Este domingo XXI del Tiempo Ordinario, terminamos con ese pequeño período en el que nos detuvimos para ver el capítulo 26 del Evangelio de Juan. Es un pasaje duro, que como todas las enseñanzas de Jesús, nos confronta y nos invita a hacer una revisión de aquellas cosas que solemos considerar como sabidas o superadas, pero que en realidad, no lo están tanto.
Como es ya característico en este espacio, procuraremos aplicar el Evangelio hoy, en mi vida, en mi realidad, en mi familia y en mi comunidad. La Palabra de Dios, nos llega semana a semana en el Evangelio, pero no para ser escuchada como las ´seriales de televisión que vemos cada día, un capítulo cada vez… y hasta la próxima semana, a la misma hora y por el mismo canal.
La Palabra de Dios es vida, es alimento del alma, y sobre todo es guía y enseñanza para ser aplicada prácticamente cada día. Esa es la forma en la que el Espíritu Santo nos guía, nos ilumina, nos hace llegar sus susurros de amor, única y exclusivamente para nuestro bien.
Es realmente admirable cómo los humanos nos pasamos el tiempo buscando las soluciones a tantos problemas, gastamos inmensas cantidades de dinero en investigaciones de todo tipo, escribimos ríos interminables de libros, folletos, revistas y documentos de todo tipo… Y sin embargo, vivimos cada día con más angustia, con más miedo, con menos posibilidades, con más divisiones, con más explotación, más violencia, más odio, menos calidad de vida.
Es que pretendemos evitar la verdad que está en Cristo y su enseñanza (“Yo soy el camino, la verdad y la vida” Jn 14,6), nos sentimos capaces de encontrar todo por nuestros medios, y hasta nos convencemos de que la ciencia lo soluciona todo, evitándonos por supuesto, el confrontarnos con nosotros mismos.
¿Qué hay violencia en las calles? ¡Que lo solucione el gobierno!. ¿Qué hay hambre en el mundo? ¡Que les quiten a los ricos y repartan a los pobres! ¿Qué no hay trabajo? ¡Que inviertan los que tienen! Y así sucesivamente, siempre la solución está en manos de alguien que no soy yo. Siempre son otros los culpables y yo soy la víctima.
Y sin embargo, toda la verdad, todas las soluciones, todas las formas y los caminos están en ese libro siempre cerrado, guardado en un cajón, o como máximo puesto de adorno donde la gente vea que yo soy un buen tipo porque leo la Biblia. La solución está en esos minutos de cada domingo, en los que el sacerdote lee un pasaje del Evangelio y luego lo explica en la homilía.
Pero ese Evangelio y esa homilía, no tengo que escucharlos en otro idioma que no sea el del Espíritu, porque son palabras del Espíritu, y como dice Jesús en el Evangelio de hoy: “Las palabras que les he dicho son espíritu, y son vida.” Entonces sí me sirven, me alimentan, me guían en mi caminar de cada día.
A veces, podemos repetir algunos pasajes que se quedaron en la memoria sin saber porqué, y generalmente lo hacemos en tono de sentencia, de sabiduría o de misteriosa revelación, pero… ¿Cómo se refleja ese pasaje en mi vida, cómo me lleva a la solución, cuánto afecta a mi humanidad?
Ahí es donde viene la parte difícil. Ahí es donde empieza la responsabilidad a ser de otros y no mía. ¿Qué tengo que ayudar a los pobres? ¡Para eso están las instituciones! ¿Qué tengo que asistir a los enfermos? ¡Para eso están las monjas! ¿Qué tengo que asistir a la Iglesia? ¡Para eso están los curas!... Y si la cosa se pone más dura, entonces me enojo, me resiento y comienzo a decir que yo soy católico “a mi manera”, que creo en Jesús, pero no en los curas, que la misa es aburrida y “no me dice nada”, y me voy a los protestantes, que no me molestan tanto, o termino declarando que no existe Dios, y listo.
Aquí entra en juego la pregunta de este domingo: “¿Tú también quieres abandonarme?” Y es que la pregunta de Jesús a sus apóstoles, se puede decir de muchas maneras:
Estuve enfermo, creí que podría ser algo grave y acepté que mi esposa vaya a rezar a su casita de oración, pero ahora que estoy sano, quiero que se quede en casa. ¿Tú también quieres abandonarme?
La casita de oración se lleva en mi casa, y cuando llego del trabajo, muestro mi fastidio y mi enojo a todos los asistentes: ¿Tú también quieres abandonarme?
Voy a ir a la Misa, pero, como voy arrastrado por mis padres, iré mal vestido, sin siquiera peinarme, y mostraré mi rebeldía: ¿Tú también quieres abandonarme?
Una hermana de mi apostolado me trató mal en el Ministerio, no vuelvo más: ¿Tú también quieres abandonarme?
Yo tenía la solución a ese problema de mi grupo, pero nadie me escuchó, ahora, que se arruinen: ¿Tú también quieres abandonarme?
Cristo es perfecto, y su presencia exigirá de mí perfección, que no lograré fácilmente. Es misterio, es sacrificio, es entrega, es donación, perdón y misericordia, y todo eso es duro, exige renunciamiento y esfuerzo, exige fe y cambio, y es ahí donde comienzan las ganas de abandonarlo todo, de regresar a la comodidad del mundo.
La presencia de Jesús en mi vida, es maravillosa, es llena de alegría, de paz y de amor, eso es cierto, pero debo estar consciente de que aún tengo que convivir con mi humanidad y mis defectos, con mis debilidades y mis egoísmos, y es precisamente Jesús el que me confrontará, el que me hará notar cada uno de ellos, siempre preguntándome con amor y humildad: ¿Tú también quieres abandonarme?
Oremos entonces hermanos, y hagamos carne en nosotros esta pregunta que junto a la respuesta de Pedro: ““Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios.” pueden significar la diferencia entre la salvación o la perdición.
No hay comentarios:
Publicar un comentario