Este domingo XXIV del Tiempo Ordinario, nos propone reflexionar sobre el Evangelio de Marcos, capítulo 8, versículos del 27 al 35. Luego de la depuración de sus seguidores ante el anuncio de que comerían su cuerpo y beberían su sangre, Jesús y sus discípulos van camino de Betsaida a Cesarea de Filipo.
Ya Jesús ve la necesidad de emprender el definitivo viaje a Jerusalén, donde culminaría su misión, así que decide comenzar a revelar el destino que le esperaba, y para ello se vale de un interrogatorio que comienza de forma trivial, como sin importancia: ¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?
Trasladada esa pregunta a nuestros días, tendría una respuesta demasiado amarga para Jesús, que es inmisericordemente atacado en cuanto medio de comunicación existe, que está siendo expulsado de las oficinas y los colegios, y hasta que merece la burla y la ridiculización en charlas familiares.
Pero luego viene la pregunta de fondo. Aquella a la cual apuntaba el Señor: ¿Y ustedes, quién dicen que soy? Prepárense lectores, pues esta misma pregunta se la hace Jesús, parado en el altar de la iglesia cada domingo mírele directamente a los ojos, sienta la ternura paternal en ellos, analícese y escuche: ¿Y tú, quién dices que soy yo?
Y Jesús hace esta pregunta, porque a Él no le interesan las respuestas tipo cliché, no le interesa lo que dicen los demás. Se han escrito miles y miles de libros sobre Jesús, su vida y sus enseñanzas, y de allá podríamos recoger muchísimas respuestas, cada una más bella o poética que la otra para agradar al Maestro, pero lo que a Jesús le interesa es lo que está dentro del corazón, lo que es íntimo, porque Él quiere la intimidad con nosotros.
Seguramente que la mayoría de nosotros nos uniremos a la respuesta de Pedro: “Tú eres el Mesías”, aunque nuestras actitudes, nuestros pensamientos, nuestras vidas estén predicando a gritos lo contrario. Lo lamentable, es que nosotros los humanos, somos demasiado endebles, demasiado débiles, y vivimos cambiando de posición, y como Pedro también pasamos de un extremo a otro en un santiamén.
Vale la pena detenernos en esta reflexión en Pedro. Pedro el impetuoso, Pedro el temeroso, Pedro el valiente, Pedro el que niega, Pedro el arrepentido, Pedro el que ama, Pedro el grande, Pedro el pequeño.
Parecería que Pedro es nuestro retrato pintado en el Evangelio, tan humano y tan frágil. En esta lectura, vemos a Pedro que habla los pensamientos de Dios cuando responde “Tú eres el Mesías” y minutos después, habla con palabras de Satanás cuando reprende a Jesús, tratando de imponerle su propia visión sobre el cumplimiento de su misión.
Primero lo reconoce como Mesías, el Ungido, el Hijo de Dios, e instantes después, lo lleva aparte a reprocharle lo que había dicho sobre su pasión. ¡Cómo nos tan fácil aceptar unas cosas, y tan difícil soportar otras! A Pedro le encantó pensar en el Mesías, pero no quiso aceptar el precio que ello representaba. Nos encanta estar en el tabor, pero por nada del mundo queremos estar en el Gólgota.
Y Jesús, con esa sabiduría tan terminante les explica que el que quiera seguirlo debía antes hacer algunas cosas. Para seguir a Cristo, no es nomás cuestión de decidirlo, sino que es un proceso, un camino que se debe recorrer por etapas, y Jesús las enumera.
En primer lugar, hay que negarse a sí mismo. Es necesario renunciar al yo. La característica principal de la personalidad de Jesús, es su sentido de donación. Él no quiere nada para sí. Todo lo da, todo lo entrega, hasta su vida misma en la cruz, y para nosotros, la forma de renunciar a si mismo, es eliminando el “yo”, por el “nosotros”. Jesús nos quiere en una comunidad.
Hay que tomar la cruz. Todos tenemos una cruz en esta vida, todos tenemos algo que nos doblega, nos abruma y nos aplasta bajo su peso. No se trata de soportar la cruz en medio de lamentos, de iras, de juramentos ni de luchas. El tomar la cruz, significa el abrazarla con la misma ternura que Jesús abrazó la suya, en silencio y en oración de comunión y obediencia al Padre.
Jesús no tomó la cruz pensando en que ese gesto lo inmortalizaría en la historia, ni por obligación, ni por compasión. Él la tomó por amor, porque sabía que así salvaría a la raza humana, porque de esa manera estaba saldando una deuda entre el ser humano y Dios. Jesús abrazó su cruz con amor infinito, y por los demás. Eso significa “tomar su cruz”
Y termina diciendo el Señor: “Y que me siga”. Seguirlo significa ir por donde Él va, caminar por las mismas baldosas de piedra rumbo al Calvario, caerse y levantarse una y otra vez, y mirando al Padre seguir caminando en silencio y orando. Seguirlo significa ofrecerse a sí mismo en bien de los demás, sin pedir nada a cambio, sin esperar recompensa alguna, solamente por amor y con amor.
Ahora sí podemos comprender al pobre Pedro, que reconocía al Mesías en la persona de Jesús, y se dolía al pensar todo lo que su amado maestro vaticinaba para sí mismo. Ahora sí nos damos cuenta de todo lo que nos falta por delante en el camino de la santidad, sobre todo contemplando nuestra fragilidad.
Pero no es cuestión de desanimarse. Sabemos que la carga es ligera y el yugo liviano, sabemos que adoramos a un Dios ansioso por perdonar, que no deja de amar, y que lleva en sus llagas la muestra de su amor por redimirnos.
¡Vamos, Jesús va por delante, señalándonos el camino con el rastro que deja su cruz en las baldosas, no nos rezaguemos, porque con Él va la salvación y la felicidad!
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