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viernes, 19 de marzo de 2010

Meditando el Evangelio

El que esté libre de pecado

Estamos entrando a la última semana de esta Cuaresma, en la que hemos ido caminando de la mano del Señor a través de su Palabra. Semana tras semana hemos estado meditando sobre la necesidad de la conversión, de la oración, del arrepentimiento y de la caridad.

Es posible que algunos de nosotros, hayamos llegado a pensar: “¿Entonces, sólo con sacrificio, con dolores, hundidos en el silencio y la soledad, rodeados de tristeza y soledad podamos llegar a salvarnos?”

Y aquí se nos presenta Jesús, con su infinita ternura, con su presencia que es esperanza, luz y dulzura, con su voz llena de comprensión, con sus actitudes que solo dicen: “Te comprendo, te conozco, se lo que eres, pero aún así te amo, ¿Puedes amarme tú? Jesús siempre es motivo de esperanza (“Yo soy la Verdad”), siempre es el Guía que señala la dirección correcta (“Yo soy el Camino”) y siempre es motivo de alegría (“Yo soy la Vida”)

Y vamos a decir también una gran verdad: El problema surge en nosotros.

Resulta por un lado, que todos sin excepción, conocemos muy bien y muy de cerca al pecado, pero por otro lado, no tenemos ni la menor idea de qué hacer con el pecador. Somos muy avispados al mirar el pecado, sobre todo cuando el pecado está en los demás.

Lo reconocemos de lejos, y sabemos que hay que acabar con el pecado. Los judíos tenían a la ley de Moisés, que decía: Lapidación para los dos adúlteros, el hombre y la mujer, (por supuesto, siempre se lapidaba solo a la mujer), pero esa era una ley humana, pero Jesús estaba muy por encima de ella.

Cuánto bien podríamos hacer a los demás, si cuando encontramos a un hermano andando por un camino equivocado, en primer lugar, pensemos en la cantidad de pecados grandes o pequeños, negros o grises, chiquitos o gigantes que están cargados a nuestras espaldas.

De esa manera, en lugar de juzgar o lapidar, nos daríamos cuenta de que ambos somos pecadores, ambos estamos agachados por el peso del pecado, arrinconados contra una pared, y a punto de recibir en cualquier momento las pedradas de los fariseos que nos rodean sin piedad.

Como una de las maneras de aplicar este Evangelio a nuestras vidas, vamos a ponernos por unos instantes en el papel de la mujer. Para actuar como ella, en primer lugar, no podemos empezar a gritar excusas ni pretextos que “alivien” nuestro pecado, no podemos decir que “lo que hizo fulana o mengano me obligó” a tal cosa, no podemos comenzar diciendo “es que…”. El Señor todo lo ve, Él conoce tu alma y la mía, y las mira con la transparencia del agua clara. El Señor conoce nuestro pecado.

Pero Jesús no tiene piedras en sus manos. Dice el Evangelio que Él se agachó y se puso a escribir en la arena con el dedo ¿Por qué lo hizo? Él se agachó para mirarnos frente a frente. Dios infinito, se abajó hasta tu altura y la mía, para que no tengamos miedo de mirarlo a los ojos, y (aunque no lo dice la escritura), lo hizo para transmitirnos su amor, su ternura y su compasión. Jesús se agachó para quitarnos el miedo.

Pudo muy bien hacer bajar un viento que disperse a los judíos, o simplemente hacerlos desaparecer, o transportar a la mujer a un lugar lejano a salvo de sus perseguidores, pero así hubiera salvado a la pecadora, pero no hubiera dejado su enseñanza para el resto del tiempo.

Jesús usó la inteligencia, y con una frase (“El que esté libre de pecado…”) dispersó a los hipócritas moralistas, que querían matar a esa mujer. Jesús nuca corre para acusar. Jesús no te confronta con tu pecado, ni te exhibe a los demás, Él nunca usará tu nombre para poner un escarmiento.

Lo que Jesús quiere, es ver en ti el dolor por haberlo ofendido, quiere ver en tu alma la pena por la ausencia del Padre, el sufrimiento que sientes por tu alma manchada y vejada por el demonio. Jesús no busca hacerte llorar. Igual que con la mujer adúltera, se agacha hasta la altura de tus ojos, y en silencio Él sí derrama lágrimas, porque le duele verte obstinado y degradado, lejos de ser su imagen y semejanza como te creó el Padre.

Jesús no espera, Él solo busca mirar tu arrepentimiento sincero, Él espera encontrar en tus ojos el grito silencioso del ofensor arrepentido, y entonces sí, se pone de pié, y con alegría, con felicidad y con esperanza, te dice: “yo tampoco te condeno, vete pero no peques más.

Esta es la conclusión que se busca en la Cuaresma, esta es la conversión que el Señor espera, y por eso hablamos de arrepentimiento, de penitencia, de ayuno y de caridad, para evitar el pecado, pedir perdón por el pasado, hacer reparación en la persona del prójimo, y tener el propósito de no volver a caer, porque el perdón, el olvido y el Reino no está en nuestras manos, sino en las de quien nos ama.

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