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jueves, 22 de mayo de 2008

Este es mi cuerpo...

Este es mi cuerpo”, fueron las palabras que pronunció Jesús en la Última Cena al consagrar el pan, y encargó a todos sus seguidores, que celebremos esa Cena a lo largo de los tiempos, cuando dijo: “Hagan esto en conmemoración mía”.
El encargo de nuestro Salvador, debe ser visto en toda su dimensión por quienes pretendemos hacernos seguidores suyo, por nosotros, que queremos llevar el Evangelio a todas partes, y por ello tomamos el camino de evangelizarnos y evangelizar a los demás.
El Cuerpo y la Sangre de Cristo, presente en una Hostia Consagrada, constituye pues el alimento espiritual por excelencia. Al recibir a Cristo en nosotros, gozamos de la más grande intimidad con Aquel que dio su vida para salvarnos, y da su cuerpo para alimentarnos. Es el maná, el pan bajado del cielo, es el amor hecho pan, que incesantemente se reparte entre los hombres, sin otro interés, que el de encontrar amor.
Ojalá pudiéramos nosotros llegar a comprender el privilegio que gozamos al asistir a la Santa Misa, y presenciar “en vivo y en directo” los hechos del Calvario de hace 20 siglos, y ser conscientes de que es el mismo Dios que creó el universo el que de abaja hasta nuestra diminuta dimensión, encerrando todo su ser en un pedazo de pan.
Y que no solo hace eso, sino que nos permite la posibilidad de reconocerlo, de mirarlo de frente cuando el sacerdote lo presenta al pueblo diciendo: “Este es Cristo, el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo”, mientras frente a Él, muchas personas corren a abrazarse socialmente con parientes y amigos, olvidando para qué fueron a esa misa.
Ojalá que pudiéramos hacer comprender a nuestros hermanos, la oportunidad que se nos regala al recibir la Santa Comunión, de tener una intimidad tan grande, de poder hablar cara a cara, de sentir en nuestro corazón su Corazón latiendo lleno de amor y de gracias… que dejamos perderse por no tener conciencia de lo que recibimos en ese pedacito de pan.
Todos sabemos, que la Hostia Consagrada no es otra cosa que el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. Lo aprendemos apenas comenzamos a prepararnos para nuestra Primera Comunión, pero, ¿hacemos carne, vivimos de verdad esa realidad?
El signo distintivo entre una persona que cree y una que no, se evidencia con claridad en las actitudes, y resulta muy penoso asistir a la celebración de la Santa Misa, y ver cómo muchas de las personas que asisten, actúan con absoluta indiferencia ante quien tienen al frente.
Madres que comentan chistecitos a los oídos de sus hijas, o que hacen gala de su ternura maternal peinando o acariciándoles el cabello, jovencitos y jovencitas mirando a los demás asistentes de los bancos de atrás, en fin, mil cosas por las que se demuestra indiferencia total hacia las maravillas que están sucediendo a pocos pasos en el altar, cuando no es el aburrimiento y las miradas al reloj, o peor aún, los jueguitos en el celular.
Somos suficientes, unos tenemos fortuna, posición social, gozamos del respeto y la admiración de los que nos rodean, otros más pequeños, nos empeñamos en mostrar a los primeros, que tenemos más de lo que realmente gozamos, otros nos dedicamos a exhibirnos ante los demás, a mostrar nuestras figuras que un día serán patéticas y envejecidas o nuestras ropas que mañana serán trapos en la basura, ah, pero eso sí, nos olvidamos que desde esa Hostia Consagrada, a solo unos metros de nuestra fortuna, nuestro rostro o nuestra moda, nos mira lleno de tristeza aquel que un día nos creó lleno de esperanza y amor, aquel que en un acto increíble de ternura suplicó antes de morir: “perdónalos, porque no saben lo que hacen”.
Corpus Christi, Cuerpo de Cristo, Herencia Divina, Regalo inconmensurable, Amor hecho pan, Cordero de Dios, Víctima propiciatoria de nuestros pecados. Perdónanos, porque a pesar de tanto tiempo, de tanta ciencia, de tanta guerra y tanto espanto, unos no sabemos lo que hacemos, y otros... ¡nos lo hemos olvidado!.

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