en la cruz, y veremos cuán importante es su oración y su pedido: “Yo les he dado la Gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí. Así alcanzarán la perfección en la unidad, y el mundo conocerá que tú me has enviado y que yo los he amado a ellos como tú me amas a mí”.
Existe una sola conclusión: Mi salvación, está en manos de mi hermano, así como la suya está en mis manos. Solo juntos mostraremos en rostro de Dios Trino y Uno a los demás. Solo juntos tú y yo, unidos por el espíritu del amor. Igualito que la Santísima Trinidad, a cuya imagen estamos hechos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario