Retorno a casa sí, pero ¿Para qué?
La parábola del Hijo Pródigo, es una de las obras maestras de Jesús en su eterno afán de hacernos conocer al Padre. Con especial ternura y con magistral puntería, el Señor nos cuenta esta parábola, que deberíamos leerla muy lentamente, y dejar que el Espíritu Santo nos vaya abriendo los ojos del corazón, para que veamos esos rasgos tan preciosos de enseñanza y amor del Hijo de Dios que nos muestra quién es su Padre.
Para aplicarla a nuestra vida, es imposible encontrar en ella a un protagonista. Cada uno de los personajes brilla en su momento, y nos va pintando con sencillez y claridad tanto nuestro pasado, como nuestro presente y nuestro futuro. Por eso es la pieza maestra.
Todos nosotros, en algún momento de la vida, hemos personificado a ese hijo, que se cree suficientemente maduro para comenzar a regir su vida, que no necesita de nadie, ni siquiera de Dios, y nos hemos lanzado a los vericuetos de la vida tratando de experimentarlo todo, convencidos de que lo único valioso es lo que nos produce satisfacción (aunque sea por escasos segundos).
Todos también, hemos tenido nuestros momentos oscuros de egoísmo, de competencia por el poder o el dinero, tratando de escalar a las cumbres de la comodidad, el dinero, la posesión y el dominio sobre los demás.
Y la gracia de Dios nos permitió también a todos haber tenido nuestros grandes momentos de bondad, de generosidad, de perdón y de acogida, aunque sería deseable que esos momentos hubieran durado más que los otros.
Pero retomemos nuestra aplicación de la parábola, con el personaje del hijo pródigo (derrochador, irresponsable).
Todos hemos creído, que lo que vamos conquistando en la vida es producto de nuestras cualidades, de nuestras habilidades, nuestra inteligencia, y hemos comenzado incluso a disfrazar la realidad, de tal manera que podemos con facilidad, apropiarnos de los éxitos, y minimizar las caídas, dicho de otra manera: justificar nuestros abandonos de la casa del Padre.
El joven que comienza a llegar tarde, se dice que tiene derecho a “disfrutar de su juventud”, y que se “alegra” en las fiestas, en lugar de decir que es un borracho en ciernes. El servidor público que saca algún dinerillo de la oficina, es un “astuto” en lugar de ser simplemente un ladrón, el empresario que soluciona sus problemas echando a la calle a sus empleados, se dice “buen administrador” en lugar de nombrarse explotador frío e inclemente, y el que “cree en Dios, pero a su manera”, o “cree en Dios, pero no en los curas”, es simplemente un apóstata. Es fácil reconocer en nuestros días a éstas y muchas otras formas de abandonar la casa del Padre.
Jesús no obra así, por eso Él nunca dice nada de las cualidades de los hijos. Nunca dice que alguno de ellos fuera buen hijo o buen hermano. Lo que sí hace Jesús es mostrar el corazón del padre lleno de amor y misericordia.
Dos cosas nos llaman la atención, una, que el padre reparte sus cosas, sin mirar siquiera que estando él vivo, nada le correspondía a ninguno de sus hijos, y otra, que el padre no trata de retenerlo, no le ruega que no se vaya, no hace nada más que comenzar a sufrir, mirando a la lejanía desde su ventana, esperando el retorno del hijo, que aunque perdido, sigue siendo la ternura y el amado en su corazón. El Padre de los cielos hace lo mismo, y a pesar del dolor, de la angustia y de saberlo todo, respeta la libertad que Él mismo nos regaló por su amor.
A esta altura, es bueno aclarar algo fundamental: Dios no está donde hay pecado, por lo tanto, no existe otra posibilidad de alejarse de Dios, que entrando en el pecado. No es posible creer que estando lejos de Dios, no estamos metidos en medio del pecado.
Lo grave viene, cuando el mundo comienza a cobrar sus facturas, porque hay algo que no debemos perder de vista nunca: La libertad de Dios te permite elegir tus caminos, pero nunca te permitirá evitar sus consecuencias.
La “herencia” se va gastando, los dineros repartidos por el Padre con amor y amplitud (llámense juventud, posición social, amistades, puestos de trabajo, fiestas, modas, y tantas otras cosas), van perdiendo su brillo, y comienzan a mostrar la crudeza de la realidad, y un día, logramos llegar a la altura suficiente para vernos en el espejo.
Aparecieron las enfermedades, vino la soledad, cayó la angustia, entró la penumbra de la desorientación… y el estómago se pega al espinazo, porque resulta que el mundo no tiene nada para alimento espiritual. La muerte comienza a rondar al alma, y en una mano lleva su guadaña, pero en la otra arrastra un largo papel. Está llegando el momento de meter la mano en la bolsa, y pagar la cuenta.
¿Será justo entonces clamar al cielo: “Dios mío, por qué a mí todo esto”? No, seguramente lo correcto será decir: “¿Dios mío, por qué te abandoné, por qué me alejé de Ti?” Y aquí es donde empezamos a ver las maravillas de esta parábola, que precisamente nos habla del misterio, del milagro, del regalo de la reconciliación, especialmente para esta Cuaresma y del camino de la esperanza en el amor de Dios.
Se pueden notar varias cosas en la actitud del hijo: No vuelve a casa porque ame a su padre, vuelve porque ama su vida. No vuelve a casa porque quiere ser mejor sino porque no quiere morir en el camino. Ni siquiera vuelve como hijo, se contenta con ser un criado más. No vuelve porque le duele el corazón sino porque le duele el estómago. Es un retorno egoísta, interesado.
Lo maravilloso, lo consolador, es saber que Dios no me exige un corazón puro para abrazarme.
Es consolador saber que Dios me recibe cuando vuelvo porque no he encontrado la felicidad en mis fiestas y pecados, cuando vuelvo por egoísmo para encontrar seguridad y paz. Dios me recibe, porque Él quiere que yo sea mejor, Él quiere santificarme.
El amor de Dios no necesita que le expliques nada, Dios se contenta con tenerte en casa. El amor de Dios no pone condiciones, Dios se contenta con tu presencia. No esperes ser mejor para volver, vuelve para que Dios te haga mejor. No esperes a ser santo, Él nos santificará.
El hijo pródigo desde el egoísmo, el hambre y la soledad reanuda su relación con Dios.
No importan los motivos. Porque no soy yo el que cambia, es Dios quien me va a cambiar. En esa relación, Dios es el más fuerte y desde el momento en que me entrego a Él empiezo a ser cambiado y a vivir la fiesta del perdón.
Todos hemos sido muchas veces ambos hermanos pero ¿hemos intentado alguna vez ser como el Padre? ¿Hemos hecho lo que todos los niños hacen alguna vez, tratar de actuar, hablar, caminar como actúa, habla o camina nuestro Padre?
Aprovechemos pues esta Cuaresma, que no sea una más en la colección de Cuaresmas que ya pasaron sin producir ningún efecto, y pidamos en oración de humilde entrega suplicante, que nos reciba en su casa otra vez:
No quiero sólo ser perdonado, quiero ser también el que perdona a los otros. No quiero ser sólo el que es bien recibido, quiero ser el que recibe bien. No quiero ser sólo el que recibe compasión, quiero ser el que la ofrece.
Que el Padre que nos ama, nos permita el cambio de corazón, de pensamiento y de acción, para retornar a su casa, no a volver a haraganear como chiquillos malcriados, sino a tomar nuestro sitial de hijos, ayudando cada día a hacer las labores que necesita el Padre.
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